domingo, 31 de julio de 2011

Anonimato

     Durante una época de mi vida utilicé a diario medios colectivos de transporte donde nos hacinábamos cientos de personas en un reducido espacio. Es curioso (y resultaría enriquecedor conocer un estudio al respecto) observar las mil formas que tenemos los seres humanos de simular que ni siquiera existen “el otro” o “los otros” que están a nuestro lado. Puedes ir en metro o en autobús tan rodeado de personas que, incluso, te puedes encontrar en contacto físico, ciertamente estrecho, con dos, tres y hasta cuatro individuos absolutamente desconocidos. La actitud “natural” de todos es comportarnos como si viajásemos completamente solos.

     Actualmente vivo en una ciudad en la que, por suerte para mi, el uso del transporte mecánico individual, y mucho más el colectivo, es pura anécdota. Cuando camino por la calle suelo hacerlo ensimismado en mi propio pensamiento. Comprendo a ese, cada vez mayor, número de personas que acostumbran a ir a todos lados con unos auriculares que les produce, generalmente, el efecto contrario: eyectarlos bien lejos de su más íntimo pensamiento, borrar del primer plano de su existencia en esos instantes, aquello que su mente o su corazón quisiera insinuarles. Los comprendo, sí, pero sería incapaz de hacerlo yo mismo.

     Nos cruzamos con muchísimas personas con las que solo tenemos una cosa en común: nuestro respectivo anonimato. Generalmente no conocemos sus nombres, sus vidas, sus circunstancias. Ignoramos qué constituye una alegría para ellos o qué los entristece; desconocemos las pormenores personales por los que están pasando, tanto ellos como los seres a los que aman. Hasta su nombre permanece oculto para nosotros. Tan es así nuestra ignorancia mutua que, si nuestros ojos llegan a encontrarse, tratamos de desviar la mirada a cualquier otro lugar. ¿Porqué?. Porque mirarse es decirse, y decirse, comunicarse, revelar una parte, por ínfima que sea, de nosotros mismos.

     Salir del anonimato y poder decir “” y “yo” supone dar comienzo al reconocimiento de nuestra existencia mutua con una implicación personal. Ello es la fuente de las alegrías más profundas del ser humano, aunque también puede serlo de las más violentas guerras.

     La comunicación del ser humano con sus semejantes (utilizando el término “comunicación” en su sentido más estricto) supone acoger y compartir la realidad del otro en nosotros y ofrecer nuestra propia realidad para que sea compartida por ellos. Para lograrlo es preciso salir de nuestro anonimato y abrir el corazón para escuchar con él a los que están a nuestro lado. Esa escucha cordial, en la que ninguna predisposición acoge la palabra dicha por nuestro semejante, exige, utilizando una frase del Patriarca Atenágoras, “desarmarse de la voluntad de tener razón y de descalificar a los demás”.

     Vivimos en unos momentos en que los seres humanos parecemos enrocados en un inamovible deseo de permanecer en el anonimato mutuo. Creo que es producto del miedo que nos da abrir nuestro corazón al otro y del pánico que nos produce el llegar a sentirnos parte de la vida de nuestros semejantes. Preferimos mantenernos firmes en estas posiciones que nos proporcionan una sensación de seguridad. Pero, ¡a qué precio!

     Creo que, si alguien lee estas líneas, quizá tenga la oportunidad de disfrutar del texto completo del Patriarca Atenágoras del que he extraído la frase transcrita más arriba.
Hay que hacer la guerra más dura
contra sí mismo, hay que lograr desarmarse.
Yo hice esa guerra durante años y fue muy terrible,
pero ahora ya estoy desarmado.
Ya no tengo miedo de nada.
Estoy desarmado de la voluntad de tener razón,
de justificarme descalificando a los otros.
Ya no estoy a la defensiva,
celosamente crispado sobre mis riquezas.
Acojo y comparto,
no me aferro especialmente a mis ideas, a mis proyectos.
Si me presentan mejores, o, más bien,
no mejores sino simplemente buenos,
los acepto sin pesares.
Ya renuncié a comparar;
lo que es bueno, verdadero, real,
es siempre para mí lo mejor.
Por eso ya no tengo más miedo.
Si uno se desarma, si uno se despoja,
si uno se abre al Dios–hombre,
que hace todas las cosas nuevas,
entonces Él borra el pasado malo
y nos devuelve un tiempo nuevo donde todo es posible.

Miedo a Jesús

(Reflexión a Mt. 14, 22-33)

     Mateo ha recogido el recuerdo de una tempestad vivida por los discípulos en el mar de Galilea para invitar a sus lectores a escuchar, en medio de las crisis y conflictos que se viven en las comunidades cristianas, la llamada apremiante de Jesús a confiar en él.

     El relato describe de manera gráfica la situación. La barca está literalmente «atormentada por las olas», en medio de una noche cerrada y muy lejos de tierra. Lo peor es ese «viento contrario» que les impide avanzar. Hay algo, sin embargo, más grave: los discípulos están solos; no está Jesús en la barca.

     Cuando se les acerca caminando sobre las aguas, los discípulos no lo reconocen y, aterrados, comienzan a gritar llenos de miedo. El evangelista tiene buen cuidado en señalar que su miedo no está provocado por la tempestad, sino por su incapacidad para descubrir la presencia de Jesús en medio de aquella noche horrible.

     La Iglesia puede atravesar situaciones muy críticas y oscuras a lo largo de la historia, pero su verdadero drama comienza cuando su corazón es incapaz de reconocer la presencia salvadora de Jesús en medio de la crisis, y de escuchar su grito: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!».

     La reacción de Pedro es admirable: «Si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua». La crisis es el momento privilegiado para hacer la experiencia de la fuerza salvadora de Jesús. El tiempo privilegiado para sustentar la fe no sobre tradiciones humanas, apoyos sociales o devociones piadosas, sino sobre la adhesión vital a Jesús, el Hijo de Dios.

     El narrador resume la respuesta de Jesús en una sola palabra: «Ven». No se habla aquí de la llamada a ser discípulos de Jesús. Es una llamada diferente y original, que hemos de escuchar todos en tiempos de tempestad: el sucesor de Pedro y los que estamos en la barca, zarandeados por las olas. La llamada a «caminar hacia Jesús», sin asustarnos por «el viento contrario», sino dejándonos guiar por su Espíritu favorable.

