viernes, 28 de septiembre de 2012

Jesús en nuestra crisis


Por José Arregui
Miro a Jesús de Nazaret en medio de esta crisis que no cesa de agravarse. No porque piense que él –y mucho menos la fe cristiana– sea la única alternativa, ni siquiera necesariamente la mejor. Simplemente, cada uno tiene sus raíces, y las mías están en Jesús, a él le quiero y le sigo. Pero las raíces nos conducen a lo más profundo, al agua y el humus que a todos nos nutren, al Fondo sin nombre, a la Misericordia sin fondo, donde somos Uno.
Miro, pues, a Jesús, en esta crisis global que padecemos, y en todas las crisis profundas que padece nuestro pobre corazón. En él busco más que en ningún otro aquel "gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos". En él exploro chispitas de luz que permiten vislumbrar otro mundo posible y dar pasitos hacia él.
Miro a Jesús encarnado en cada uno de los rostros que lloran, en cada una de las víctimas que padecen el paro y la pobreza creciente, pues él dijo una vez: "Lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos pequeños, a mí me lo hicisteis". Todo gobernante de este país o de cualquiera que se llame cristiano debiera preguntarse: "¿Le negaría yo atención sanitaria a un inmigrante porque no tiene papeles, si fuera Jesús? ¿Le mandaría al paro con toda su familia porque el mercado financiero lo exige, si fuera Jesús?". Y los grandes señores de la especulación financiera –que son, por mucho que digan, los mayores responsables de los peores males y que no sé cómo pueden llamarse cristianos–, ¿se atreverían a hundir en la miseria, con sus políticas de precios y sus transacciones de capitales, a casi todos los habitantes de los países más pobres y a las especies de seres vivientes en peligro de extinción, si fueran Jesús? Pues lo son. Cada uno son Jesús. "A mí me lo hicisteis. A Dios se lo hicisteis". Y no sé cómo el papa y los obispos no se lo recuerdan a voz en grito todos los días a todas horas.
Miro a Jesús y le oigo. Oigo de sus labios aquellas palabras de luz y de consuelo, de gracia y liberación, que proclamó en Galilea hace dos mil años y que siguen teniendo toda su actualidad. Son palabras certeras que desenmascaran la raíz primera de esta crisis planetaria, que es la codicia, y trazan el horizonte de otro mundo posible, realmente fraterno, con otra economía.
¿Qué dijo Jesús? Empezó diciendo lo primero de todo: "Alegraos: el Reino de Dios está cerca". Eran tiempos de dura crisis política, económica, cultural, religiosa en Galilea y Judea. Y Jesús les dijo: "¡Alegraos!". ¿Cómo que "alegraos"? Sí, alegraos, porque está cerca el "Reino de Dios", que es como decir: un mundo justo, bueno y feliz.
¿Qué dijo Jesús a los pobres campesinos, pescadores y artesanos, hundidos en el paro y la miseria? Les dijo: "Dichosos vosotros, los pobres, porque es vuestro el Reino de Dios", es decir: porque todo va a cambiar, porque dejaréis de sufrir la miseria, y porque está en vuestras manos transformar la situación.
¿Qué dijo Jesús a los que por miedo sufrían –sufrimos–y a los que por miedo hacían –hacemos- sufrir tanto? Les dijo insistiendo una y otra vez: "No temáis". Mirad las flores del campo y las aves del cielo, cómo son felices con poco. Mirad la semilla poderosa que crece. Es posible. El poder del bien es siempre más grande, a pesar de todo. Vosotros podéis. Dios puede en vosotros.
¿Qué dijo Jesús a los ricos terratenientes, a los ricos del campo y de las ciudades, a los ricos del palacio y del templo? Les dijo severamente: "No podéis servir a Dios y al dinero". Y ahí estaba la clave, ahí sigue estando. El Dinero: esa divinidad en cuyo altar se sacrifica la vida, todo lo que haga falta. Pues bien: o la Vida o el Dinero. Decidid si queréis servir a la Vida o a las finanzas, a los Bancos, al Mercado con sus ajustes y crecimientos. Servid a la Vida.
¿Qué dijo Jesús a los unos y a los otros, a los tentados por el desaliento o por la violencia en un mundo inhumano? Les dijo, y ahí se resumió: "Sed compasivos, como vuestro padre del cielo es compasivo". Sed compasivos como el Misterio del que todo proviene, donde todo se funda. Solo la bondad crea. Solo la compasión cura. Solo la compasión libera. Solo la compasión es verdaderamente subversiva y poderosa.
Son palabras que concuerdan con la enseñanza inspirada de los profetas y profetisas de todas las religiones o de fuera de toda religión. Son palabras que indican el camino para crear un mundo nuevo de las cenizas de este mundo violento.

La trampa del fanatismo


Por Enrique Martínez Lozano
Mc 9, 38-48
Quiero empezar este comentario con una cita, un tanto extensa, del escritor israelí Amos Oz que, en un librito titulado Contra el fanatismo (Debolsillo, Barcelona 2005), escribe:
"La semilla del fanatismo siempre brota al adoptar una actitud de superioridad moral que impide llegar a un acuerdo" (p.22).
"La esencia del fanatismo reside en el deseo de obligar a los demás a cambiar. En esa tendencia tan común de mejorar al vecino, de enmendar a la esposa, de hacer ingeniero al niño o de enderezar al hermano en vez de dejarles ser. El fanático es una criatura de lo más generosa. El fanático es un gran altruista. A menudo, está más interesado en los demás que en sí mismo. Quiere salvar tu alma, redimirte. Liberarte del pecado, del error, de fumar. Liberarte de tu fe o de tu carencia de fe. Quiere mejorar tus hábitos alimenticios, lograr que dejes de beber o de votar. El fanático se desvive por uno. Una de dos: o nos echa los brazos al cuello porque nos quiere de verdad o se nos lanza a la yugular si demostramos ser unos irredentos. En cualquier caso, topográficamente hablando, echar los brazos al cuello o lanzarse a la yugular es casi el mismo gesto. De una forma u otra, el fanático está más interesado en el otro que en sí mismo por la sencillísima razón de que tiene un sí mismo bastante exiguo o ningún sí mismo en absoluto" (p.28-29).
Daba en el clavo también el físico Andréi Sajarov cuando decía que "la intolerancia es la angustia de no tener razón".
