III.- ALGUNAS CONCRECIONES
1ª.- En ella cabemos todos
Ya la hemos señalado como una novedad que, además, corrige declaraciones anteriores del Magisterio. Es la referida a la pertenencia al Pueblo de Dios. No la concibe en sentido unívoco como hacían los antiguos manuales de teología y el mismo Magisterio en la encíclica Mystici Corporis Christi. También las dificultades de los teólogos para explicar la pertenencia de los pecadores y la exclusión de los no bautizados. El Concilio concibe la pertenencia en sentido análogo. La visión que anteriormente se nos ofrecía era muy estrecha, quien no estaba bautizado no pertenecía a la Iglesia y como “extra Ecclesiam nulla salus” pues no obtendrían la salvación. Las consecuencias eran terribles, había que bautizar por encima de todo y, además, cuanto antes. Algunos pastores señalaban como conveniente al menos, dentro de las primeras veinticuatro horas a partir del nacimiento. La necesidad era la pertenencia a la Iglesia.
El Concilio afirma (LG. 13,D): “Así pues todos los hombres están llamados a esta unidad católica del Pueblo de Dios que prefigura y promueve la paz universal, y a ella pertenecen bajo diversas formas, o están orientados, los fieles católicos y así mismo los que creen en Cristo y por último todos los hombres sin excepción a los cuales la gracia de Dios llama a la salvación”. E. Schillebeeks concluye por tanto “todos, incluso los increyentes de buena voluntad, tienen algo que ve con esta Iglesia y no están completamente fuera de ella”. (1)
2ª.- ¿Intolerancia o irenismo?
Hoy nos encontramos con dos actitudes contrarias respecto de lo que enseñó el Concilio. Una es la de la intolerancia radical, otra la de un irenismo justificador
de todo.
a.- la intolerancia no es que quemen capillas de protestantes como en otras épocas hizo, ni tampoco quemando herejes en la hoguera. Pero sí se muestra en la reticencia y hasta oposición al ecumenismo y en el rechazo visceral de quienes no tienen nuestras mismas creencias o no admiten una moral evangélica o rechazo de lo nuestro o frente a la reforma conciliar. Lo es respecto de iglesias protestantes, sectas, ateísmo, homosexualidad, drogadictos… y un largo etc. Todo es visceralmente rechazado porque no se les reconoce nada bueno. Por descontado rechazan todo tipo de diálogo: o lo entienden como sometimiento a lo que la iglesia dice, o ellos no tienen nada que decir.
b.- la otra postura se caracteriza por el “dejar pasar, dejar hacer”. Que cada uno piense lo que quiera y que haga lo que le venga en gana, de nosotros es respetar todo y a todos, convirtiendo la tolerancia en silencio sobre lo propio y en disimulo de cualquier tipo de testimonio con la palabra o con las obras.
La primera actitud ni reconoce la acción de Dios, que es más amplia que la de la Iglesia, ni descubre la acción de Jesucristo cuya encarnación, muerte y resurrección afecta a todos, estén oficialmente dentro de la Iglesia o fuera de ella. Ni ven la acción del Espíritu Santo que ha sido derramado sobre toda carne y que incansablemente trabaja en el corazón de cada hombre pertenezca o no oficialmente a la Iglesia.
La segunda supone un desconocimiento supino del Misterio de la Iglesia y de la misión que le encomendó Jesucristo. Ella es para la salvación de los hombres y, con todo el respeto que provoca la tolerancia, no puede dejar de intentar la salvación de todos, potenciando lo bueno y rechazando lo malo, anunciando el Evangelio y amando a los hombres sirviéndolos hasta donde sea preciso.
3ª.- Una Iglesia enteramente ministerial.
La insistencia y revalorización del sacerdocio de los fieles o sacerdocio común, como anteriormente hemos resaltado. Aunque se ha ganado en muchos aspectos, la verdad es que hoy esta insistencia del Concilio no es ni general ni, donde más se la tiene en cuenta, completa. Dos cosas se le oponen frontalmente: una la clericalización de la Iglesia en personas e instituciones, diócesis y parroquias. Otra es, en gran parte consecuencia de ésta, la desconfianza que existe respecto de los laicos por una gran parte del clero dirigente.
a.- Respecto de lo primero es cierto que hemos ganado mucho en la consideración y presencia del laico en la Iglesia, sus instituciones, su misión, liturgia, organización etc. Creo que se puede decir que nunca hubo tantos y tan buenos laicos comprometidos en la mayoría de los ámbitos de la Iglesia. Pero la pregunta es, hoy como ayer, si es porque se reconoce y valora más su naturaleza y misión, que es constitutiva de la Iglesia como expresa LG. 31, a: “Los fieles cristianos que, incorporados a Cristo por el bautismo, integrados al Pueblo de Dios y hechos partícipes a su modo de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos corresponde”, o más bien es debido a la necesidad pastoral, y también a otras necesidades, puesta de manifiesto por la carencia de ministros ordenados y a la multiplicación de servicios que hay que prestar hoy en las comunidades.