     El verdadero problema de la Iglesia no es la secularización progresiva de la sociedad moderna, ni el final de la "sociedad de cristiandad" en la que se ha sustentado durante siglos, sino nuestro miedo secreto a fundamentar la fe sólo en la verdad de Jesucristo.

     No nos atrevemos a escuchar los signos de estos tiempos a la luz del Evangelio, pues no estamos dispuestos a escuchar ninguna llamada a renovar nuestra manera de entender y de vivir nuestro seguimiento a Jesús. Sin embargo, también hoy es él nuestra única esperanza. Donde comienza el miedo a Jesús termina nuestra fe.

José Antonio Pagola

Una Iglesia despierta

30 de noviembre de 2008
(Reflexión Mc. 23, 33 – 37)

     Las primeras generaciones cristianas vivieron obsesionadas por la pronta venida de Jesús. El resucitado no podía tardar. Vivían tan atraídos por él que querían encontrarse de nuevo cuanto antes. Los problemas empezaron cuando vieron que el tiempo pasaba y la venida del Señor se demoraba.

     Pronto se dieron cuenta de que esta tardanza encerraba un peligro mortal. Se podía apagar el primer ardor. Con el tiempo, aquellas pequeñas comunidades podían caer poco a poco en la indiferencia y el olvido. Les preocupaba una cosa: «Que, al llegar, Cristo no nos encuentre dormidos».

     La vigilancia se convirtió en la palabra clave. Los evangelios la repiten constantemente: «vigilad», «estad alerta», «vivid despiertos». Según Marcos, la orden de Jesús no es sólo para los discípulos que le están escuchando. «Lo que os digo a vosotros lo digo a todos: Velad». No es una llamada más. La orden es para todos sus seguidores de todos los tiempos.

     Han pasado veinte siglos de cristianismo. ¿Qué ha sido de esta orden de Jesús? ¿Cómo vivimos los cristianos de hoy? ¿Seguimos despiertos? ¿Se mantiene viva nuestra fe o se ha ido apagando en la indiferencia y la mediocridad?

     ¿No vemos que la Iglesia necesita un corazón nuevo? ¿No sentimos la necesidad de sacudirnos la apatía y el autoengaño? ¿No vamos a despertar lo mejor que hay en la Iglesia? ¿No vamos a reavivar esa fe humilde y limpia de tantos creyentes sencillos?

     ¿No hemos de recuperar el rostro vivo de Jesús, que atrae, llama, interpela y despierta? ¿Cómo podemos seguir hablando, escribiendo y discutiendo tanto de Cristo, sin que su persona nos enamore y trasforme un poco más? ¿No nos damos cuenta de que una Iglesia «dormida» a la que Jesucristo no seduce ni toca el corazón, es una Iglesia sin futuro, que se irá apagando y envejeciendo por falta de vida?

     ¿No sentimos la necesidad de despertar e intensificar nuestra relación con él? ¿Quién como él puede despertar nuestro cristianismo de la inmovilidad, de la inercia, del peso del pasado, de la falta de creatividad? ¿Quién podrá contagiarnos su alegría? ¿Quién nos dará su fuerza creadora y su vitalidad?

José Antonio Pagola

sábado, 30 de julio de 2011

Confianza y responsabilidad

24 de mayo de 2009
(Reflexión a Mc. 16, 15-20)

     Al evangelio original de Marcos se le añadió en algún momento un apéndice donde se recoge este mandato final de Jesús: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación». El Evangelio no ha de quedar en el interior del pequeño grupo de sus discípulos. Han de salir y desplazarse para alcanzar al «mundo entero» y llevar la Buena Noticia a todas las gentes, a «toda la creación».

     Sin duda, estas palabras eran escuchadas con entusiasmo cuando los cristianos estaban en plena expansión y sus comunidades se multiplicaban por todo el Imperio, pero ¿cómo escucharlas hoy cuando nos vemos impotentes para retener a quienes abandonan nuestras iglesias porque no sienten ya necesidad de nuestra religión?

     Lo primero es vivir desde la confianza absoluta en la acción de Dios. Nos lo ha enseñado Jesús. Dios sigue trabajando con amor infinito el corazón y la conciencia de todos sus hijos e hijas, aunque nosotros los consideremos «ovejas perdidas». Dios no está bloqueado por ninguna crisis.

     No está esperando a que desde la Iglesia pongamos en marcha nuestros planes de restauración o nuestros proyectos de innovación. Él sigue actuando en la Iglesia y fuera de la Iglesia. Nadie vive abandonado por Dios, aunque no haya oído nunca hablar del Evangelio de Jesús.

     Pero todo esto no nos dispensa de nuestra responsabilidad. Hemos de empezar a hacernos nuevas preguntas: ¿Por qué caminos anda buscando Dios a los hombres y mujeres de la cultura moderna? ¿Cómo quiere hacer presente al hombre y a la mujer de nuestros días la Buena Noticia de Jesús?

     Hemos de preguntarnos todavía algo más: ¿Qué llamadas nos está haciendo Dios para transformar nuestra forma tradicional de pensar, expresar, celebrar y encarnar la fe cristiana de manera que propiciemos la acción de Dios en el interior de la cultura moderna? ¿No corremos el riesgo de convertirnos, con nuestra inercia e inmovilismo, en freno y obstáculo cultural para que el Evangelio se encarne en la sociedad contemporánea?

     Nadie sabe cómo será la fe cristiana en el mundo nuevo que está emergiendo, pero, difícilmente será «clonación» del pasado. El Evangelio tiene fuerza para inaugurar un cristianismo nuevo.

José Antonio Pagola

viernes, 29 de julio de 2011

Id a Galilea, allí lo veréis

12 de abril de 2009
(Reflexión a Mc. 16, 1-7)

     El relato evangélico que se lee en la noche pascual es de una importancia excepcional. No sólo se anuncia la gran noticia de que el crucificado ha sido resucitado por Dios. Se nos indica, además, el camino que hemos de recorrer para verlo y encontrarnos con él.