Tanto la intolerancia como el fanatismo ponen de relieve la propia inseguridad. Un yo psicológico no suficientemente integrado –debido, probablemente, a la falta de "apego seguro" en un adecuado contacto materno- se verá necesitado de "seguridades absolutas", que sostengan su precaria e inestable sensación de identidad. Por ello mismo, se verá incapaz de tolerar la discrepancia, por lo que tenderá a descalificar, juzgar, condenar (o empeñarse en "convertir") a quien no piense como él. Porque percibe toda diferencia como amenaza.
Esta amenaza es la que se esconde detrás de las palabras de Juan: "No es de los nuestros". Efectivamente, son "los otros" los percibidos como amenaza: porque al pensar diferente o adoptar un comportamiento distinto al propio, nos hacen ver que el nuestro no es el valor "absoluto", sino otro más al lado de tantos. Y esto es lo que una personalidad insegura se ve incapaz de tolerar, por la angustia que le genera la falta de seguridades "absolutas".
En esa necesidad de "seguridades absolutas", podemos detectar dos factores: uno sociocultural (evolutivo) y otro psicológico.
Por lo que se refiere al primero, parece claro que, en el estadio mítico de consciencia, el etnocentrismo es un valor incuestionable: el propio grupo es visto como poseedor de la verdad y del bien, y no hay nada que justifique la crítica al grupo ni la toma de distancia con respecto a él. En ese nivel de consciencia, lo que prima es la "cohesión", derivada del asentimiento ciego a las normas grupales, que da como resultado la concepción del propio grupo como un "rebaño". ¡Y ya sabemos de los riesgos que corría quien se atrevía a salirse del rebaño...!
En este estadio de consciencia, la seguridad del individuo corría pareja a la pertenencia al grupo. De un modo inconsciente, en aras de aquella seguridad, se sacrificaba cualquier discrepancia, porque se había renunciado al derecho a pensar por uno mismo: ¡todo fuera por la sensación de seguridad que aportaba la "homogeneidad"!
Conclusión: a una persona que está instalada en el nivel mítico de consciencia no se le puede pedir tolerancia para quien discrepa; su "nivel de consciencia" no se lo permite, ya que en ese nivel la discrepancia (como la libertad o la autonomía) no es reconocida como valor; ni siquiera puede verse como tal.
Desde el punto de vista psicológico, la cuestión de la intolerancia y el fanatismo se halla también vinculada con la seguridad. La seguridad –y, asociado a ella, el control- constituye una necesidad básica del ser humano. Mientras la persona no ha hecho experiencia de una seguridad firme que le sostiene, la buscará fuera de sí –proyectándola en un líder, un grupo o una institución-, o la situará en sus ideas, creencias o convicciones.
Cuando eso se produce, el sujeto inseguro no podrá tolerar que tal líder, grupo o institución sean puestos en cuestión; así como tampoco podrá permitir que sus ideas, creencias o convicciones sean criticadas. Le va en ello su propia estabilidad.
Por eso, a una persona con un yo psicológico tan frágil tampoco se le puede pedir tolerancia. Su pánico a la inseguridad se lo hace imposible. Con una ironía añadida: la persona que padece eso tipo de inseguridad que le hace ser fanática presume de seguridad e incluso de "verdad". Hasta el punto de que, para ella, quienes plantean una postura diferente son personas "a convertir", en la línea de lo expresado por Amos Oz.
La "salida" del fanatismo parece requerir, por tanto, una doble condición: por un lado, el paso del nivel de consciencia mítico a otro racional; y, por otro, experimentar una fuente de seguridad que se encuentra más allá de la mente (de sus ideas o creencias).
Es probable que, para que esto último pueda darse, sea necesario un trabajo psicológico, que otorgue a la persona una sensación interna de consistencia y de autonomía. Quien es capaz de "hacer pie" en sí mismo, relativiza también el carácter absoluto que había atribuido a las ideas y, a la vez, permite a los otros ser diferentes, sin que la diferencia sea vista como amenaza.
En la medida en que la persona pueda ir creciendo en esa sensación de confianza interna, que le hace ser autónoma, podrá abrirse a otra experiencia más honda: ya no buscará la seguridad en "objetos" (ideas, creencias...), sino en el Fondo mismo de lo Real, experimentado de un modo directo.
Quiero decir que, cuando somos capaces de acallar la mente, no evitar nada y permanecer en silencio, se nos regalará la experiencia de una seguridad de fondo, que se percibe de un modo directo, inmediato y autoevidente. Una seguridad de fondo que no es otra cosa que la misma y única Realidad, que nos sostiene y nos constituye en todo momento. Cuando eso se experimenta, se obtiene el regalo de la Libertad sin límites y de la Plenitud.
Y por retomar la queja de Juan con la que iniciaba este comentario: ¿quiénes son "los nuestros"?
Etnias, tribus, nacionalismos, religiones e ideologías de todo tipo han tendido a definir con claridad los límites que marcaban el propio "territorio", impidiendo que "los otros" se adentraran en él.
En el caso de las religiones, se ha ido incluso más lejos, al atribuir a Dios la demarcación de aquellas presuntas fronteras. Así se ha hablado de "pueblo elegido", "única religión verdadera", "única salvación"...
Frente a tal arrogancia (inconsciente e ignorante), quizás venga bien terminar con el chiste que el propio Amos Oz recoge en su libro.
"Alguien se sienta en la terraza de un café junto a un anciano, que resultó ser el mismísimo Dios. Al enterarse, se dirige a él con una pregunta que le había acompañado siempre: «Querido Dios, por favor, dime de una vez por todas: ¿qué fe es la correcta? ¿La católica romana, la protestante, tal vez la judía o acaso la musulmana? ¿Qué fe es la correcta?». Y Dios dice en esta historia: «Si te digo la verdad, hijo, no soy religioso, nunca lo he sido, ni siquiera estoy interesado en la religión»" (p.89).

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Nadie tiene la exclusiva de Jesús


(Reflexión a Mc. 9, 38-43.45.47-48)
La escena es sorprendente. Los discípulos se acercan a Jesús con un problema. Esta vez, el portador del grupo no es Pedro, sino Juan, uno de los dos hermanos que andan buscando los primeros puestos. Ahora pretende que el grupo de discípulos tenga la exclusiva de Jesús y el monopolio de su acción liberadora.
Vienen preocupados. Un exorcista, no integrado en el grupo, está echando demonios en nombre de Jesús. Los discípulos no se alegran de que la gente quede curada y pueda iniciar una vida más humana. Solo piensan en el prestigio de su propio grupo. Por eso, han tratado de cortar de raíz su actuación. Esta es su única razón: "no es de los nuestros".