La naturaleza del laico, su espiritualidad propia, la especificidad de su misión en la comunidad cristiana y en el mundo, no parece ser –salvo en algunos ámbitos y personas- la razón de contar más hoy que ayer con ellos por parte de los pastores. En las más humildes diócesis y parroquias sigue mandando el clero y suele tener en todo la última palabra a pesar de tener consejos pastorales y juntas económicas erigidas, pero que no son vinculantes para los jerarcas, pues “compete a la autoridad eclesiástica regular, en atención al bien común, el ejercicio de los derechos propios de los fieles” (CDC. Cn 223,2) y éstos, aún teniendo el derecho y el deber de manifestar a los pastores su opinión sobre lo que consideren bien para la Iglesia, lo harán respetando la integridad de la fe “y la reverencia hacía los pastores” (CDC. 212,3). Aunque el encabezamiento de los títulos en el Código recoge a veces literalmente, textos del Concilio, luego en el desarrollo se merma o se contradice. Un ejemplo: se reconoce (cn. 208), repitiendo casi literalmente un texto de LG. 32, c; 31,a, la igualdad de todos según su condición propia y oficio, pero si leemos después los cánones dedicados a los párrocos no se sacan las legítimas consecuencias. Lo mismo ocurre al referirse a la parroquia a la que se define como “una determinada comunidad de fieles constituida de modo estable en la iglesia particular” ( cn. 515,1) pero, después, al hablar de párrocos, vicarios, etc. ya no se sacan las consecuencias que se derivan de esa concepción, pues para que haya verdadera comunidad es esencial la participación y la corresponsabilidad pues quedan los demás como meros cooperadores de quienes tienen “las funciones de enseñar, santificar y regir" (cn. 519).
Hoy por hoy estamos muy lejos de lograr una participación que nazca de la naturaleza, de lo que son los fieles cristianos. A lo más que se ha llegado es a una participación en funciones y servicios por encargo del jerarca. Y de corresponsabilidad es mejor no hablar. Toda o casi toda la responsabilidad en todos los ámbitos la tienen los que mandan.
b.- Todo esto nos lleva de la mano a lo segundo que apuntábamos, que es la desconfianza hacia el laico. Si se desconoce o no se tiene en cuenta su naturaleza y misión, si no se educa a los futuros jerarcas en lo que son verdaderas comunidades y que ellos están en función del sacerdocio común del entero Pueblo de Dios, “que su destino no es el mando y los honores” (OT. 4,9), aparte otras consideraciones, no nos podemos extrañar de la desconfianza que suscita el laico cuando vive y ejerce con autenticidad lo que corresponde a su naturaleza y misión. Se le considera como un intruso cuando el jerarca se cree el propietario exclusivo de la diócesis o la parroquia. Muchos lo dicen claramente: “mi” diócesis, “mi” parroquia de la que ¡hasta toma posesión! En una parroquia cuyo párroco abusaba del “mi” y del “yo” los feligreses le llamaban don yoyomimi mimiyoyo.
Pero esto depende también en gran parte, frecuentemente, de los mismos laicos. Una buena iniciación cristiana y una educación y formación consecuente, que responda a su naturaleza y misión, se echa de menos en una gran mayoría. Muchos no han abandonado la vieja formación y vivencia eclesial pre-conciliar que recibieron y que son los más presentes actualmente en nuestras parroquias. Antes todo lo decidía el cura y esta mentalidad no se ha superado, se está normalmente a “lo que diga don fulano”, lo mismo en un consejo de pastoral que en lo que hay que hacer o cantar en la misa. Si a esto añadimos que la mayoría de las parroquias no son verdaderas comunidades, corresponsables, misioneras y participativas, sino solamente formales o sólo en lo que atañe al culto, no hay que extrañarse de que el cura siga estando en el sitio que le asignaban antaño y el laico siga instalado cómodamente en lo que ha entendido desde siempre que es lo suyo.
Una consideración de la Iglesia, como la que hace el Concilio, partiendo de su Misterio, de su naturaleza como Cuerpo de Cristo y Pueblo de Dios, reconociendo y valorando el sacerdocio común, nos lleva a una visión de la Iglesia, en todas sus personas, instituciones y comunidades, más participativa, más corresponsable y más misionera. La palabra que mejor la define es “ministerial”. Toda ella lo es y es en ella, así considerada, donde se dan los ministerios ordenados, los instituidos y muchos otros –como el de catequista- aceptados de facto por la jerarquía, que emplea la palabra ministerio para designarlos como hizo Pablo VI en el motu proprio Ministeria Qaedam. Esto no anula la diferencia esencial entre el ministerio ordenado y todos los demás ministerios, aunque ordenado el uno al otro recíprocamente (LG. 10,b), como ha reconocido desde siempre el Magisterio y, lógicamente el Vaticano II.
4ª.- ¿Pocos mandamases entre muchos mandamenos?
Este reconocimiento y valoración de diversos ministerios y servicios en el Pueblo de Dios, que antes no eran estimados como tales y que responden al carácter ministerial de toda la Iglesia es otra novedad a tener en cuenta. De un modo especial hay que resaltar el ministerio ordenado del diaconado permanente, quizá la aportación más llamativa en este terreno ya que no se ejercía durante siglos más que como paso al presbiterado. Hoy contamos con diáconos permanentes en la mayoría de las diócesis.