     Marcos habla de tres mujeres admirables que no pueden olvidar a Jesús. Son María de Magdala, María la de Santiago y Salomé. En sus corazones se ha despertado un proyecto absurdo que sólo puede nacer de su amor apasionado: «comprar aromas para ir al sepulcro a embalsamar su cadáver».

     Lo sorprendente es que, al llegar al sepulcro, observan que está abierto. Cuando se acercan más, ven a un «joven vestido de blanco» que las tranquiliza de su sobresalto y les anuncia algo que jamás hubieran sospechado.

     «¿Buscáis a Jesús de Nazaret, el crucificado?». Es un error buscarlo en el mundo de los muertos. «No está aquí». Jesús no es un difunto más. No es el momento de llorarlo y rendirle homenajes. «Ha resucitado». Está vivo para siempre. Nunca podrá ser encontrado en el mundo de lo muerto, lo extinguido, lo acabado.

     Pero, si no está en el sepulcro, ¿dónde se le puede ver?, ¿dónde nos podemos encontrar con él? El joven les recuerda a las mujeres algo que ya les había dicho Jesús: «Él va delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis». Para «ver» al resucitado hay que volver a Galilea. ¿Por qué? ¿Para qué?

     Al resucitado no se le puede «ver» sin hacer su propio recorrido. Para experimentarlo lleno de vida en medio de nosotros, hay que volver al punto de partida y hacer la experiencia de lo que ha sido esa vida que ha llevado a Jesús a la crucifixión y resurrección. Si no es así, la «Resurrección» será para nosotros una doctrina sublime, un dogma sagrado, pero no experimentaremos a Jesús vivo en nosotros.

     Galilea ha sido el escenario principal de su actuación. Allí le han visto sus discípulos curar, perdonar, liberar, acoger, despertar en todos una esperanza nueva. Ahora sus seguidores hemos de hacer lo mismo. No estamos solos. El resucitado va delante de nosotros. Lo iremos viendo si caminamos tras sus pasos. Lo más decisivo para experimentar al «resucitado» no es el estudio de la teología ni la celebración litúrgica sino el seguimiento fiel a Jesús.

José Antonio Pagola

jueves, 28 de julio de 2011

La Cena del Señor

14 de junio de 2009
(Reflexión a Mc. 14, 12-16. 22-26)

     Los estudios sociológicos lo destacan con datos contundentes: los cristianos de nuestras iglesias occidentales están abandonando la misa dominical. La celebración, tal como ha quedado configurada a lo largo de los siglos, ya no es capaz de nutrir su fe ni de vincularlos a la comunidad de Jesús.

     Lo sorprendente es que estamos dejando que la misa «se pierda» sin que este hecho apenas provoque reacción alguna entre nosotros. ¿ No es la eucaristía el centro de la vida cristiana? ¿ Cómo podemos permanecer pasivos, sin capacidad de tomar iniciativa alguna? ¿Por qué la jerarquía permanece tan callada e inmóvil? ¿Por qué los creyentes no manifestamos nuestra preocupación con más fuerza y dolor?

     La desafección por la misa está creciendo incluso entre quienes participan en ella de manera responsable e incondicional. Es la fidelidad ejemplar de estas minorías la que está sosteniendo a las comunidades, pero podrá la misa seguir viva sólo a base de medidas protectoras que aseguren el cumplimiento del rito actual?

     Las preguntas son inevitables: ¿No necesita la Iglesia en su centro una experiencia más viva y encarnada de la cena del Señor, que la que ofrece la liturgia actual? ¿Estamos tan seguros de estar haciendo hoy bien lo que Jesús quiso que hiciéramos en memoria suya?

     ¿Es la liturgia que nosotros venimos repitiendo desde siglos la que mejor puede ayudar en estos tiempos a los creyentes a vivir lo que vivió Jesús en aquella cena memorable donde se concentra, se recapitula y se manifiesta cómo y para qué vivió y murió Jesús? ¿Es la que más nos puede atraer a vivir como discípulos suyos al servicio de su proyecto del reino del Padre?

     Hoy todo parece oponerse a la reforma de la misa. Sin embargo, cada vez será más necesaria si la Iglesia quiere vivir del contacto vital con Jesucristo. El camino será largo. La transformación será posible cuando la Iglesia sienta con más fuerza la necesidad de recordar a Jesús y vivir de su Espíritu. Por eso también ahora lo más responsable no es ausentarse de la misa sino contribuir a la conversión a Jesucristo.

José Antonio Pagola

miércoles, 27 de julio de 2011

Convicciones cristianas

15 de noviembre de 2009
(Reflexión a Mc. 13, 24-32)

    Poco a poco iban muriendo los discípulos que habían conocido a Jesús. Los que quedaban, creían en él sin haberlo visto. Celebraban su presencia invisible en las eucaristías, pero ¿cuándo verían su rostro lleno de vida? ¿cuándo se cumpliría su deseo de encontrarse con él para siempre?

    Seguían recordando con amor y con fe las palabras de Jesús. Eran su alimento en aquellos tiempos difíciles de persecución. Pero, ¿cuándo podrían comprobar la verdad que encerraban? ¿No se irían olvidando poco a poco? Pasaban los años y no llegaba el Día Final tan esperado, ¿qué podían pensar?

     El discurso apocalíptico que encontramos en Marcos quiere ofrecer algunas convicciones que han de alimentar su esperanza. No lo hemos de entender en sentido literal, sino tratando de descubrir la fe contenida en esas imágenes y símbolos que hoy nos resultan tan extraños.

     Primera convicción. La historia apasionante de la Humanidad llegará un día a su fin. El «sol» que señala la sucesión de los años se apagará. La «luna» que marca el ritmo de los meses ya no brillará. No habrá días y noches, no habrá tiempo. Además, «las estrellas caerán del cielo», la distancia entre el cielo y la tierra se borrará, ya no habrá espacio. Esta vida no es para siempre. Un día llegará la Vida definitiva, sin espacio ni tiempo. Viviremos en el Misterio de Dios.