Los discípulos dan por supuesto que, para actuar en nombre de Jesús y con su fuerza curadora, es necesario ser miembro de su grupo. Nadie puede apelar a Jesús y trabajar por un mundo más humano, sin formar parte de la Iglesia. ¿Es realmente así? ¿Qué piensa Jesús?
Sus primeras palabras son rotundas: "No se lo impidáis". El Nombre de Jesús y su fuerza humanizadora son más importantes que el pequeño grupo de sus discípulos. Es bueno que la salvación que trae Jesús se extienda más allá de la Iglesia establecida y ayude a las gentes a vivir de manera más humana. Nadie ha de verla como una competencia desleal.
Jesús rompe toda tentación sectaria en sus seguidores. No ha constituido su grupo para controlar su salvación mesiánica. No es rabino de una escuela cerrada sino Profeta de una salvación abierta a todos. Su Iglesia ha de apoyar su Nombre allí donde es invocado para hacer el bien.
No quiere Jesús que entre sus seguidores se hable de los que son nuestros y de los que no lo son, los de dentro y los de fuera, los que pueden actuar en su nombre y los que no pueden hacerlo. Su modo de ver las cosas es diferente: "El que no está contra nosotros está a favor nuestro".
En la sociedad moderna hay muchos hombres y mujeres que trabajan por un mundo más justo y humano sin pertenecer a la Iglesia. Algunos ni son creyentes, pero están abriendo caminos al reino de Dios y su justicia. Son de los nuestros. Hemos de alegrarnos en vez de mirarlos con resentimiento. Los hemos de apoyar en vez de descalificar.
Es un error vivir en la Iglesia viendo en todas partes hostilidad y maldad, creyendo ingenuamente que solo nosotros somos portadores del Espíritu de Jesús. El no nos aprobaría. Nos invitaría a colaborar con alegría con todos los que viven de manera evangélica y se preocupan de los más pobres y necesitados.
José Antonio Pagola

domingo, 23 de septiembre de 2012

Cuando el Señor habla al corazón (y 20)

 
20. MIRA LA MUERTE CON CONFIANZA
Otros han predicado los terrores de la muerte. Tú, predica las alegrías de la muerte.
“Yo vendré a vosotros como un ladrón”. Esto lo dije no para espantaros, sino por amor, para que estéis siempre preparados, y para que viváis cada instante como quisierais haberlo vivido en el momento de vuestro nacimiento a la vida definitiva.
Si  los hombres mirasen más su vida en el retrovisor de la muerte, ya le darían su verdadero significado.
Por eso, que no consideren la muerte con espanto, sino con confianza, y que así comprendan todo el precio de la fase meritoria de su existencia.
Vive sobre la tierra como si volvieses del cielo. Sé en ella el hombre que vuelve del más allá. Eres un muerto postergado. Mucho ha que hubieses debido entrar en la eternidad y ¿quién, en la actualidad, hablaría de ti sobre la tierra?
Yo te consiento aún varios años en la tierra para que en ella vivas una vida impregnada de nostalgia, en la que se vislumbre un destello de nuestra morada.
¿No te he dado bastantes pruebas de mi solicitud? Y entonces, ¿qué temes? Yo estoy siempre ahí y siempre cerca de ti, hasta cuando todo parece derrumbarse, hasta, y sobretodo, en el momento de tu muerte. Verás entonces lo que son mis dos brazos, cuando se cierren sobre ti y te estrechen contra mi Corazón. Descubrirás para qué y para quien habrán sido útiles tus trabajos, tus sufrimientos. Me darás las gracias por haberte conducido como te conduje, preservándote muy a menudo de muchos peligros de orden físico y moral, conduciéndote por caminos insospechados, desconcertantes algunas veces, pero haciendo de tu vida una unidad profunda en pro de tus hermanos.
Tú me darás las gracias porque comprenderás mejor la conducta de tu Dios para contigo y con los demás. Tu cántico de acción de gracias se irá ampliando a medida que vayas descubriendo las misericordias del Señor para contigo y con el mundo.
Sin efusión de sangre no hay remisión. Mi Sangre no puede cumplir con su inapreciable cometido de expiación eficaz sino en la medida en que la humanidad consienta en mezclar algunas gotitas de su sangre con la Sangre de mi Pasión.
No dejes de ofrecerme la muerte de los hombres para que vivan de mi vida.
Como si estuvieses llegando al cielo, ora, dame los buenos días, ama, muévete y alégrate.
Imagina lo que será nuestro encuentro en la luz. Precisamente para eso fuiste creado, para eso has trabajado y sufrido. Llegará un día en el que, cuando llegue tu hora, yo te recoja. Piénsalo a cada paso y ofréceme de antemano la hora de tu muerte uniéndola a la mía.
Asimismo no dejes de pensar en lo que será el más allá de la muerte: la alegría sin fin de un alma irradiada de luz y de amor, capaz de vivir en plenitud el ímpetu oblativo de todo su ser por mí hacia el Padre y recibiendo por mí, procedente del Padre, toda la riqueza de la Juventud divina.
Sí, mira la muerte con confianza y aprovecha el final de tu vida para prepararte a ella con amor.
Piensa en la muerte de todos los hombres, tus hermanos: 300.000 por día. ¡Qué poder de corredención todo eso representa si fuese ofrecido! No lo olvides: “oportet sacerdotem offerre”. Te toca a ti ofrecer en nombre de quienes no lo piensan. Es una de las maneras más eficaces de valorizar mi sacrificio del Calvario y de enriquecer tu misa de cada día.
¡Hay tantos que ni sospechan que yo les voy a llamar esta tarde! ¡Tantos accidentes de la carretera, tantas trombosis brutales, tantas causas imprevistas! ¡Hay asimismo tantos enfermos que no barruntan la gravedad de su estado!
Duérmete en mis brazos cada noche. Así es como morirás y entrarás en el paraíso, cuando llegue el momento del gran Encuentro.
Hazlo todo pensando en aquel momento. Eso te ayudará en muchas circunstancias, a guardar tu serenidad sin entorpecer tu dinamismo.
Yo, por amor por ti, acepté morir. Tú no puedes darme mayor prueba de amor que aceptando morir en unión conmigo.
No sufrirás el menor desengaño. Deslumbrado por los esplendores exaltantes que vayas descubriendo, no tendrás más que un solo pesar: el de no haber amado bastante.
Continúa uniendo con frecuencia tu muerte a la mía y ofreciéndola al padre por las manos de María, bajo el impulso del Espíritu Santo.