Recuerda el Concilio que el apostolado de los laicos es “participación en la misma misión salvífica de la Iglesia”, “además de este apostolado, que incumbe absolutamente a todos los cristianos, los laicos también pueden ser llamados de diversos modos a una colaboración más inmediata con el apostolado de la jerarquía” (LG. 33). El nombre teológico para designar estos servicios es el de ministerios aunque el Concilio no lo utilice quizá para evitar posibles confusiones, pero es de uso común en la Iglesia. Así lo hizo Pablo VI que devolvió al lectorado y acolitado el carácter laical que tuvieron en la antigüedad antes de convertirse en “órdenes menores”. En la Evagelii Nuntiandi admite los ministerios laicales, sin orden sagrado, diferentes de los que conllevan el orden sagrado. Entre ellos recuerda “los catequistas, animadores de oración y del canto, los cristianos consagrados al servicio de la palabra de Dios o a la asistencia de los hermanos necesitados, jefes de pequeñas comunidades, responsables de movimientos apostólicos y otros responsables” (nº 73). Lo que sorprende a estas alturas es que, ejerciéndose como lo están muchos de estos ministerios, consentidos e impulsados por la misma jerarquía, no gocen de ser “instituidos”. Pero esto, no por una necesidad coyuntural –falta de ministros ordenados- o como una graciosa concesión de la jerarquía, sino como algo que brota de la misma naturaleza de la Iglesia, y también como un deber y un derecho de los laicos. En esta cuestión, como en otras, se está olvidando algo que también puso de manifiesto el Concilio: la atención a “los signos de los tiempos” (GS. 4ª; PO. 9b).
Dentro de esta concepción de la Iglesia, toda ella ministerial, y la revalorización de los distintos ministerios, tanto ordenados como instituidos y laicales, que supone, dicho con otras palabras la restauración de la diaconía para toda la Iglesia, lo más llamativo de esta aportación, como ya hemos apuntado, ha sido la restauración del diaconado permanente. Es donde se polarizó toda la atención mediática y a lo que ha quedado reducida toda la visión diaconal –ministerial- que compete a la totalidad de la Iglesia tanto en sus personas como en sus instituciones.
Nadie duda de la importancia de esta decisión conciliar de recuperar el diaconado permanente incluso para hombres casados. Es uno de los grados que tiene el sacramento del orden. Pero a diferencia de los otros dos –episcopado y presbiteriado- no se ordena “ad cultum” sino “ad ministerium”. Y esto especifica su misión en la comunidad cristiana. Sin embargo, lo que suele acontecer y se puede constatar, es que lo que se le encarga al diácono –salvo el servicio frecuente en Cáritas- son servicios litúrgicos –a veces como simples maceteros en las misas del obispo o para llevarle el báculo o la mitra, en servicios de oficinas y archivos… Cabe preguntarse si, dentro de la comunidad cristiana, no tiene el diácono una misión más especifica que responda a aquello para lo cual es ordenado, que es “ad ministerium”. Esto hace que las misiones y comunidades propias del diácono no sean aquellas que tienen como centro y finalidad el culto, sino aquellas que necesitan una fundamentación apostólica que se la otorga la ordenación “ad ministerium” pero que no son aún comunidades eucarísticas.
5ª.- Ni autocracia ni conciliarismo.
Es también nueva e importante, y en principio muy esperanzadora, la aprobación de la colegialidad episcopal. Bajo la dirección del primado del papa, el episcopado universal es reconocido como suprema dirección de la Iglesia. “Cum Petro et sub Petro” lo que ha aprobado es el gobierno colegial de la Iglesia (LG. 22). Así lo recogen las Notificaciones (16-11-64) que en la 3ª se dice del Colegio, que no existe sin la Cabeza, “que es también sujeto de la suprema y plena potestad sobre la Iglesia universal” (LG. 3, 22). Es esencial la comunión con el papa lo mismo que la comunión con todos los obispos: “uno es constituido miembro del cuerpo episcopal en virtud de la consagración sacramental y por la comunión jerárquica con la Cabeza y con los miembros del Colegio” (LG. 22; Ch. D. 4).
Basar la misión ministerial del episcopado en la ordenación, ha sido otras de las novedades aportada por el Concilio. La llamada potestad de jurisdicción, que era la que distinguía principalmente al obispo del presbítero junto con la potestad magisterial, tiene su fundamento en la ordenación. El obispo lo es por su ordenación, no porque se le transmitan unos poderos ajenos a ésta que durante siglos fue lo que le distinguía, no en la línea del culto, del presbiterado.
También es novedoso y de suma importancia la recuperación del título “Vicario de Cristo” que desde siglos había quedado reservado para el papa: “los obispos rigen como vicarios y legados de Cristo, las iglesias particulares que les han sido encomendadas” (LG. 27, a), “quien los escucha, escucha a Cristo, y quien los desprecia, desprecia a Cristo y a quien lo envió” (20, c). Una razón de esta importancia está en que permite un fundamento para una teología de la iglesia local en la que se hace presente la iglesia universal. Por una parte se rechaza el insularismo diocesano y parroquial y, por otra, nos muestra que una comunión con el papa y la iglesia universal es mentirosa si no se tiene y se vive en la iglesia local y con sus legítimos pastores, cosa que frecuentemente no sucede en muchos “hinchas” del papa que ni colaboran y hasta desprecian a sus legítimos pastores y viven ajenos a su iglesia local.
6ª.- La Virgen María en el Misterio de la Iglesia.