     Segunda convicción. Jesús volverá y sus seguidores podrán ver por fin su rostro deseado: «verán venir al Hijo del Hombre». El sol, la luna y los astros se apagarán, pero el mundo no se quedará sin luz. Será Jesús quien lo iluminará para siempre poniendo verdad, justicia y paz en la historia humana tan esclava hoy de abusos, injusticias y mentiras.

     Tercera convicción. Jesús traerá consigo la salvación de Dios. Llega con el poder grande y salvador del Padre. No se presenta con aspecto amenazador. El evangelista evita hablar aquí de juicios y condenas. Jesús viene a «reunir a sus elegidos», los que esperan con fe su salvación.

     Cuarta convicción. Las palabras de Jesús «no pasarán». No perderán su fuerza salvadora. Han de de seguir alimentando la esperanza de sus seguidores y el aliento de los pobres. No caminamos hacia la nada y el vacío. Nos espera el abrazo con Dios.

José Antonio Pagola

martes, 26 de julio de 2011

Los pobres nos evangelizan

8 de noviembre de 2009
(Reflexión a Mc. 12, 38-44)

     El contraste entre las dos escenas es total. En la primera, Jesús pone a la gente en guardia frente a los escribas del templo. Su religión es falsa: la utilizan para buscar su propia gloria y explotar a los más débiles. No hay que admirarlos ni seguir su ejemplo. En la segunda, Jesús observa el gesto de una pobre viuda y llama a sus discípulos. De esta mujer pueden aprender algo que nunca les enseñarán los escribas: una fe total en Dios y una generosidad sin límites.

     La crítica de Jesús a los escribas es dura. En vez de orientar al pueblo hacia Dios buscando su gloria, atraen la atención de la gente hacia sí mismos buscando su propio honor. Les gusta «pasearse con amplios ropajes» buscando saludos y reverencias de la gente. En la liturgia de las sinagogas y en los banquetes buscan «los asientos de honor» y «los primeros puestos ».

     Pero hay algo que, sin duda, le duele a Jesús más que este comportamiento fatuo y pueril de ser contemplados, saludados y reverenciados. Mientras aparentan una piedad profunda en sus «largos rezos » en público, se aprovechan de su prestigio religioso para vivir a costa de las viudas, los seres más débiles e indefensos de Israel según la tradición bíblica.

     Precisamente, una de estas viudas va a poner en evidencia la religión corrupta de estos dirigentes religiosos. Su gesto ha pasado desapercibido a todos, pero no a Jesús. La pobre mujer solo ha echado en el arca de las ofrendas dos pequeñas monedas, pero Jesús llama enseguida a sus discípulos pues difícilmente encontrarán en el ambiente del templo un corazón más religioso y más solidario con los necesitados.

     Esta viuda no anda buscando honores ni prestigio alguno; actúa de manera callada y humilde. No piensa en explotar a nadie; al contrario, da todo lo que tiene porque otros lo pueden necesitar. Según Jesús, ha dado más que nadie, pues no da lo que le sobra, sino «todo lo que tiene para vivir».

     No nos equivoquemos. Estas personas sencillas, pero de corazón grande y generoso, que saben amar sin reservas, son lo mejor que tenemos en la Iglesia. Ellas son las que hacen el mundo más humano, las que creen de verdad en Dios, las que mantienen vivo el Espíritu de Jesús en medio de otras actitudes religiosas falsas e interesadas. De estas personas hemos de aprender a seguir a Jesús. Son las que más se le parecen.

José Antonio Pagola

lunes, 25 de julio de 2011

Curarnos la ceguera

25 de octubre de 2009
(Reflexión a Mc. 10, 46-52)

     ¿Qué podemos hacer cuando la fe se va apagando en nuestro corazón? ¿Es posible reaccionar? ¿Podemos salir de la indiferencia? Marcos narra la curación del ciego Bartimeo para animar a sus lectores a vivir un proceso que pueda cambiar sus vidas.

     No es difícil reconocernos en la figura de Bartimeo. Vivimos a veces como «ciegos», sin ojos para mirar la vida como la miraba Jesús. «Sentados», instalados en una religión convencional, sin fuerza para seguir sus pasos. Descaminados, «al borde del camino» que lleva Jesús, sin tenerle como guía de nuestras comunidades cristianas.

     ¿Qué podemos hacer? A pesar de su ceguera, Bartimeo «se entera» de que, por su vida, está pasando Jesús. No puede dejar escapar la ocasión y comienza a gritar una y otra vez: «ten compasión de mí». Esto es siempre lo primero: abrirse a cualquier llamada o experiencia que nos invita a curar nuestra vida.

     El ciego no sabe recitar oraciones hechas por otros. Sólo sabe gritar y pedir compasión porque se siente mal. Este grito humilde y sincero, repetido desde el fondo del corazón, puede ser para nosotros el comienzo de una vida nueva. Jesús no pasará de largo.

     El ciego sigue en el suelo, lejos de Jesús, pero escucha atentamente lo que le dicen sus enviados:«¡Ánimo! Levántate. Te está llamando». Primero, se deja animar abriendo un pequeño resquicio a la esperanza. Luego, escucha la llamada a levantarse y reaccionar. Por último, ya no se siente solo: Jesús lo está llamando. Esto lo cambia todo.

     Bartimeo da tres pasos que van a cambiar su vida. «Arroja el manto» porque le estorba para encontrarse con Jesús. Luego, aunque todavía se mueve entre tinieblas, «da un salto» decidido. De esta manera «se acerca» a Jesús. Es lo que necesitamos muchos de nosotros: liberarnos de ataduras que ahogan nuestra fe; tomar, por fin, una decisión sin dejarla para más tarde; y ponernos ante Jesús con confianza sencilla y nueva.

     Cuando Jesús le pregunta qué quiere de él, el ciego no duda. Sabe muy bien lo que necesita: «Maestro, que pueda ver». Es lo más importante. Cuando uno comienza a ver las cosas de manera nueva, su vida se transforma. Cuando una comunidad recibe luz de Jesús, se convierte.

José Antonio Pagola

domingo, 24 de julio de 2011

Contemplar


     Llevo un montón de años levantándome a horas a las que muchos se van a la cama y la mayor parte de las personas se encuentran sumidas en la parte más profunda del sueño reparador. Siempre me ha gustado madrugar. Ello me ha proporcionado la oportunidad de vivir intensamente esos primerísimos momentos del día en que en las calles de la ciudad reina, generalmente, un silencio profundo.