En nombre de tu muerte unida a la mía, tú puedes asimismo solicitar auxilios oportunos para mejor vivir, hoy por hoy, conforme a la caridad divina. Nada hay que de esta manera no puedas conseguir. Aprovecha, pues, la oportunidad.
Que tu corazón esté cada día más abierto a mi misericordia, confiando humildemente en mi ternura divina que te envuelve por todas partes y fecunda invisiblemente tus actividades más ordinarias dándoles un valor espiritual que trasciende el tiempo.
¿Para qué sirve el vivir si no es para crecer en el amor? ¿Para que sirve el morir si no es para dilatar eternamente su amor y dilatarse en él por siempre jamás?
Hijo mío querido, yo te he hecho presentir algo de lo que puede ser la fiesta del cielo, más lo que tan confusamente has divisado no es nada comparado con la realidad. Entonces verás hasta qué punto yo he sido y soy un Dios tierno y amante. Comprenderás por qué yo me empeño en que los hombres se amen unos a otros, se perdonen y se asistan recíprocamente. Entenderás el por qué espiritualizador y purificador de la paciencia y del dolor.
El que sin cesar vayas descubriendo nuevas profundidades divinas, será una aventura primorosa y apasionante. El ser impregnado por mi divinidad te transfigurará y te hará ver a todos tus hermanos transfigurados ellos también, en una acción de gracias común y exaltante.
Créeme, las fiestas litúrgicas de la tierra que tienen sus múltiples razones de ser, no son sino la prefiguración de las festividades eternas que nunca hastían y mantienen el alma, por una parte,, siempre harta y, por otra, incesantemente hambrienta.
Yo he vivificado el mundo por mi muerte. Y es siempre por la oblación de mi muerte como yo puedo continuar dando a los hombres la vida. Pero necesito un suplemento de muertes para vencer – sin menoscabar su libertad – las dudas, las reticencias, las resistencias de los que no quieren oír mi llamada o que, habiéndola oído, no quieren dejarme penetrar en su corazón.
¡El cielo, soy yo! ¡Sólo en la medida en que, conforme a vuestro grado de caridad, podáis ser asumidos por mí, vosotros saborearéis la alegría infinita y recibiréis del Padre toda luz y toda gloria!
Entonces ya no habrá ni llanto, ni dolor, ni ignorancia, ni inadvertencia, ni envidia, ni equivocación, ni pequeñeces, sino acción de gracias filial respecto a la Santísima Trinidad y acción de gracias fraterna de unos para con otros.
Naturalmente os acordaréis de los pormenores de vuestra vida terrenal, pero los veréis en la síntesis del amor que los ha permitido, transfigurado, purificado.
¡Cuán grande y gozosa será vuestra humildad! Ella os hará transparentes como el cristal a todos los reflejos de la divina misericordia.
Sí, vosotros vibraréis al unísono con mi Corazón y en perfecta armonía de unos con otros, reconociéndoos como bienhechores recíprocos y contemplando la fracción de causalidad que, para la felicidad de todos, yo mismo os proporcioné.
Sí, tendrás una muerte alegre, rápida y amorosa. El paso no es largo ara quien expira en un acto de amor y se reúne conmigo en la luz. Ten confianza en mí. Como estuve contigo en cada momento de tu vida terrenal, así estaré contigo en el momento de tu entrada en la Vida Eterna, y mi Madre, que tan buena se ha mostrado contigo, estará presente, Ella también, toda dulzura, toda mamá.
¿Piensas tantas veces como debieras en tus compañeros del purgatorio que no pueden conseguir su progresiva incandescencia luminosa por sus propios medios? Necesitan que uno de sus hermanos de la tierra les merezca lo que ellos mismo hubiesen logrado realizando antes de morir la opción de amor que tú haces en su nombre.
Ahí tienes el porqué de tu permanencia en la tierra y el de la prolongación de la vida humana. Si los ancianos estuviesen mejor informados de su poder y de las repercusiones de sus humildes oblaciones meritorias en favor de sus hermanos de la tierra y de los del más allá, comprenderían mejor el precio de sus últimos años, durante los cuales pueden, en la paz y en la serenidad, alcanzar tantas gracias para los demás y, al mismo tiempo, lograr para sí mismos un aumento no despreciable de luz y de alegría eternas.
La muerte les sería más placentera pues yo prometo una gracia especial de asistencia en ese gran momento a todos los que hayan vivido para los demás antes que para sí. ¿No consiste en eso precisamente el amor? ¿No es así, por medio de sacrificios insignificantes, como uno se prepara a morir amando?
Yo conozco la hora y la modalidad de tu muerte, pero ten por seguro que soy yo quien la he escogido para ti, con todo mi amor, para dar a tu vida terrestre su máximo de fecundidad espiritual. Feliz serás al abandonar tu cuerpo para entrar definitivamente en mí.
En ese gran momento de tu última salida, con mi Presencia dispondrás de todas las gracias indispensables, actualmente insospechadas. Y es la medida de tu amor la que te permitirá cooperar con estas gracias a plenitud.
Cada uno muere como ha vivido. Si tú vives de amor, así te encontrará la muerte y expiarás en un suspiro de amor.
Yo mismo me encuentro al final de tu carrera, después de haber sido a lo largo de tu vida tu Compañero de camino. Tú, empero, aprovecha cada día mejor el tiempo que te separa del gran encuentro: cada hora, únete a mi oración, comulga con mi oblación, deslízate en mis ímpetus de amor. Aspira con frecuencia a mi Espíritu. Abrázale en tus respiraciones para reavivar los latidos de tu corazón. ¿No es por Él por quien se difunde en ti la Caridad de tu Dios?
Saca del pensamiento del Cielo que te espera la alegría en medio de los sufrimientos y el optimismo en medio de los trastornos del momento. Predica este optimismo a los espíritus desalentados. El que la tempestad arrecie y embista la barca de mi Iglesia no es una razón para perder la cabeza.
¿No soy yo el que permanece en ella hasta la consumación de los siglos? En lugar de descorazonaros, lanzad vuestras llamadas hacia mí: Señor, sálvanos que perecemos. Acrecentad vuestra fe en mi presencia y en mi poder.
Entonces comprobaréis mi ternura y verificaréis mi inagotable misericordia.
La manera de encararos con la muerte ha de ser para vosotros cuestión de fe, cuestión de confianza, cuestión de amor.