Cuando estudiábamos Mariología nos llamaba la atención cómo ciertos teólogos no se cansaban de promover títulos y devociones a la Virgen María, amparándose en el principio que formulaban como “de María non satis”, de María no se había dicho todavía ni suficiente ni bastante. Todo un sector del episcopado, a quien acompañaba en su mentalidad aquí en España la mayor parte del clero y el cristiano medio, educados en el barroquismo de esta concepción sobre la Virgen, sufrió al contrastar su mentalidad con el episcopado y los teólogos centroeuropeos y nórdicos. Hubo fuerte discusión en el aula conciliar. Unos querían que lo que dijera el Concilio sobre María fuera en un decreto aparte, singular y exclusivo. Otros que se tratara dentro de la constitución sobre la Iglesia. Suavizadas las tensiones se llegó a un texto dentro de la Constitución sobre la Iglesia en su capítulo octavo, que contiene auténticas novedades, especialmente para nosotros que nos llamamos “tierra de María Santísima”.
Una es que se integra el misterio de María en el Misterio de la Iglesia y, lógicamente su cristocentrismo, “pues todo el influjo salvífico de la Santísima Virgen sobre los hombres no dimana de una necesidad ineludible, sino del divino beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo; se apoya en la mediación de éste, depende totalmente de ella y de la misma saca todo su poder. Y lejos de impedir la unión inmediata de los creyentes con Cristo, la fomenta” (LG. 60). Todo el capítulo octavo de la Constitución es un resumen de la fe de la Iglesia respecto de la Virgen, situándola en su verdadero ámbito tanto en la doctrina sobre ella como en el culto con el que la veneramos. Por eso el Concilio “exhorta encarecidamente a los teólogos y predicadores de la palabra divina a que se abstengan con cuidado tanto de toda falsa exageración cuanto de una excesiva mezquindad de alma al tratar de la singular dignidad de la Madre de Dios” (LG. 67). El Concilio ha querido centrar la teología y la devoción a la Virgen en el ámbito que le corresponde, evitando tanto el minimalismo, que no reconoce ni su importancia ni su dignidad, como el maximalismo que conlleva la exageración, que no respeta el lugar exacto que le corresponde en el Misterio de la Iglesia, donde su ser, sus privilegios y su misión “siempre tienen por fin a Cristo, origen de toda verdad, santidad y piedad” (LG. 67). “Recuerden finalmente los fieles que la verdadera devoción no consiste en un sentimentalismo estéril y transitorio ni en una vana credulidad, sino que procede de la fe auténtica, que nos induce a reconocer la excelencia de la Madre de Dios, que nos impulsa a su amor filial hacia nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes” (LG. 67).
Este equilibrio que se sitúa entre el más y el menos, está muy lejos de haberse logrado sobre todo en lo que se refiere a devociones, tradiciones y culto. Aunque sea referido en escritos, homilías, novenarios y sermones no ha sido asimilado ni por parte del clero ni por la mentalidad de la mayoría de los fieles. Su mentalidad es pre-conciliar que se ve reforzada por costumbres, las mal llamadas tradiciones, que tienen su asiento en el catolicismo sociológico en el que se desenvuelve una gran mayoría. Un análisis imparcial y serio de muchas devociones, desde las más mediáticas hasta las del más humilde pueblo, está mostrando esta realidad que, además, es equívoca para muchos pastores pues pueden creer que es piedad nacida de una fe cuando se queda en costumbre, ritos y repeticiones que nos traspasan los límites de lo social. El resultado principal es que el misterio de María, dentro del cristocentrismo absoluto del Misterio de la Iglesia, ni se expresa ni se vive en su profundidad y su trascendencia.
7ª.- La Santidad no es monopolio de los religiosos.
Hasta cierto punto es también novedosa la afirmación expresa de la vocación de todos a la santidad. No era lo que más frecuentemente se decía y se vivía aunque la praxis secular de la Iglesia lo desmentía en sus canonizaciones y beatificaciones. La santidad, en la mentalidad del cristiano medio, era considerada como una aristocracia espiritual reservada individualmente a muy pocos y colectivamente a la vida religiosa. Era a los religiosos a quienes se aplicaba, y en ellos se vivían los consejos evangélicos que era lo que, como religiosos, los caracterizaba. Los demás eran “el común”, que si querían ser santos, tenía que ser imitando a los religiosos o ingresando en alguna orden o congregación. En un librito, muy difundido entonces por un instituto secular, se llegaba hasta decir “que el matrimonio era la salida de la clase de tropa”. Los santos canonizados con chaqueta y pantalón eran muy escasos, siendo los más frecuentes los que vestían el hábito religioso o la sotana. Incluso cuando se admitieron los primeros institutos seculares –Provida Mater Ecclesia- no pasaban de ser una aproximación a la vida secular desde la vida religiosa donde se incluían los tres votos –pobreza, castidad y obediencia- que la caracterizaban. La lucha de algunos por lograr un estatuto propio y una independencia de la Congregación para la vida religiosa fue todo un exponente de la conciencia que estaba imponiéndose en la vida de los cristianos de poder lograr la santidad desde cualquier estado y profesión.
El Concilio reconoció que la santidad no era monopolio de los religiosos: “Es, pues, completamente claro que todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, y esta santidad suscita un nivel de vida más humano incluso en la sociedad terrena” (LG. 5, 40). Su fundamento está en la santidad común de todo el Pueblo de Dios y que está radicada en el Bautismo: “Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el Bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y por lo mismo, santos” (LG. 5, 40).