     Silencio en la calle. Silencio, también, dentro de mí.

     Me encanta disponer, al inicio de cada día, de entre cuatro y cinco horas para poder estar a solas conmigo. La oscuridad exterior y la ausencia de ruidos me permiten hacer también un silencio interior profundo para que los oídos de mi alma puedan estar en disposición de escuchar lo que Aquel que sé que mora en mi quiera decirme. Son horas de contemplación. De contemplación de lo que ni precisa ser oído ni necesita ser visto.

     Hace mucho tiempo, cuando comencé a madrugar para tener estos espacios propios, sentí con frecuencia la necesidad de llenar los minutos con lecturas o escribiendo. El paso de los años me ha enseñado a estar. Simplemente a estar: lo que un buen amigo denomina “dejar de hacer” para “dejarse hacer”.

     Puedo asegurar que los momentos más luminosos de mi vida han tenido lugar en esas madrugadas silenciosas en las que no se requiere otro esfuerzo que la atención al interior de uno mismo donde están, desde siempre, todas las respuestas a todas las dudas. Solo es preciso estar en paz y atento al momento en que cada una de ellas va surgiendo. Las respuestas a tantas preguntas que muchas veces ni nos atrevemos a formularnos, están ahí. Si les damos tiempo y silencio, ellas solas se presentarán ante nosotros.

     Qué duda cabe que, en ocasiones, la serenidad interior se encuentra alterada por los diversos acontecimientos de la vida. Sí es momento, entonces, de compartir el silencio con la confidencia que algún buen amigo haya dejado plasmada en sus escritos en los que “se dice”, en los que comparte sus pensamientos más intensos e íntimos. En tales ocasiones, más que leer, escucho. Dejo que, a través de las páginas del libro y en la confidencia de la noche, ese amigo me cuente qué le ha hecho vibrar, qué le ha hecho sentir esas emociones personales y profundas que convirtieron su vida en una aventura permanente. Así, Jean Lafrance, Teresa Martín, Rafael Arnáiz, Romano Guardini, Juan de la Cruz, Jaime Boada y algunos otros me permiten ser parte de sus vidas, haciendo míos los mejores y más profundos momentos vividos por ellos. No leo escritos que relaten el pensamiento del autor. Solo aquéllos en los que cuentan qué han vivido y cómo han sentido ese vivir.

     La experiencia personal de esos amigos a los que aludo nunca me ha animado a imitar sus vidas. Lo que ha hecho ha sido abrirme un amplio abanico de sugerencias sobre las que partir para resolver situaciones que se dan en mi propia vida. Así, vivo mi vida a la luz de la experiencia de gente más sabia que yo que me permite ir disponiendo de mi propia luz. Esto me ha permitido siempre gozar de la libertad de elegir mis opciones para transitar la senda de mi propia vida. Tener mis aciertos y cometer mis errores. Y aprender, siempre con paz, tanto de unos como de otros.

     La vida me ha enseñado (o, mejor, me está enseñando) a dejar que fluya con serenidad toda la sabiduría que está en nuestro entorno y en nuestros semejantes. Estoy aprendiendo a mirar en la oscuridad y con los ojos cerrados y a escuchar en el más profundo de los silencios. Estoy aprendiendo a contemplar.


Necesidades de la gente

Domingo, 31 de julio de 2011
(Reflexión a Mt. 14, 13-21)

     Mateo introduce su relato diciendo que Jesús, al ver el gentío que lo ha seguido por tierra desde sus pueblos hasta aquel lugar solitario, «se conmovió hasta las entrañas». No es un detalle pintoresco del narrador. La compasión hacia esa gente donde hay muchas mujeres y niños, es lo que va a inspirar toda la actuación de Jesús.

     De hecho, Jesús no se dedica a predicarles su mensaje. Nada se dice de su enseñanza. Jesús está pendiente de sus necesidades. El evangelista solo habla de sus gestos de bondad y cercanía. Lo único que hace en aquel lugar desértico es «curar» a los enfermos y «dar de comer» a la gente.

     El momento es difícil. Se encuentran en un lugar despoblado donde no hay comida ni alojamiento. Es muy tarde y la noche está cerca. El diálogo entre los discípulos y Jesús nos va revelar la actitud del Profeta de la compasión: sus seguidores no han de desentenderse de los problemas materiales de la gente.

     Los discípulos le hacen una sugerencia llena de realismo: «Despide a la multitud», que se vayan a las aldeas y se compren de comer. Jesús reacciona de manera inesperada. No quiere que se vayan en esas condiciones, sino que se queden junto a él. Esa pobre gente es la que más le necesita. Entonces les ordena lo imposible: «Dadles vosotros de comer».

     De nuevo los discípulos le hacen una llamada al realismo: «No tenemos más que cinco panes y dos peces». No es posible alimentar con tan poco el hambre de tantos. Pero Jesús no los puede abandonar. Sus discípulos han de aprender a ser más sensibles a los sufrimientos de la gente. Por eso, les pide que le traigan lo poco que tienen.

     Al final, es Jesús quien los alimenta a todos y son sus discípulos los que dan de comer a la gente. En manos de Jesús lo poco se convierte en mucho. Aquella aportación tan pequeña e insuficiente adquiere con Jesús una fecundidad sorprendente.

     No hemos de olvidar los cristianos que la compasión de Jesús ha de estar siempre en el centro de su Iglesia como principio inspirador de todo lo que hacemos. Nos alejamos de Jesús siempre que reducimos la fe a un falso espiritualismo que nos lleva a desentendernos de los problemas materiales de las personas.

     En nuestras comunidades cristianas son hoy más necesarios los gestos de solidaridad que las palabras hermosas. Hemos de descubrir también nosotros que con poco se puede hacer mucho. Jesús puede multiplicar nuestros pequeños gestos solidarios y darles una eficacia grande. Lo importante es no desentendernos de nadie que necesite acogida y ayuda.