¡Fe! Esta percepción del cielo no puede directamente responder a imagen de experiencia alguna pues excede toda impresión sensible, y eso es lo que os hace posible el merecimiento durante la fase terrestre de vuestra existencia – porque ¿dónde estaría el mérito si pudieses conocerlo todo por adelantado? Cada cosa a su tiempo.
¡Confianza! Porque lo que no sabéis por experiencia directa, lo podéis conocer descansando en mi palabra y fiándoos de mí. Yo nunca os he engañado sin contar que soy incapaz de hacerlo. Yo soy la Vía, la Verdad y la Vida. Todo lo que yo os puedo asegurar, es que será mucho más bello de lo que podéis imaginar y hasta de lo que podéis anhelar.
¡Amor! Sólo el amor os permite, no ver, sino presentir lo que yo os tengo reservado – y eso en la medida en que, sobre la tierra, os hayáis esforzado, hayáis sufrido.
¡Es cosa bella, la luz de Gloria! ¡Es tan embriagante la participación de nuestra alegría trinitaria! ¡Es tan “por encima de todo calificativo” la llama de amor que os hará incandescentes para esta comunión total en una caridad universal y definitiva! Si pudieseis experimentarlo en la tierra de una manera sensible y duradera, vuestra vida se haría imposible y entonces, ¿cómo podría yo recurrir a vuestra libre colaboración, por insignificante que sea, para que trabajéis conmigo en la redención y en la espiritualización progresiva de toda la humanidad, destinada a ser asumida por mí?
Si los que están a punto de morir pudiesen vislumbrar el torrente de felicidad que puede asaltarlos de un momento a otro, no sólo no temerían, sino que anhelarían ¡y con qué brío! Reunirse conmigo.
Tú has pensado mucho estos días en tu después de la muerte, sin descuidar por eso tu tarea terrenal; ¿no has notado que el pensar en el más allá confiere a tu trabajo su verdadera dimensión respecto a la eternidad?
Lo mismo ocurre con los pequeños sacrificios, las decepciones, las contrariedades. ¿Quid hoc ad aeternitatem? Es en medio de estos sacrificios, grandes y pequeños, donde se opera mi obra de redención universal, día tras día, sin que vosotros os percatéis.
Vive ya por el pensamiento y por el deseo tu después de la muerte. Es la mejor piedra de toque de la realidad.
La muerte, como tú bien lo sabes, será menos una salida que una llegada, con más encuentros que separaciones. Será encontrarme a mí en la luz de mi hermosura, en el fuego de mi ternura, en el ardor de mi reconocimiento.
Será verme a mí tal cual yo soy y dejarte absorber totalmente en mí para que ocupes tu lugar en la mansión trinitaria.
Entonces tú saludarás a Nuestra Señora llena de gloria. Verás cuán íntimamente Ella está con el Señor y el Señor está con Ella.
Tú, loco de alegría le dirás tu agradecimiento por su conducta maternal para contigo.
Podrás reunirte con tus amigos del Cielo, empezando por tu Ángel de la guarda y continuando por todos tus amigos de la tierra, incandescentes de amor y luminosos de alegría sin par.
Tú te encontrarás con tus hijos e hijas según el Espíritu y te alegrarás al mismo tiempo por lo que debes tanto a cada uno de los miembros más mínimos como a los más preponderantes de mi Cuerpo glorioso.
Cuando llegue la hora de nuestro Encuentro, tú comprenderás cuán preciosa es para mi Corazón la muerte de mis servidores cuando se confunde con la mía.
Ella es mi gran recurso para vivificar a la humanidad rebelde y para procurar la espiritualización del mundo.

COLOQUIO FINAL
Finaliza el verano de 1970.
El 22 de septiembre, por la noche, el Padre escribe en su libreta las líneas que a continuación transcribimos, y traza una raya.
Esa noche, se encuentra mejor que de costumbre. Se queda un poco “en familia” después de la cena, tranquilizándonos con su bondadosa sonrisa.
Se retira, por fin, a su habitación, después de habernos dado las “buenas noches”.
Y esa noche es cuando el Señor viene en busca de su fiel servidor.
“Por la noche, duérmete en mis brazos; así es como morirás…”, había escrito el Padre como al dictado de Jesús el 18 de octubre de 1964. Esta muerte serena, sin sombra de agonía, durante el sueño, acaecida casi seis años después de haber sido escritas estas palabras, ¿no se presenta como una nueva “señal” sobre la autenticidad de su mensaje?
“Si permaneciereis en Mí, y mis palabras permanecieren en vosotros, cuanto quisiereis, pedidlo y lo obtendréis” (Juan 15, 7) ¿No te das cuenta tú, por la coincidencia de tantas señales providenciales, de cuán verdadera es esta palabra?
Soy yo mismo en ti el que te conduce a veces en sentido contrario al de tus proyectos aparentemente más lógicos y más legítimos ¡Cuánta razón tienes al depositar en mí toda tu confianza! Las situaciones más enmarañadas se desenlazan en el momento oportuno como por arte de magia.
Pero son indispensables dos condiciones:
1.- Permanecer en Mí.
2.- Estar pendiente de mis palabras.
Es preciso que pienses más en Mí, que vivas más para Mí, que te pongas más a mi disposición, que compartas todo más conmigo, que conmigo más te identifiques.
Es preciso, por otra parte, que percibas la realidad de mi Presencia en ti – Presencia simultáneamente locuaz y silenciosa – y que estés más pendiente de lo que, sin ruido de palabra, yo te digo.
Yo soy el Verbum silens, el Verbo silencioso; no obstante, yo impregno con mis ideas tu espíritu, y, si prestas atención, si vives en el recogimiento, mi claridad ahuyenta las tinieblas de tu pensamiento y éste, entonces, puede traducir a tu propio vocabulario lo que yo quiero enseñarte.
Si se estrecha más la intimidad entre Yo y tú, nada hay que tu no puedas conseguir de mi poder, para ti, para todos los que viven a tu alrededor, para la Iglesia y para el mundo. Así es como el contemplativo puede hacer fecunda toda su actividad; ésta, además, se encuentra purificada de toda ambigüedad y es fértil en profundidad.

Cuando el Señor habla al corazón (19)

 
19. LO QUE ESPERO DE LOS QUE HE ESCOGIDO
¡Qué más quisiera yo que sacerdotes y religiosas no buscasen fuera de mí el secreto de la única, verdadera y profunda fecundidad!
En mí está el poder. Incorporaos a mí y yo os haré participes de este poder.
Con pocas palabras, la luz proyectaréis.
Con pocos gestos, abriréis caminos a mi gracia.
Con pocos sacrificios, seréis la sal que sanea el mundo.