8ª.- El mundo ¿enemigo del alma?
Establece el Concilio un vínculo entre la Iglesia y el mundo que desarrolla ampliamente en la Constitución Gaudium et Spes, especialmente al concebir a la Iglesia como “sacramento universal de salvación” (GS. 45 a).
Antes que nada ha sido una forma nueva de acercarse y concebir el mundo y su relación con él. A quienes fuimos educados en otra onda nos supuso una agradable novedad pues lo que nosotros habíamos recibido era una concepción completamente negativa del mismo. Hasta el punto de que la respuesta del Catecismo sobre “los enemigos del alma era: mundo, demonio y carne”. El cambio no sólo fue novedosos sino espectacular: “Tiene ante sí la Iglesia mundo, esto es, la entera familia humana con el conjunto universal de las realidades entre las que esta vive; el mundo teatro de la historia humana, con sus afanes, fracasos y victorias; el mundo que los cristianos creen fundado y conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo, crucificado y resucitado, roto el poder del demonio, para que el mundo se transforme según el propósito divino y llegue a su consumación” (GS. 2.b). Reconoce un vínculo entre la Iglesia y el mundo: “La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia”, la razón es que “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón” (GS. 1). Contempla al mundo como una realidad amada por Dios (Jn. 3, 16) ante la que pone todo su poder salvador que, conducida por el Espíritu Santo, ha recibido de su fundador (GS. 3).
Ese vínculo tiene un origen tanto en el mundo, porque es creado y redimido lo que hace relación directa con la Iglesia, como en la Iglesia misma que, en su Misterio, es constituida en Cristo “como un sacramento, o sea, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" (LG. 1) lo afirma expresamente: “todo el bien que el Pueblo de Dios puede dar a la familia humana al tiempo de su peregrinación en la tierra, deriva de que la Iglesia es sacramento universal de salvación que manifiesta, y al mismo tiempo realiza el misterio del amor de Dios al hombre” (GS. 45. a).
Esta relación amigable, cercana y dialogante que expresa el Concilio, presenta algunas importantes novedades además de la señalada como fundamento. ¿Cuáles podemos destacar?
a.- Lo verdaderamente nuevo es el espíritu y talante con los que enfrenta esta relación. Más que el recurso a una ley natural es la problemática de la existencia humana –iluminada por la fe- un método nuevo de la autoridad eclesial junto con el diálogo con los demás. Sólo dos veces recurre a la ley natural, por ello no habla –salvo en cuestiones de fe- en todo autoritario y magistral como en otros documentos del Magisterio donde se hablaba de la problemática humana y social como si todo se derivase directamente de una clarísima ley natural. El tono es bastante más modesto. Esto, posteriormente, en diversas e importantes cuestiones, no se ha tenido muy en cuenta.
b.- De la naturaleza humana habla no de una forma teórica abstracta sino desde la vocación y tarea de la misma. Con lo que se contempla al hombre más que como una naturaleza seriada, como una auténtica existencia histórica, con toda la problemática y limitaciones que conlleva la historia. Esto tampoco se ha tenido muy en cuenta, al menos en la predicación y escritos pastorales y en la mentalidad del cristiano medio, donde se sigue considerando al hombre como una naturaleza seriada –estandarizada- envasada en unos sujetos iguales, como se envasan los refrescos en unos idénticos envases.
c.- Hasta el Concilio era lo más frecuente sostener, mirar y valorar lo que la Iglesia ofrecía y daba al mundo. El Concilio sostiene -¡por primera vez!- que la Iglesia recibe también muchas cosas del mundo: “tiene así mismo la firme persuasión de que el mundo, a través de las personas individuales y de toda la sociedad humana, con sus cualidades y actividades, puede ayudarla mucho y de múltiples maneras en la preparación del Evangelio” (G.S 40); “De igual manera, la Iglesia reconoce los muchos beneficios que ha recibido de la evolución histórica del género humano” (G.S 44). Este reconocimiento no está solamente cuando la sociedad –mundo- dice amén a lo que enseña o quiere la Iglesia “la iglesia reconoce agradecida que, tanto en el conjunto de su comunidad como en cada uno de sus hijos, recibe ayuda variada de parte de los hombres de toda clase y condición”… “más aún, la Iglesia confiesa que le han sido de mucho provecho y le pueden ser todavía de provecho la oposición y aún la persecución de sus contrarios” (GS. 44).
d.- Sobre el futuro escatológico del hombre y mundo el Concilio ha sido muy parco. Recoge sólo aquello de lo que tiene verdadera seguridad. Afirma que el mundo es mundo del hombre y que la corporeidad humana debe participar en la transfiguración que producirá la vida divina. Pero respecto de cómo sucederán estas cosas afirma que no lo sabemos (GS. 39). Todo lo cual, por una parte, reafirma la unidad substancial del ser humano. Su cuerpo no es pura biología, es humano, consiguientemente visibilización de todo el hombre y con todo el hombre será cuerpo resucitado. Por otra parte aborda un tema antes olvidado en las escatologías al uso, siendo la primera vez que en un documento conciliar se habla del futuro del mundo, de su transformación en nuevos cielos y nueva tierra, de su continuidad con este mundo (GS. 36 b). La suerte del universo está ligada a la del hombre, hay una continuidad entre este mundo y el futuro. De aquí nace la obligatoriedad del compromiso temporal de los cristianos, en definitiva de la nueva creación.