José Antonio Pagola

DADLES VOSOTROS DE COMER


LECTIO DIVINA (31-07-2011)

Mateo 14:13-21

Al oírlo Jesús, se retiró de allí en una barca, aparte, a un lugar solitario. En cuanto lo supieron las gentes, salieron tras él viniendo a pie de las ciudades.

Al desembarcar, vio mucha gente, sintió compasión de ellos y curó a sus enfermos.

Al atardecer se le acercaron los discíplulos diciendo: «El lugar está deshabitado, y la hora es ya pasada. Despide, pues, a la gente, para que vayan a los pueblos y se compren comida.»

Pero Jesús les dijo: «No tienen por qué marcharse; dadles vosotros de comer.»

Ellos le contestaron: «No tenemos aquí más que cinco panes y dos peces.»

El dijo: «Traédmelos acá.»

Y ordenó a la gente reclinarse sobre la hierba; tomó luego los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición y, partiendo los panes, se los dio a los discípulos y los discípulos a la gente.

Comieron todos y se saciaron, y recogieron de los trozos sobrantes doce canastos llenos.

Y los que habían comido eran unos 5.000 hombres, sin contar mujeres y niños.

Otras Lecturas: Isaías 55:1-3; Salmo 145:8-9, 15-18; Romanos 8:35, 37-39

LECTIO:

El evangelio de hoy se sitúa inmediatamente después del martirio de Juan Bautista  (Mateo 14:1-12). Herodes hace una promesa precipitada en la fi esta de su cumpleaños,  y esto le permite a Herodías, su amante, acallar a Juan de una vez por todas. Juan estaba preso por haber denunciado abiertamente la relación adúltera entre Herodes y la mujer de su hermano. (La legislación judía prohibía expresamente que un hombre se casara con la mujer de su hermano mientras éste vivía: Levítico 18:16, 20:21.)

La muerte de su primo Juan apenó profundamente a Jesús. Es comprensible que quiera pasar cierto tiempo a solas, por lo que se embarca con rumbo a algún lugar en la otra orilla del lago. Pero las gentes no están dispuestas a dejarle solo. Le siguen para obtener más curaciones milagrosas y escuchar su enseñanza poderosa.

Mateo pone de relieve el pesar de Jesús y la compasión que siente por la gente que se esfuerza por seguirle. Su mirada alcanza al interior de sus corazones y no se hace el desentendido (versículo 14).

Al caer la tarde, los discípulos se dan cuenta de que la gente empieza sentir hambre,  pero en un lugar tan apartado no hay sitio alguno donde comprar comida. Por eso sugieren a Jesús que los despida y envía a las aldeas cercanas. La respuesta de Jesús tuvo que dejarles desconcertados: ‘¡Dadles vosotros de comer!’

¿En qué estaría pensando Jesús? Si ni siquiera tienen suficiente comida para ellos mismos. ¿Cómo van a poder dar de comer a toda aquella gente? Es del todo imposible.

Jesús toma los panes y los peces, da gracias a Dios, parte el pan y se produce entonces el milagro: la comida se multiplica sin cesar. Lo suficiente para alimentar a 5.000 hombres, además de a las mujeres y a los niños. Y, además, ¡quedan doce canastas llenas de sobras!

Este es el único milagro que recogen los cuatro evangelistas. Es evidente que Mateo quiere que veamos un paralelismo entre este milagro y el maná, la comida que Dios dio a su pueblo en el desierto bajo la mano de Moisés: pero aquí hay uno más grande que Moisés.

MEDITATIO:

Imagina que fueras testigo ocular de este milagro, primero como uno más de la multitud y, luego, como uno de los discípulos. ¿Qué impacto te habría producido? ¿Cómo habrías reaccionado?

¿Qué lecciones podemos aprender hoy día de este milagro? ¿Somos compasivos? ¿Deberíamos estar más abiertos a la posibilidad de que Dios intervenga de manera milagrosa en algunas ocasiones para demostrar su gloria?

¿Has tenido la experiencia de encontrarte en una situación en la que no tenías ni la capacidad ni los recursos para satisfacer una necesidad, pero intervino Dios?

ORATIO:

El Salmo 145:8-18 nos recuerda la compasión y el amor eterno de Dios. También nos dice que Dios está cerca de quienes le llaman de todo corazón. ¿Qué oración brota de tu corazón? ¿De qué tienes hambre? Tómate tu tiempo para ofrecer esa hambre a Dios.  Y deja que las palabras del salmo te traigan consuelo mientras oras.

CONTEMPLATIO:

‘Dadles vosotros de comer’

Ábrele tu corazón a Dios y pasa cierto tiempo meditando en qué podría significar para ti esa frase. Puede que Dios te revele algo muy concreto en los próximos días o semanas.

Lectio Divina de la Sociedad Bíblica España


sábado, 23 de julio de 2011

Dos actitudes muy de Jesús

20 de septiembre de 2009
(Reflexión a Mc. 9, 30-37)
     El grupo de Jesús atraviesa Galilea camino de Jerusalén. Lo hacen de manera reservada, sin que nadie se entere. Jesús quiere dedicarse enteramente a instruir a sus discípulos. Es muy importante lo que quiere grabar en sus corazones: su camino no es un camino de gloria, éxito y poder. Es lo contrario: conduce a la crucifixión y al rechazo, aunque terminará en resurrección.