Con pocas oraciones, seréis la levadura que realza la masa humana.
Te he dado una gracia especial para que estimules a mis sacerdotes a buscar en el contacto íntimo conmigo el secreto de un sacerdocio feliz y fecundo. Ofrécemelos a menudo y únete a mi oración por ellos. De ellos depende en gran parte la vitalidad de mi Iglesia en la tierra y la intercesión de mi Iglesia del Cielo en favor de la humanidad peregrinante.
El mundo pasa sin darse la molestia de escucharme; por eso hay tantas vidas fluctuantes y malogradas.
Sin embargo, lo más doloroso para mi corazón y lo nefasto para mi Reino, es que hasta los mismos consagrados, por falta de fe, por falta de amor, no tienen el oído sintonizado conmigo. Mi voz se pierde en el desierto ¡cuántas vidas sacerdotales y religiosas por eso se vuelven estériles!
Que el sacerdote desconfíe de todas las felicitaciones y de las señales de respeto que le tributan. El incienso es el más sutil de los venenos para un hombre de Iglesia. Es un excitante efímero, como muchos estupefacientes, y al cabo de cierto tiempo, se corre peligro de salir intoxicado.
¡Cuántos sacerdotes iracundos, amargados, desalentados, porque no han sabido ubicarse en el plan de la Redención! Yo estoy dispuesto a purificarlos y a centrarlos una vez más con tal que prometan ser dóciles a la acción de mi Espíritu. Te corresponde a ti presentármelos, ofrecerlos fraternalmente a los rayos de mi amor.
Piensa en los sacerdotes jóvenes – llenos de entusiasmo apostólico y rebosantes de celo – que creen poder reformar la iglesia sin reformarse primero a sí mismos.
Piensa en los intelectuales, tan útiles y tan necesarios también por poco que prosigan muy humildemente sus estudios e investigaciones para servir, sin despreciar a nadie.
Piensa en los sacerdotes de edad madura que creen estar en posesión de todos sus medios y propenden tan fácilmente a pasarse de mí.
Piensa en tus hermanos envejecidos, blanco de las incomprensiones de los jóvenes, que se sienten distanciados y muchas veces abandonados. Se encuentran en el período por excelencia fecundo de su vida; en él se realiza el desprendimiento que los santifica en la medida que lo aceptan con amor.
Piensa en tus hermanos moribundos; consígueles que confíen, que se abandonen a mi misericordia. Sus faltas, sus errores, sus yerros, mucho ha que fueron borrados. Yo tan solo me acuerdo del impulso de su primera donación, de sus esfuerzos, de sus fatigas, de los sinsabores que han sobrellevado por mí.
Yo necesito sacerdotes cuya vida entera sea la expresión concreta de mi oración, de mi alabanza, de mi humildad, de mi caridad.
Yo necesito sacerdotes que con delicadeza y con un respeto infinito se preocupen por esculpir, día tras día, mi efigie divina en el rostro de los que les confío.
Yo necesito sacerdotes consagrados ante todo a las realidades sobrenaturales para, con ellas, animar toda la vida real de hoy.
Yo necesito sacerdotes que sean verdaderos profesionales de lo sobrenatural – no funcionarios o fanfarrones – sacerdotes mansos, bondadosos, pacientes, dispuestos ante todo a servir y que nunca confundan la autoridad con el autoritarismo; en una palabra, sacerdotes profundamente amantes, que no busquen sino una sola cosa, que no se propongan sino un solo fin: que el Amor sea más amado.
¿Tú no crees que yo puedo, en algunos minutos hacerte ganar horas en tu trabajo y almas en tu actividad? Eso es lo que tienes que decir al mundo, particularmente al mundo de los sacerdotes cuya fecundidad espiritual no puede evaluarse por la intensidad de su deseo de producir, sino por la disponibilidad de su alma a la acción de mi Espíritu.
Lo que a mis ojos cuenta, no es leer mucho, hablar mucho, hacer mucho; es que me permitáis obrar por medio de vosotros.
Puedes estar seguro de que si yo llego a ocupar en una vida de sacerdote, en un corazón de sacerdote, en una oración de sacerdote, todo el sitio que deseo, entonces él encontrará su equilibrio, su felicidad, la plenitud de su paternidad espiritual.
¡Qué cosa grande y terrible es un alma de sacerdote! ¡De tal manera puede un sacerdote continuarme y atraer hacia mí! – o, por el contrario, ¡ay! ¡decepcionar y alejar de mí, a veces por querer atraer hacia sí mismo!
Un sacerdote sin amor es un cuerpo sin alma. Más que cualquier otro, el sacerdote debe estar entregado a mi Espíritu, dejarse conducir y manejar por Él
Piensa en los sacerdotes caídos; muchos tienen tantas disculpas: falta de formación, falta de ascesis, falta de ayuda fraterna y paterna, mala utilización de sus posibilidades y, como consecuencia, decepción, desaliento, tentaciones y lo demás…Nunca llegaron a ser felices de verdad - ¡con las veces que experimentaron la nostalgia de lo divino! ¿Tú no crees que yo tengo en mi corazón más poder para perdonar que ellos para pecar? Admítelos fraternalmente en tu pensamiento y en tu oración. También por medio de ellos opero yo la Redención, pues no todo en ellos es malo.
Trata de verme en cada uno de ellos – a veces lastimado, desfigurado – y adora lo que de mí queda en ellos; así harás revivir mi resurrección en todos.
En realidad, tan sólo una categoría de sacerdotes me consterna de verdad: los que por una progresiva deformación profesional se han vuelto orgullosos y duros. La voluntad de poder, el aferrarse a su “yo”, han vaciado poco a poco su alma de esa caridad profunda que debiera inspirar todas sus actitudes y todas sus actividades.
¡Cuánto daño hace un sacerdote duro! ¡Y un sacerdote bueno, cuanto bien! Repara por los primeros. Alienta a los segundos.
Yo perdono muchos yerros al sacerdote que es bueno. Yo me retiro del sacerdote que se ha endurecido. En él ya no hay sitio para mí. Me asfixio en él.
El ruido interior y exterior impide a muchos hombres oír mi voz – y descifrar el sentido de mis llamadas. Importa por lo tanto que, en este mundo superactivado y superexcitado, se multipliquen islotes de silencio y de tranquilidad, donde los hombres puedan encontrarme, conversar conmigo y entregarse libremente a mí.