e.- Acepta el Concilio la idea de una secularidad cristiana, consiguientemente la autonomía de lo mundano en sus propios límites y la necesidad del compromiso de los cristianos en la organización temporal de su existencia en el mundo. Es más, que en esto pueda consistir su religiosidad, no se da ruptura entre la vida en el mundo y la religión. Consecuencia de ello ha sido también la amistosa separación de la Iglesia y el Estado. Todo esto no ha calado en la generalidad de los cristianos y también de bastantes pastores. Teóricamente sí, y se escriben preciosos documentos sobre todo ello, pero en la vida del cristiano medio hay que decir que no. Ejemplo es que la fe y la religiosidad se polariza y se vive en torno a los templos y sus aledaños, el mundo del trabajo, las profesiones, el deporte, etc. corren al margen. Otro ejemplo que lo pone de manifiesto es la política. Casi siempre muy criticada pero con una ausencia considerable de dirigentes cristianos auténticos y el desentendimiento práctico de la generalidad.
f.- Cuando habla del matrimonio y la familia ha sido también novedoso. Habla del amor como algo que pertenece a la esencia del matrimonio y es el principio ético que informa todo el matrimonio y la familia. Supera la polémica, antes habitual, sobre los fines del matrimonio, el amor es amor creador y fundamento del hogar. Sus principios éticos normativos de la vida conyugal nos pone el valor personal del hombre y la índole misma de la experiencia sexual como expresión de amor, dentro siempre de un contexto de amor y ordenada a la creación de un hogar digno del hombre. Por eso la tan debatida cuestión sobre el número de hijos –preocupación permanente de los matrimonios en el pre-concilio- no es cuestión ni del Estado ni propiamente de la Iglesia y de sus pastores, quienes deben decidirla, son únicamente los esposos quienes, según su conciencia, en la presencia de Dios y su voluntad los que deben decidir. Como se ve es también, por primera vez en la historia, que la Iglesia haya defendido una moral conyugal nada espiritualista según la cual el cuerpo, y todo lo que a él atañe, es cuerpo humano y no solo pura biología. Aquí también se muestra lo lejos que andamos de estas aportaciones del Concilio, salvo en los cristianos más formados y comprometidos. La separación entre amor y sexo, la limitación del número de hijos por puro egoísmo, el rechazo del matrimonio en las parejas, la aceptación de las relaciones homosexuales y la aceptación del mal llamado matrimonio homosexual… son más que iniciativas.
g.- Parcialmente novedoso es que cuando nos habla del derecho de propiedad privada lo hace proclamando, en primerísimo lugar, el destino universal y social de los bienes terrenos. “Jamás debe perderse de vista este destino universal de los bienes”… “el hombre al usarlos, no debe tener las cosas exteriores que legítimamente posee, como exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de que no le aprovechen solamente a él, sino también a los demás” (GS. 69). “La misma propiedad privada tiene también por su misma naturaleza, una índole social cuyo fundamento reside en el destino común de los bienes” (GS. 71). Tanto el capitalismo como el colectivismo han sido superados por el Concilio. Aquí también el contraste con la realidad circundante es verdaderamente desalentador. El derecho de propiedad, reconocido por el Concilio con las limitaciones expuestas, sigue considerándose como un derecho absoluto: con lo mío hago lo que quiero. Es cierto que en campañas de ayuda en acontecimientos puntuales hay más solidaridad y se suele compartir por lo menos algo de lo que se tiene. Pero la conciencia de que el peso de los pobres tiene que ser un peso compartido y de una forma constante por todos, eso no ha entrado todavía en la mentalidad de una gran mayoría de cristianos. Mucho menos el carácter social y universal de los bienes terrenos. A muchos le resultó escandaloso que el Concilio, recurriendo a los Santos Padres, y que también lo enseñaba la moral preconciliar, dijera: “quienes (y los santos padres) enseñaron que los hombres están obligados a ayudar a los pobres y, por cierto, no sólo con los bienes superfluos. Quien se halla en situación de necesidad extrema tiene derecho a tomar de la riqueza ajena lo necesario para sí” (GS. 69).
h.- Reconoce el Concilio expresamente la libertad cultural y la investigación “la cultura tiene siempre necesidad de una justa libertad para desarrollarse y de una legítima autonomía en el obrar según sus propios principios” (GS. 59 b). Por lo cual “reconociendo esta justa libertad, la Iglesia afirma la autonomía legítima de la cultura humana, y especialmente la de la ciencia” (GS 59 c), pidiendo a las universidades católicas que procuren organizarse “de modo que cada disciplina se cultive según sus propios principios, sus propios métodos y la propia libertad de investigación científica” (GS 10 a). A esta luz conviene preguntarse ¿por qué los miedos existentes a la investigación teológica que no sea mera repetición del Magisterio?, ¿por qué los actuales cancerberos del dogma no dejan en paz a quienes investigan la verdad, o dicen lo mismo pero de forma más comprensible, o abren caminos que profundizan las verdades y las presentan de forma más asequible a la cultura y la vida actuales?
9ª.- ¿Liturgia de clérigos o de todos?
