miércoles, 26 de enero de 2011

Antípodas

Hace unas semanas pude tomar contacto con una persona con la que hacía más de veinte años con la que no había tenido la oportunidad de charlar. Lo hicimos a través de Facebook, ese instrumento estupendo que sirve para cosas como ésta. (He localizado a un buen amigo por este medio después de 45 años sin saber nada el uno del otro).

Habíamos sido amigos durante la última etapa de la infancia y toda la adolescencia. Pero cuando digo "amigos", estoy diciendo "AMIGOS". De esos que se escriben con mayúsculas, de esos a los que se cuenta todo, de los que te cuentan todo y con los que te desahogas cuando ves que (cosas de la adolescencia) nadie en el mundo te comprende. Excepto él, claro: el amigo.

Mi amigo tenía un mes y siete días más que yo. Nacimos en el mismo año, pero él un 10 de abril y yo un 17 de mayo. Siempre presumió de ser mayor que yo y, aparentando ponerse muy serio, me decía que le debía un respeto por ser el mayor. Yo me ponía muy circunspecto y durante unos minutos le trataba de usted.

Perdimos contacto cuando ambos teníamos 18 años.

Volvimos a coincidir a los 30. Celebramos el reencuentro, nos vimos varias veces y, en una de esas, recordando la infancia y adolescencia, me confesó que en alguna ocasión, allá por los catorce años, se había sentido avergonzado de mí porque yo era bajito (mido 1,60 desde los 14 o 15 años. A pesar de mis estiramientos, carreras, estudios y otros esfuerzos, lo único que me ha crecido en este tiempo han sido los michelines, además de la barba).

Aquello de la vergüenza por ser bajito me resultó simpático. Cosas de la adolescencia, me dije. Pero ya apuntaba a lo que luego diré.

Cuando hace unas semanas volvimos a contactar, tengo que confesar que me hizo verdadera ilusión saber nuevamente de él de modo directo. Había tenido alguna noticia suya por medio de algún familiar pero, reconoceréis conmigo que, como el contacto directo, nada.

Me formuló un par de preguntas sobre mis padres y hermanos, sobre mi mujer y mis hijos y conoció mi "perfil" en Facebook, en el que me "perfilo" católico y diácono permanente, al servicio de los pobres. Tras ello, indicó  que tenía que admitir que el nombre de cada uno le marca de forma indeleble (me llamo Teófilo, que en griego significa "amigo de Dios"),

Tras todo lo anterior, me dijo que él estaba en las Antípodas.

Reconozco que soy un pardillo, porque su afirmación me tomó desprevenido. Yo pensaba que él vivía en Mérida (Badajoz, Extremadura, España), pero no en las Antípodas, o sea, en Australia para nosotros. Desconocía que hubiera emigrado. Es más, por el contacto que había tenido unos meses antes con una de sus hijas nunca sospeché que se hubiera ido tan lejos.

Tras la afirmación a la que acabo de hacer alusión cortó todo contacto de nuevo. Me sorprendió durante un corto periodo de tiempo pero, casi de inmediato, comprendí que la nueva desconexión no era casual.  Se debía a que, de verdad, él estaba en las Antípodas. Pero no en Australia, sino en la forma de ver la vida, de ver al prójimo, de ver a la gente que nos rodea. Y, supongo, que también debía referirse al nombre de ambos.

Así, si yo soy católico, diácono permanente y al servicio de los pobres, él no es ni una cosa ni otra, y ni está o ni se siente al servicio de los pobres. Si yo me llamo Teófilo, que significa "amigo de Dios", él se llama Pedro, que significa "piedra".

Cuando comprendí a qué se refería aquél que un día había sido mi amigo (y del que yo todavía hoy me siento tal) con lo de los Antípodas sentí tristeza. Tristeza por él, porque su actitud podría identificarse con parte de aquello que hoy día hace daño en nuestra sociedad: la intolerancia, la intransigencia, el menosprecio a "lo diferente", la descalificación sistemática de cualquiera que piensa de manera distinta de mí, "que soy el único que está en posesión de la única verdad".

Creo que nuestro mundo está falto de milagros. De milagros que conviertan los corazones de piedra en corazones de carne; de milagros que hagan que las personas veamos en los que tenemos enfrente, no a "los enfrentados", sino a nuestros hermanos; de milagros que nos lleven a entender que los que piensan de manera distinta de la mía son amigos, paisanos, compañeros,  colegas, hermanos que quieren, tanto como yo, el bien de la sociedad en la que estamos integrados, pero simplemente desde una óptica diversa.