     A los discípulos no les entra en la cabeza lo que les dice Jesús. Les da miedo hasta preguntarle. No quieren pensar en la crucifixión. No entra en sus planes ni expectativas. Mientras Jesús les habla de entrega y de cruz, ellos hablan de sus ambiciones: ¿quién será el más importante en el grupo? ¿quién ocupará el puesto más elevado? ¿quién recibirá más honores?
     Jesús «se sienta». Quiere enseñarles algo que nunca han de olvidar. Llama a los Doce, los que están más estrechamente asociados a su misión y los invita a que se acerquen, pues los ve muy distanciados de él. Para seguir sus pasos y parecerse a él han de aprender dos actitudes fundamentales.
     Primera actitud: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y servidor de todos». El discípulo de Jesús ha de renunciar a ambiciones, rangos, honores y vanidades. En su grupo nadie ha de pretender estar sobre los demás. Al contrario, ha de ocupar el último lugar, ponerse al nivel de quienes no tienen poder ni ostentan rango alguno. Y, desde ahí, ser como Jesús: «servidor de todos»
     La segunda actitud es tan importante que Jesús la ilustra con un gesto simbólico entrañable. Pone a un niño en medio de los Doce, en el centro del grupo, para que aquellos hombres ambiciosos se olviden de honores y grandezas, y pongan sus ojos en los pequeños, los débiles, los más necesitados de defensa y cuidado.
     Luego, lo abraza y les dice: «El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí». Quien acoge a un "pequeño" está acogiendo al más "grande", a Jesús. Y quien acoge a Jesús está acogiendo al Padre que lo ha enviado. Un Iglesia que acoge a los pequeños e indefensos está enseñando a acoger a Dios. Una Iglesia que mira hacia los grandes y se asocia con los poderosos de la tierra está pervirtiendo la Buena Noticia de Dios anunciada por Jesús.
José Antonio Pagola

viernes, 22 de julio de 2011

No aferrarnos a tradiciones humanas

30 de agosto de 2009
(Reflexión a Mc. 7, 1-8. 14-15. 21-23)
 
     No sabemos cuándo ni dónde ocurrió el enfrentamiento. Al evangelista solo le interesa evocar la atmósfera en la que se mueve Jesús, rodeado de maestros de la ley, observantes escrupulosos de las tradiciones, que se resisten ciegamente a la novedad que el Profeta del amor quiere introducir en sus vidas.
     Los fariseos observan indignados que sus discípulos comen con manos impuras. No lo pueden tolerar:«¿Por qué tus discípulos no siguen las tradiciones de los mayores?». Aunque hablan de los discípulos, el ataque va dirigido a Jesús. Tienen razón. Es Jesús el que está rompiendo esa obediencia ciega a las tradiciones al crear en torno suyo un "espacio de libertad" donde lo decisivo es el amor.
     Aquel grupo de maestros religiosos no ha entendido nada del reino de Dios que Jesús les está anunciando. En su corazón no reina Dios. Sigue reinando la ley, las normas, los usos y las costumbres marcadas por las tradiciones. Para ellos lo importante es observar lo establecido por "los mayores". No piensan en el bien de las personas. No les preocupa "buscar el reino de Dios y su justicia".
     El error es grave. Por eso, Jesús les responde con palabras duras: «Vosotros dejáis de lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres».
     Los doctores hablan con veneración de "tradición de los mayores" y le atribuyen autoridad divina. Pero Jesús la califica de "tradición humana". No hay que confundir jamás la voluntad de Dios con lo que es fruto de los hombres.
     Sería también hoy un grave error que la Iglesia quedara prisionera de tradiciones humanas de nuestros antepasados, cuando todo nos está llamando a una conversión profunda a Jesucristo, nuestro único Maestro y Señor. Lo que nos ha de preocupar no es conservar intacto el pasado, sino hacer posible el nacimiento de una Iglesia y de unas comunidades cristianas capaces de reproducir con fidelidad el Evangelio y de actualizar el proyecto del reino de Dios en la sociedad contemporánea.
     Nuestra responsabilidad primera no es repetir el pasado, sino hacer posible en nuestros días la acogida de Jesucristo, sin ocultarlo ni oscurecerlo con tradiciones humanas, por muy venerables que nos puedan parecer.
José Antonio Pagola

jueves, 21 de julio de 2011

Dios acoge a los "impuros"

15 de febrero de 2009
 (Reflexión a Mc. 1, 40-45)

     De forma inesperada, un leproso «se acerca a Jesús». Según la ley, no puede entrar en contacto con nadie. Es un «impuro» y ha de vivir aislado. Tampoco puede entrar en el templo. ¿Cómo va a acoger Dios en su presencia a un ser tan repugnante? Su destino es vivir excluido. Así lo establece la ley.

     A pesar de todo, este leproso desesperado se atreve a desafiar todas las normas. Sabe que está obrando mal. Por eso se pone de rodillas. No se arriesga a hablar con Jesús de frente. Desde el suelo, le hace esta súplica: «Si quieres, puedes limpiarme». Sabe que Jesús lo puede curar, pero ¿querrá limpiarlo?, ¿se atreverá a sacarlo de la exclusión a la que está sometido en nombre de Dios?

     Sorprende la emoción que le produce a Jesús la cercanía del leproso. No se horroriza ni se echa atrás. Ante la situación de aquel pobre hombre, «se conmueve hasta las entrañas». La ternura lo desborda. ¿Cómo no va a querer limpiarlo él, que sólo vive movido por la compasión de Dios hacia sus hijos e hijas más indefensos y despreciados?

     Sin dudarlo, «extiende la mano» hacia aquel hombre y «toca» su piel despreciada por los puros. Sabe que está prohibido por la ley y que, con este gesto, está reafirmando la trasgresión iniciada por el leproso. Sólo lo mueve la compasión: «Quiero: queda limpio».

     Esto es lo que quiere el Dios encarnado en Jesús: limpiar el mundo de exclusiones que van contra su compasión de Padre. No es Dios quien excluye, sino nuestras leyes e instituciones. No es Dios quien margina, sino nosotros. En adelante, todos han de tener claro que a nadie se ha de excluir en nombre de Jesús.

     Seguirle a él significa no horrorizarnos ante ningún impuro ni impura. No retirar a ningún «excluido» nuestra acogida. Para Jesús, lo primero es la persona que sufre y no la norma. Poner siempre por delante la norma es la mejor manera de ir perdiendo la sensibilidad de Jesús ante los despreciados y rechazados. La mejor manera de vivir sin compasión.

     En pocos lugares es más reconocible el Espíritu de Jesús que en esas personas que ofrecen apoyo y amistad gratuita a prostitutas indefensas, que acompañan a sidóticos olvidados por todos, que defienden a homosexuales que no pueden vivir dignamente su condición… Ellos nos recuerdan que en el corazón de Dios caben todos.