Antes del Concilio la consideración más común de los cristianos era que lo que atañía a la Liturgia era asunto de los curas, ellos sólo eran los fieles, los feligreses o la clientela. A esto también le dio la vuelta el Concilio en la Constitución Sacrosanctum Concilium. El sujeto de la celebración litúrgica es el Pueblo de Dios, por tanto no atañe sólo al sacerdote sino a toda la comunidad cristiana, jerárquicamente organizada, donde cada uno tiene su lugar y cumple su función. Esta visión supone la desclericalización de la Liturgia. Es una consecuencia concreta de la visión de la Iglesia como Pueblo de Dios.
Esta concepción comunitaria explica y hace comprender mejor otros aspectos renovadores que nos ha traído el Concilio en este terreno de la Liturgia. Así la restauración de la lengua vernácula, la aceptación de la comunión bajo las dos especies y la concelebración. Han sido auténticas novedades aunque tuvieran su origen y también su práctica en la antigüedad cristiana pero que, después, se abandonaron. Ahora se vuelve a la práctica anterior porque lo que teníamos era ya insostenible.
Como el latín normalmente ya sólo lo entendía el cura convertía a todos los demás en meros asistentes que ocupaban el tiempo con devocionarios, rezos o meditación en el mejor de los casos. También en entretenimiento, si había canto, con motetes que muchas veces no tenían nada que ver con la parte correspondiente en la estaba el sacerdote. Cuando la misa era cantada solía ser en latín, generalmente en gregoriano, en las que era mejor no fijarse o escuchar la letra pues los disparates eran fenomenales al no entender lo que se cantaba. Estas cosas también eran habituales en las celebraciones de los demás sacramentos. Con la Sacrosanctum Concilium y la posterior aprobación y edición de los diversos rituales muchas cosas se arreglaron y, desde luego, se ha ganado en la comprensión y vivencia de los sacramentos particularmente de la Eucaristía.
Pero las reformas no gustaron a los más conservadores y tradicionalistas, incluso algunos se situación frente a las reformas. Quizá el caso más significativo fue el de la reacción de Mns. Lefebre y la Fraternidad Sacerdotal de san Pio X. Aunque mediáticamente el asunto se polarizó en una cuestión puramente litúrgica –si el misal de san Pio V revisado por Juan XXIII o el misal de Pablo VI- hay que decir claramente que esto ni ha sido ni es así. La cuestión, aunque tiene su vertiente litúrgica, es esencialmente doctrinal. En el Manifiesto de dicho monseñor se dicen cosas como estas: “nos negamos y nos hemos negado siempre a seguir la Roma de tendencia modernista y neoprotestante que se manifestó claramente en el Concilio Vaticano II y, después del Concilio, en todas las reformas que de este salieron… Habiendo salido esta reforma del liberalismo y del modernismo, está totalmente envenenada; sale de la herejía y desemboca en la herejía, incluso si todos sus actos no son formalmente heréticos” (2). Su posicionamiento y el de sus seguidores es doctrinal, con rechazo expreso de las enseñanzas del Concilio, como a la colegialidad episcopal acusando a la Iglesia de conciliarista, radicalmente en contra del espíritu ecuménico acusándolo de neoprotestantismo; con una actitud desobediente y contraria a la autoridad papal y su magisterio; su visión contraria de la actividad misionera y a la libertad religiosa… Con todo esto en la base, la cuestión no está si aceptar el nuevo misal o seguir con el antiguo, sino, aunque incluya estos aspectos, en aceptar la doctrina del Vaticano II o la que ellos sostienen. Consiguientemente, si todo lo andado y ganado beneficiosamente en estos cincuenta años ha sido fruto de la acción del Espíritu Santo o una equivocación de toda la Iglesia, -¡una herejía!- de todos sus pastores reunidos en Concilio y seguida fielmente por todo el Pueblo de Dios. Hechas estas aclaraciones, nos sorprenden las actitudes de algunos fieles, impulsadas por algunos pastores, de volver atrás en las celebraciones litúrgicas a la praxis antigua y el uso del latín sintiéndose apoyados por el mismo magisterio que les permite el rito antiguo, bastando que lo autorice su párroco o sacerdote (no el obispo que es en quien deposita esta función expresamente el Concilio: “cada obispo es el moderador de la liturgia en la propia diócesis” (SC. 22). Repetimos que esto no puede reducirse a si este rito sí y el otro no, es una cuestión doctrinal y de praxis eclesial de imprevisibles consecuencias tanto doctrinales como pastorales. Los sacerdotes nos sentimos muy limitados, e incluso amenazados, pues basta que así lo quiera un grupo suficiente de personas, a quienes lo primero que habría que exigirles para autorizárselo sería que supieran latín, no sólo que les guste el gregoriano y el olor a incienso. Es cada vez más frecuente encontrarnos con fieles que quieren recibir la comunión no sólo en la boca –que pueden hacerlo- sino arrodillados aunque no haya reclinatorio, otros que hacen genuflexión antes y después de comulgar, otros que hacen unas reverencias que ni los querubines en el cielo…
Debemos recordar que el Concilio no determinó nada respecto de muchas de estas cosas, lo dejó a las Conferencias Episcopales para su desarrollo posterior. La nuestra dejó, por ejemplo, libertad a cada fiel para comulgar en la mano o en la boca, lo cual debiera respetarse por todos, sea el papa quién celebre o cualquier sacerdote. El Ordo Misae señala al respecto que “todo esto… debe también constituir una unidad íntima y coherente, a través de la cual se vea con claridad la unidad de todo el pueblo santo" (nº 257). Señala, en todas las formas de comunión, que “los que comulgan se acercan uno a uno, hacen la debida reverencia y permanecen en pié ante el sacerdote” (nº 246, 247 y otros). No indica que la “debida reverencia” sea la genuflexión, cosa que sí indica para la consagración si el lugar lo permite. De todos modos el criterio fundamental que sigue el Ordo es el de la unidad: “esta unidad se hace hermosamente visible cuando los fieles observan comunitariamente los mismo gesto y actitudes corporales" (nº 63). Es decir, que prima siempre lo que hace la Comunidad reunida en asamblea litúrgica, sobre cualquier devoción o interpretación particular. Si todos, pastores y fieles, nos atuviéramos a lo que el Ordo nos manifiesta no veríamos el espectáculo que algunas comunidades nos brindan y cesarían los pretendidos derechos que algunos se atribuyen en las celebraciones, debiendo prevalecer siempre la renovada concepción comunitaria de la liturgia que ha establecido el Concilio.