Necesitamos milagros que nos lleven a abrir nuestro corazón, para acogerlos en él, a los que viven y piensan de modo diverso a como lo hacemos nosotros.

Necesitamos un milagro que haga que la Tierra deje de ser redonda para que pase a ser plana. De ese modo dejarían de existir las Antípodas. O, mejor, que deje de ser cóncava para que pase a ser convexa, porque de este modo estaríamos más cerca unos de otros y, además, tendríamos la oportunidad de vernos.

jueves, 20 de enero de 2011

Siete regalos baratos

 Hace un par de sábados me encontré una tarjetita sobre una mesa ubicada en una esquina en un sitio público. Las únicas letras mayúsculas que había impresas (las que dan título a esta entrada) me llamaron la atención.

Merece la pena compartir el contenido de la tarjeta con vosotros.

1.- El regalo de escuchar. Sin interrumpir. Prestar atención a lo que te dicen y cómo se siente el que te habla.

 2.- El regalo del cariño. Ser generoso en acciones que demuestran el cariño por tu familia y amigos: besos, abrazos, palmadas en la espalda y apretones de manos.

3.- El regalo de la sonrisa. Llena tu vida de sonrisas.

4.- El regalo de las notas escritas. Esto puede ser desde un simple papelito ("gracias por ayudarme") a una oportuna postal.

5.- El regalo de un cumplido. Un simple y sincero "qué bien te queda el rojo", "has hecho un gran trabajo" o "fue una estupenda comida" puede hacer especial el día a alguien. 

6.- El regalo del favor. Todos los días procura hacer un favor a alguien. Amasarás un tesoro. 

7.- El regalo de la gratitud. La forma más fácil de hacer sentir a la gente es decirle "Muchas gracias". A veces es de justicia; otras, simple cuestión de magnanidad.

jueves, 13 de enero de 2011

If... (Serás hombre)

Allá por 1960 tuve la enorme suerte de tener como maestro (no como "profesor", pues éste es el que enseña la materia que ha estudiado, mientras que el "maestro" enseña la vida, sobre la vida), pues como digo, tuve la suerte de tener como maestro a un buen hombre que aquel año cumplía 50 años.

Éramos en clase un grupo de unos 30 críos de 10 años. Yo a él le veía como un anciano venerable (hoy yo tengo 60 años y me veo un chaval). Recuerdo que el día de su cumpleaños nos decía: "Hoy cumplo 50 años. Fijaros; ¡¡50 años!! ¡¡Medio siglo.....!!!" y sus alumnos decíamos para nuestros adentros ((("Hay que ver, ¡50 años!, es tan viejo como Matusalén")))...

Se llamaba Narciso Puig Megías y conservo de él un gratísimo recuerdo.

Daba una clase semanal y las cuatro primeras semanas las dedicó a dictarnos el precioso poema de Ruyard Kipling que en inglés lleva por título "If..." y que en castellano se ha titulado "Serás hombre". Dictaba una estrofa en cada clase (diez o quince minutos) y dedicaba el resto a explicarnos qué quería decir aquéllo.

El poema que, a buen seguro, muchos de los que leáis esto ya lo conocéis, está lleno de contenido, de un contenido profundo. Me ha acompañado durante estos más de cincuenta años en la misma versión que Don Narciso me la dictó y que es una de las mejores versiones que he visto. Ahí está su musicalidad para demostrarlo.

He tenido ocasión de verlo colgado en despachos de abogados, de médicos, de economistas. Algún conocido mío lo lleva en la cartera. Yo le regalé, hace ya años, una copia enmarcada a cada uno de mis hijos porque creo que quien se decide a vivir atendiendo los sabios consejos de Kipling contribuirá de un modo decidido a que nuestro mundo sea mejor.

Lo copio a continuación porque puede haber alguien que no conociéndolo pueda tomarlo y hacerlo suyo, como yo he intentado hacerlo mío.


Si guardas en tu puesto la cabeza tranquila
cuando todo a tu lado es cabeza perdida.
Si tienes en tí mismo una fe que te niegan
y no desprecias nunca las dudas que ellos tengan.
Si esperas en tu puesto sin fatiga en la espera;
Si, engañado, no engañas.
Si no buscas más odio que el odio que te tengan.
Si eres bueno y no finges ser mejor de lo que eres.
Si, al hablar, no exageras lo que sabes y quieres.