José Antonio Pagola

miércoles, 20 de julio de 2011

Retirarse a orar

8 de febrero de 2009
(Reflexión a Mc. 1, 29-39)

     En medio de su intensa actividad de profeta itinerante, Jesús cuidó siempre su comunicación con Dios en el silencio y la soledad. Los evangelios han conservado el recuerdo de una costumbre suya que causó honda impresión: Jesús solía retirarse de noche a orar.

     El episodio que narra Marcos nos ayuda a conocer lo que significaba la oración para Jesús. La víspera había sido una jornada dura. Jesús «había curado a muchos enfermos». El éxito había sido muy grande. Cafarnaúm estaba conmocionada: «La población entera se agolpaba» en torno a Jesús. Todo el mundo hablaba de él.

     Esa misma noche, «de madrugada», entre las tres y las seis de la mañana, Jesús se levanta y, sin avisar a sus discípulos, se retira al descampado. «Allí se puso a orar». Necesita estar a solas con su Padre. No quiere dejarse aturdir por el éxito. Sólo busca la voluntad del Padre: conocer bien el camino que ha de recorrer.

     Sorprendidos por su ausencia, Simón y sus compañeros corren a buscarlo. No dudan en interrumpir su diálogo con Dios. Sólo quieren retenerlo: «Todo el mundo te busca». Pero Jesús no se deja programar desde fuera. Sólo piensa en el proyecto de su Padre. Nada ni nadie lo apartará de su camino.

     No tiene ningún interés en quedarse a disfrutar de su éxito en Cafarnaúm. No cederá ante el entusiasmo popular. Hay aldeas que todavía no han escuchado la Buena Noticia de Dios: «Vamos… para predicar también allí».

     Uno de los rasgos más positivos en el cristianismo contemporáneo es ver cómo se va despertando la necesidad de cuidar más la comunicación con Dios, el silencio y la meditación. Los cristianos más lúcidos y responsables quieren arrastrar a la Iglesia de hoy a vivir de manera más contemplativa.

     Es urgente. Los cristianos, por lo general, ya no sabemos estar a solas con el Padre. Los teólogos, predicadores y catequistas hablamos mucho de Dios, pero hablamos poco con él. La costumbre de Jesús se olvidó hace mucho tiempo. En las parroquias se hacen muchas reuniones de trabajo, pero no sabemos retirarnos para descansar en la presencia de Dios y llenarnos de su paz.

     Cada vez somos menos para hacer más cosas. Nuestro riesgo es caer en el activismo, el desgaste y el vacío interior. Sin embargo, nuestro problema no es tener muchos problemas, sino tener la fuerza espiritual necesaria para enfrentarnos a ellos.

 José Antonio Pagola

martes, 19 de julio de 2011

Enseñar


     Ya he comentado que siempre he sabido distinguir entre los que han sido mis “maestros” y los que fueron mis “profesores”. La verdad es que no tenía “mucha ciencia” el asunto: los primeros trataron de enseñarme a vivir; los segundos únicamente me trasladaron conocimientos. Los profesores trataban de transmitirme aquello que habían aprendido estudiando. Los maestros lo que habían aprendido viviendo sus propias vidas.

     A lo largo de mi vida he tenido la oportunidad, en muy diversos ámbitos y circunstancias, de ejercer también yo de “enseñante”. No me atrevo a colgarme etiqueta de maestro o profesor porque lo que haya logrado ser deberían decirlo quienes estuvieron conmigo en mis clases o en mis charlas. Es cierto que siempre traté de transmitir lo que sabía pero siempre intenté hacerlo desde mi propia experiencia personal, nunca desde el puro conocimiento.

     Se que en una buena parte de las ocasiones he logrado captar la atención de mi auditorio por las caras de sus integrantes, entre los que siempre he visto “personas” y nunca “alumnos”. He tenido la suerte de ver en la gente que ha asistido a estos encuentros, charlas o clases, personas deseosas de incorporar a su patrimonio más íntimo aquello que fuera aprovechable de lo que les transmitía. Yo mismo he disfrutado mucho más, con diferencia, cuando el tema a tratar me proporcionaba la oportunidad de “darme”. Y por eso siempre he tratado de compartir con ellos lo más valioso que tengo: yo mismo. Por eso he procurado implicarme en el contenido de cada charla.

     Un conocido mío me dijo una vez que, en los proyectos en común, siempre hay que procurar rodearse de gente que se “implique”, pues no basta con aquéllos que solamente “participan”. Para ilustrarme en la distinción entre una actitud y otra me ponía un ejemplo: en un plato de huevos fritos con chorizo, decía, la gallina participa, pero el cerdo se implica.

     A lo largo de nuestras vidas tenemos infinidad de ocasiones de relacionarnos con los demás y podemos hacerlo con diversa intensidad. Generalmente nos limitamos a participar en el devenir de los acontecimientos y, a ser posible, en la proporción que sea estrictamente necesaria. Implicarse, en estos tiempos en que vivimos, es otro cantar pues suele considerarse peligroso, arriesgado, temerario o indiscreto. ¿Cuántas veces hemos visto a un desconocido llorando y hemos osado acercarnos para, simplemente, decirle: “¿puedo ayudarle en algo?”? Generalmente no lo hacemos. Nos da miedo. Seguramente que podemos dar mil razones para no hacerlo. De ordinario diremos que no es asunto nuestro o el consabido “prefiero no meterme en líos”.

     Sin embargo, a lo largo de la historia de la Humanidad han habido personas que no han dudado en acercarse a ese desconocido al que vieron llorando, o lastimado, o deprimido, o enfermo, o abandonado o, simplemente, necesitado para preguntarle: “¿Puedo ayudarle?”. Son gente a las que reconocemos con facilidad y suelen despertar en nosotros un sentimiento de simpatía. Algunos se han llamado Teresa de Calcuta, Francisco de Asís, Juan Bosco, Federico Ozanam, Vicente Ferrer… Pero hay muchos, muchísimos más con nombres desconocidos. Todos ellos son maestros. Maestros que no comparten lo que saben, sino que comparten lo que viven.

     Posiblemente en el fondo de la mayor parte de los seres humanos exista un deseo de emulación de esas personas que no “dicen”, sino que “se dicen”; que no “dan”, sino que “se dan”.

     Yo también quisiera, algún día, ser como uno de ellos.