Ofréceme con frecuencia los sufrimientos de tus hermanos sacerdotes: sufrimientos del espíritu, del cuerpo, del corazón; únelos a los míos durante mi Pasión y sobre la Cruz para que saquen de su conexión con los míos todo su valor de sosiego y de corredención.
Pide a mi Madre que te ayude en esta misión y piensa en ella especialmente en cada una de las misas que celebras, en unión con Ella y en su maternal presencia.
Si supieses cuán grande es mi alegría cuando causo la tuya… y por mi parte así es para con todos los hombres. Para comprenderlo, necesitan encontrar sacerdotes que lo hayan experimentado. Cuanto más viva es esta experiencia, tanto más comunicativa es y tanto más atrae hacia mí.
No lo olvides: la Redención es primero una obra de amor, antes de ser una obra de organización.
¡Ah! Si todos tus hermanos sacerdotes aceptasen creer que yo les amo, que sin mí ellos nada pueden hacer, y que, no obstante, yo los necesito para pasar por ellos tanto como lo desea mi Corazón!
Yo estoy en cada una de esas vírgenes consagradas que me han ofrendado su juventud y su vida al servicio de las misiones, al servicio de la misión de mi Iglesia. En ellas estoy yo, caridad de sus corazones, energía de sus voluntades, luz de sus inteligencias. En ellas estoy yo, Vida de sus vidas, testigo de sus esfuerzos, de sus sacrificios, pasando por ellas para llegar a las almas a las que se dediquen.
Ofréceme esas hostias vivas, en las que estoy escondido, y en las que trabajo, oro, deseo. Piensa en esos miles de mujeres que me están consagradas y que han recibido la misión insustituible de continuar la acción de mi Madre en la Iglesia, con una condición: que se dejen penetrar por Mí en la contemplación.
Lo que actualmente falta a mi Iglesia, no es la abnegación, no son las iniciativas ni las empresas; es una dosis proporcionada de vida contemplativa auténtica.
Lo ideal es que haya en un alma consagrada mucha ciencia al mismo tiempo que mucho amor y mucha humildad. Pero es preferible un poco menos de ciencia con mucho amor y humildad, que mucha ciencia con un poco menos de amor y de humildad.
No dejes de pedirme que suscite, hasta en el mundo, almas contemplativas que, gozando del espíritu universal, asuman la parte de oración y de expiación de muchos hombres actualmente sordos a las llamadas de mi gracia.
Recuerda: Teresa de Ávila ha contribuido a la salvación de tantas almas como Francisco Javier con sus carreras apostólicas, y Teresa de Lisieux ha merecido ser proclamada Patrona de las Misiones.
No son precisamente los que se agitan, ni los que elaboran teorías, quienes salvan al mundo; son los que, viviendo intensamente de mi Amor, lo propagan misteriosamente sobre la tierra.
Yo soy el Sumo Sacerdote y tú no eres sino un sacerdote que participa de mi sacerdocio y lo prolonga. Cuando me encarné en el seno de mi madre, mi persona divina asumió la naturaleza humana y así recopilé en mí todas las necesidades espirituales de la humanidad.
Todos los hombres pueden y deben ser por lo tanto incluidos en este movimiento de sacralización, pero el sacerdote es el especialista, el profesional de lo sagrado. Nada en él es profano, ni siquiera cuando trabaja, aunque tan sólo sea con sus manos. Pero si lo hace con la conciencia lúcida de que me pertenece, si por lo menos virtualmente, lo realiza por mí y en unión conmigo, entonces yo estoy en él, yo trabajo con él para gloria de mi Padre, al servicio de sus hermanos. Él se hace mi poseído, mi alter ego y yo mismo, en él, atraigo hacia mi Padre a los hombres con quienes trata.
Comparte mis preocupaciones por mi Iglesia y particularmente por mis sacerdotes. Son mis “queridísimos” – incluso los que, por causa de la tempestad, me abandonan por un tiempo. Tengo gran compasión de ellos y de las almas que les fueran confiadas – pero mi misericordia para con ellos es inagotable si, gracias a las oraciones y a los sacrificios de sus hermanos, se precipitan en mis brazos… Su ordenación les ha marcado de manera indeleble, y aun cuando ya no puedan asumir un sacerdocio ministerial, su vida puede, juntándose con mi oblación redentora, ser una ofrenda de amor que yo sabré utilizar.
Aprovecha el tiempo que te dejo sobre la tierra – única fase de tu existencia en la que puedes merecer – para pedir intensamente que se multipliquen las almas contemplativas, las almas místicas. Ellas son las que salvan al mundo y las que consiguen para mi Iglesia la renovación espiritual que necesita.
En la actualidad, algunos seudo-teólogos lanzan a todos los vientos sus elucubraciones intelectuales creyendo purificar la fe, cuando no hacen sino perturbarla.
Sólo los que me han encontrado en la oración silenciosa, en la lectura humilde de la Sagrada Escritura, en la unión profunda conmigo, pueden hablar de mí con competencia, ya que en este caso soy yo mismo quien inspira sus pensamientos y habla por sus labios.
El mundo marcha mal. Hasta mi Iglesia está dividida; mi cuerpo sufre de esta división. Gracias de vocaciones son sofocadas y mueren. Satanás está desencadenado. Como después de cada Concilio en la historia de la Iglesia, él siembra por todas partes la discordia, obceca los espíritus a las realidades espirituales, endurece los corazones a las llamadas de mi Amor.
Es indispensable que los sacerdotes y todos los consagrados reaccionen ofreciendo todos los sufrimientos, todas las agonías de la humanidad conjuntos con los míos “pro mundi vita”.
¡Ah! ¡si los hombres comprendiesen que yo soy el manantial de todas las virtudes, el manantial de toda santidad, el manantial de la verdadera felicidad!
¿Quién mejor que mis sacerdotes se lo puede revelar? Naturalmente si aceptan ser mis amigos y viven en consecuencia. La cosa pide aparentemente algunos sacrificios, per éstos se ven rápidamente compensados por la fecundidad y la alegría serena que les invade.
Hay que acceder a darme el tiempo que yo pido. ¿Dónde y cuándo se ha visto que el consagrarme fielmente un día en exclusividad haya de alguna manera comprometido el ministerio?
Ya no se sabe hacer penitencia; por eso se encuentran tan pocos educadores espirituales y tan escasas almas contemplativas.
De la misma manera que me opongo al “dolorismo” y al “espíritu victimal”, así deseo yo que no se arredren por la frustración pasajera que provoca el pequeño sacrificio o la ligera privación queridos o aceptados por amor.