Si sueñas y los sueños no te hacen su esclavo.
Si piensas y rechazas lo que piensas en vano.
Si tropiezas al Triunfo, si llega tu Derrota
y a los dos impostores los tratas de igual forma.
Si logras que se sepa la verdad que has hablado
a pesar del sofisma del Orbe encanallado.
Si vuelves al comienzo de la obra perdida,
aunque esta obra sea la de toda tu vida.

Si arriesgas en un golpe y lleno de alegría
tus ganancias de siempre a la suerte de un día,
y pierdes, y te lanzas de nuevo a la pelea
si decir nada a nadie de lo que es y lo que era.
Si logras que tus nervios y el corazón te asistan
aún después de su fuga de tu cuerpo en fatiga
y se agarren contigo cuando no quede nada,
porque tú lo deseas, y lo quieres y mandas.

Si hablas con el pueblo y guardas su virtud.
Si marchas junto a reyes con tu paso y tu luz.
Si nadie que te hiera llega a hacerte la herida.
Si todos te reclaman y ninguno te precisa.
Si llenas el minuto inolvidable y cierto
de sesenta segundos que te lleven al cielo...
Todo lo de esta tierra será de tu dominio,
y mucho más aún: serás Hombre, hijo mío.

Ruyard Kipling

domingo, 2 de enero de 2011

EL ROSTRO HUMANO DE DIOS

(Reflexión a Jn. 1, 1-18)

2 de enero de 2011

No recuperaremos los cristianos el vigor espiritual que necesitamos en estos tiempos de crisis religiosa, si no aprendemos a vivir nuestra adhesión a Jesús con una calidad nueva. Ya no basta relacionarnos con un Jesús mal conocido, vagamente captado, confesado de manera abstracta o admirado como un líder humano más.

¿Cómo redescubrir con fe renovada el misterio que se encierra en Jesús? ¿Cómo recuperar su novedad única e irrepetible? ¿Cómo dejarnos sacudir por sus palabras de fuego? El prólogo del evangelio de Juan nos recuerda algunas convicciones cristianas de suma importancia.

En Jesús ha ocurrido algo desconcertante. Juan lo dice con términos muy cuidados: «la Palabra de Dios se ha hecho carne». No se ha quedado en silencio para siempre. Dios se nos ha querido comunicar, no a través de revelaciones o apariciones, sino encarnándose en la humanidad de Jesús. No se ha "revestido" de carne, no ha tomado la "apariencia" de un ser humano. Dios se ha hecho realmente carne débil, frágil y vulnerable como la nuestra.

Los cristianos no creemos en un Dios aislado e inaccesible, encerrado en su Misterio impenetrable. Nos podemos encontrar con él en un ser humano como nosotros. Para relacionarnos con él, no hemos de salir de nuestro mundo. No hemos de buscarlo fuera de nuestra vida. Lo encontramos hecho carne en Jesús.

Esto nos hace vivir la relación con él con una profundidad única e inconfundible. Jesús es para nosotros el rostro humano de Dios. En sus gestos de bondad se nos va revelando de manera humana cómo es y cómo nos quiere Dios. En sus palabras vamos escuchando su voz, sus llamadas y sus promesas. En su proyecto descubrimos el proyecto del Padre.

Todo esto lo hemos de entender de manera viva y concreta. La sensibilidad de Jesús para acercarse a los enfermos, curar sus males y aliviar su sufrimiento, nos descubre cómo nos mira Dios cuando no ve sufrir, y cómo nos quiere ver actuar con los que sufren. La acogida amistosa de Jesús a pecadores, prostitutas e indeseables nos manifiesta cómo nos comprende y perdona, y cómo nos quiere ver perdonar a quienes nos ofenden.

Por eso dice Juan que Jesús está «lleno de gracia y de verdad». En él nos encontramos con el amor gratuito y desbordante de Dios. En él acogemos su amor verdadero, firme y fiel. En estos tiempos en que no pocos creyentes viven su fe de manera perpleja, sin saber qué creer ni en quién confiar, nada hay más importante que poner en el centro de las comunidades cristianas a Jesús como rostro humano de Dios.

José Antonio Pagola