martes, 24 de abril de 2012

Aprendiendo a orar (5)


ESCUCHAR
Recordemos que la oración es fruto de la presencia amorosa de Dios en nosotros. Es respuesta al Espíritu que nos llama y nos busca. Al final, orar es tomar conciencia de esta presencia envolvente y penetrante de Dios.
Más aún, orar es –y las palabras se nos quedan todas cortas e insuficientes- vivir la unión con el Misterio de Dios que nos está dada ya con el Espíritu.
Esta toma de conciencia no es un asunto puramente mental, se puede denominar también encuentro o, a la manera de Santa Teresa, trato de amistad y en los grados elevados de oración, unión, para indicar que es una relación, un tratar amorosamente con Dios.
Pero debo recordar siempre: está unión, que la oración hace consciente, está dada desde el principio, gracias a que Dios ya está y vive en nosotros o mejor, nosotros en ese gran Misterio de Dios.
Si esto es lo central de la oración, entonces basta tomar conciencia de esta presencia amorosa para que ya estemos en oración. No se necesitan palabras.
¿Qué hacía Jesús cuando se retiraba temprano a orar? Los Evangelios no nos dicen nada. Hay que intuir que estaba unido al Padre. Claro está que siempre lo estaba, pero en esos ratos más exclusivamente. Jesús tomaba conciencia de su estrecha relación con Dios, como Hijo muy amado, predilecto. Y escuchaba a Dios. Era amado y amaba.
En el fondo, fondo, lo que tenemos que hacer en la oración es una sola cosa, como vemos en Jesús: escuchar/ sentir/ vivir que Dios nos ama. Que, como a Jesús y en El, nos llama hijos muy queridos.
Uno de los textos más queridos, que debiéramos cultivar y orar mucho hasta que llegue a ser como el leit-motiv de toda nuestra oración, tendría que ser el de la manifestación de Dios a Jesús en el Jordán como Padre y él como hijo muy amado (Mc. 1,9-10). Ojalá oráramos mucho con este mensaje central de Jesús.
Escuchar mucho, hasta la turbación, el asombro y el júbilo exultante, la inaudita noticia de que Dios es Padre-Madre y que nos quiere, nos llama, concretamente a ti y a cada uno, hijos queridos, muy queridos.
Para recibir esta noticia hace falta tener abiertos los sentidos del corazón. No hace falta hablar. No se necesitan palabras. Se necesita escuchar.
Escuchar en la Biblia es recibir con cuidado esta comunicación de Dios. No basta recibirla con los oídos externos y con la mente –cosa necesaria, sin duda- sino escucharla dentro de nosotros, como abriendo un boquete enorme en nuestro interior con su novedad perenne, continua, increíble, si no fuera porque el mismo Espíritu de Dios convence a nuestro espíritu de que así puede ser, así debe ser, así es.
Cuando vayas a orar, por tanto, nos dice Jesús, busca un lugar retirado, un rincón de tu habitación o sala, y allí, ponte a escuchar la gran noticia que Dios quiere comunicarte permanentemente: está contigo y te quiere como un Padre, como una Madre. Y déjate querer.
No uses muchas palabras como los paganos. El Padre-Madre ya sabe lo que te sucede, lo que necesitas, lo que te duele dentro y fuera. Tú escucha dentro y déjate querer.
Apriétate contra esa presencia que te ama y quiere lo mejor para ti y para todos. Y si usas palabras, pocas, que te ayuden a estar unido a Dios, a volver a tomar conciencia cuando te distraigas. Ya sabes: las palabras son oración cuando nos mantienen unidos a Dios; si no, son sólo palabras.
Inquieto estoy
La llamada de Dios que hay que escuchar
nos llega como sonido de flauta penetrante.
Inquieto estoy y sediento de cosas lejanas,
y el alma se me abre
en un anhelo de llegar al fin de las remotas vaguedades.
Y tu flauta me llama penetrante,
¡oh más allá sin nombre!,
y yo me olvido de que estoy sin alas,
preso en esta cárcel para siempre.
Ando ansioso y desvelado;
como un extranjero soy, en tierra dura.
Tu aliento me llega, susurrando en una lengua
que mi corazón entiende como suya,
una esperanza imposible.
Y tu flauta me llama penetrante,
¡oh secreto lejano!,
y yo me olvido de que no sé la senda,
de que el alado corcel no está conmigo.
R. Tagore
Completo: Gritos y plegarias, 263

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