Mi palabra es siempre verdadera. Si vosotros no hacéis penitencia todos pereceréis. Mas, si sois generosos, si prestáis atención a lo que mi Espíritu os sugiere y que nunca será perjudicial ni a vuestra salud ni a vuestro deber de estado, si os unís fielmente en la oblación espiritualizante que yo incesantemente ofrezco en vosotros, entonces contribuiréis a borrar muchos pecados de la muchedumbre y sobre todo muchas felonías de mis consagrados; conseguiréis una superabundancia de gracias para que este período perturbado del posconcilio vea surgir, en todos los ambientes y en todos los continentes, nuevos tipos de santidad que enseñarán una vez más al mundo maravillado el secreto de la auténtica alegría.
Asumido por Mí, in persona mea, así es como en la misa, el sacerdote cambia el pan en mi Cuerpo y el vino en mi Sangre.
Asumido por Mí, in persona mea, así es como en el confesionario, borra por la absolución las faltas del pecador arrepentido.
Asumido por Mí, in persona mea, así es como cumple – o debiera cumplir -  todos los actos del ministerio.
Asumido por Mí, in persona mea, así es como piensa, habla, ora, se alimenta y se distrae.
El sacerdote ya no se pertenece; se ha dado a mí libremente, en cuerpo y alma, ara siempre. Por eso mismo ya no sabría ser totalmente como los demás hombres. Está en el mundo, pero ya no es del mundo. A título especial y único, es de Mí.
Debe luchar por identificarse conmigo mediante la comunión de pensamientos y de corazón, compartiendo mis preocupaciones y mis deseos y progresando constantemente en mi intimidad.
Debe propender a expresar por su conducta parte de mi inmenso respeto para con mi Padre y de mi bondad inagotable para con todos los hombres, cualesquiera que sean.
Debe continuamente renovar el don total de sí mismo a Mí para que yo sea en él plenamente lo que deseo.
¡Cuántas almas se dejan intoxicar por el placer falaz o la ideología embriagadora. Consecuencia: están como enclaustradas en sí mismas y se hacen ineptas para acudir a mí con lealtad. No obstante, yo sigo llamándolas, más ellas no me oyen. Yo sigo atrayéndolas, más ellas se han vuelto impermeables a mi influencia.
Aquí es donde tengo una necesidad apremiante de mis consagrados. ¡Ah! Si se les ocurriese recapitular en sí todas las miserias de este mundo enloquecido y pedirme ayuda en nombre de todos los que el demonio mantiene encadenados! Mi gracia conseguiría vencer más fácilmente muchas resistencias.
Los consagrados son la sal de la tierra. Cuando ya no sala la sal, ¿para qué sirve?
Cuando yo les llamé, ellos contestaron SÍ generosamente, y eso yo nunca lo olvidaré. Empero, flaquezas sin importancia han ido ocasionando más tarde mayores resistencias a mi gracia; so pretexto, algunas veces, de una urgencia en el cumplimiento del deber de estado.
Si se hubiesen entregado fielmente a sus tiempos fuertes de meditación, su intimidad conmigo hubiese prevalecido y sus actividades apostólicas, en lugar de mermar, hubiesen resultado más fecundas.
Felizmente, aún quedan en la tierra y hasta entre la gente del mundo, muchas almas fieles. Ellas son las que retrasan – si no consiguen impedirlas – las grandes catástrofes que continuamente amenazan a la humanidad.
Pide que cada día sean más numerosos los educadores y educadoras espirituales. Ellos son los que favorecieron la restauración de la Iglesia después de las pruebas de la Reforma en el siglo XVll – y tras el trasiego de la Revolución. Ellos son asimismo los que, en años venideros, facilitarán una nueva primavera en la comunidad cristiana y prepararán, paso a paso, a pesar del sinnúmero de obstáculos de toda clase, una era de fraternidad humana y un progreso hacia la unidad.
Lo que no impedirá que los hombres vivan de acuerdo con su época, ni que se interesen en los problemas, incluso materiales, de su tiempo, pero les proporcionará luz y poder para influir sobre la opinión pública de sus contemporáneos y elaborar soluciones benéficas.
La invitación para que venga a mí. Yo la dirijo a todos; sin embargo, he querido necesitar de hombres para que se oiga mi llamada. Mi incentivo ha de pasar por el destello de mi rostro vislumbrado en el alma de mis miembros, particularmente en la de los consagrados.
Es por medio de su bondad, de su humildad, de su mansedumbre, de su acogida, de la irradiación de su alegría, como yo me quiero revelar.
Las palabras son necesarias, por de pronto, las estructuras, cosa útil, pero lo que conmueve los corazones, es mi presencia divisada y como sentida a través de uno de los míos. Existe, emanando de mí, una irradiación que no engaña.
Eso es lo que cada día más espero yo de ti. A fuerza de mirarme, de contemplarme, mis radiaciones divinas te penetran, te impregnan, sin que tú tengas que decir ni una palabra – y, cuando se presenta la ocasión, tus palabras llevan la carga de mi luz y se hacen eficaces.
Mi amor hacia los hombres no es amado. ¡Es por el contrario, tan y tantas veces olvidado, menospreciado, rechazado! ¡Estas opacidades impiden que los espíritus se abran a mi luz y los corazones a mi ternura.
Afortunadamente aún quedan almas humildes y generosas en todos los países, en todos los ámbitos y de todas las edades; su amor me desagravia por mil blasfemias, por desdenes mil.
El sacerdote debe ser la primera hostia de su sacerdocio. La ofrenda de sí mismo debe combinarse con la mía para beneficio de la multitud. Cada denegación constituye una carencia de lucro para muchas almas. Cada aceptación, con paciencia y amor, merece inmediatamente una ventaja inestimable para mi crecimiento de amor en el mundo.
Confianza en mi poder; éste se manifiesta esplendoroso en tu fidelidad que yo transformo en valor y en generosidad.
Aprecio mucho verte pasar una hora conmigo, vivo en la Hostia, pero no vengas solo; aúna en ti todas las almas que yo he asociado a la tuya y, humildemente, hazte canal de mis radiaciones divinas.
Nada es inútil es los más mínimos sacrificios, en las más mínimas actividades, en los más mínimos sufrimientos, cuando se viven en estado de oblación.
Sé cada día más la hostia de tu sacerdocio. Un sacerdocio que no conlleva la oblación del sacerdote, es un sacerdocio truncado. Corre el riesgo de ser estéril y de entorpecer la obra de mi Redención.
El sacerdote es tanto más “espiritualizador” cuanto más se compromete a ser corredentor.