a.- Recordando los beneficios de este Concilio no podemos pasar por alto, respecto de la liturgia, la restauración hecha de la liturgia de la Palabra, tanto en la generalidad del servicio litúrgico como en el servicio eucarístico de la misma. Lo señala en el establecimiento de celebraciones específicas de la Palabra: “Foméntense las celebraciones sagradas de la Palabra de Dios…” (SC. 35 e), donde “debe haber lecturas de la Sagrada Escritura más abundantes y más apropiadas” (SC 35. B; PO. 4 b). De hecho todos los rituales publicados demandan el uso y proclamación de la Palabra, aunque se celebren privadamente. Aunque se ha ganado mucho en las celebraciones comunitarias, que antes eran privadas, otra vez algunos están volviendo a aquellas formas. Un ejemplo lo tenemos en cómo se ha vuelto en la celebración más personal de la penitencia a lo que se hacía antes de la reforma; se hacen celebraciones durante la eucaristía, no hay proclamación de la Palabra, siguen llegando penitentes a la sacristía, cuando el sacerdote va a salir a celebrar la eucaristía, “me confiese Vd. en un momentito” y, si no lo haces te declaran enemigo de la confesión, etc., etc., etc. El valor de la Palabra en todos estos casos, brilla por su ausencia. Ejemplo de lo contrario era la costumbre que tenía un obispo de comenzar todas las reuniones o actos con la lectura y comentario de un texto bíblico, fue un ejemplo para todos.
b.- Otra aportación importantísima del Concilio, en el caso concreto de la Eucaristía, es el abandono del viejo concepto de sacrificio, común a casi todas las religiones y relacionarlo fundamentalmente con la Pascua. Afirma que desde Pentecostés “la Iglesia nunca ha dejado de reunirse para celebrar el misterio pascual: leyendo “cuanto a Él se refiere en toda la Escritura" (Lc. 24,27), celebrando la Eucaristía, en la cual se hacen de nuevo presentes la victoria y el triunfo de su muerte”… (SC. 6). No abandona la afirmación de Trento de que “en la Misa se ofrece a Dios un sacrificio verdadero y auténtico, no sólo un sacrificio de alabanza y de acción de gracias, ni sólo una mera conmemoración del sacrificio realizado en la cruz, sino un sacrificio propiciatorio” (DZ. 1751) pero la sitúa dentro del Misterio Pascual, donde el sacrificio es visto como el reconocimiento, la ofrenda y la entrega plena de Jesús al designio salvador del Padre. Este designio no está propiamente en el derramamiento de sangre –como era visto en Israel y en otras religiones- sino en el amor sin límites de Dios al hombre, manifestado en Cristo hasta el colmo, hasta sus últimas consecuencias, que conllevó su inmolación física. Esta ofrenda y entrega de Cristo, realizada hasta la inmolación en la cruz, no ha desaparecido en su resurrección, en ella se mantiene la misma ofrenda y entrega que le llevó a la cruz en su existencia histórica, por eso la presencializa en la Eucaristía de una forma gloriosa; por eso es el mismo sacrificio, no repeticiones, pero rescatado de su negatividad y tragicidad pues son parte de su condición gloriosa: “inmolado ya no vuelve a morir, sacrificado vive para siempre” (Rom. 6,34). Desconectar el sacrificio del Misterio Pascual es quedarse solamente en la parte más negativa del Misterio de Cristo, olvidando la positiva que está en su condición gloriosa que era el objetivo y finalidad de su inmolación. Muere para resucitar. Es en este paso esencial –pascua- donde el Concilio inserta el sacrificio eucarístico. Por esto en la vivencia eucarística no nos podemos quedar solo en una de las polaridades del Misterio –sólo la crucifixión o sólo la resurrección- pues es en el dinamismo del paso de la muerte a la vida donde hemos sido introducidos por el bautismo y es plenificado en la Eucaristía.
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(1) CENIEC. Doc. 6,6 – 2,5
(2) Citado por M. Bernal Llorente en Pliego de Vida Nueva nº 2757
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(1) CENIEC. Doc. 6,6 – 2,5
(2) Citado por M. Bernal Llorente en Pliego de Vida Nueva nº 2757
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