martes, 31 de enero de 2012

A la puerta de nuestra casa

(Reflexión a Mc. 1, 29-39)

     En la sinagoga de Cafarnaún Jesús ha liberado por la mañana a un hombre poseído por un espíritu maligno. Ahora se nos dice que sale de la «sinagoga» y marcha a «la casa» de Simón y Andrés. La indicación es importante pues, en el evangelio de Marcos, lo que sucede en esa casa encierra siempre alguna enseñanza para las comunidades cristianas.

     Jesús pasa de la sinagoga, lugar oficial de la religión judía, a la casa, lugar donde se vive la vida cotidiana junto a los seres más queridos. En esa casa se va a ir gestando la nueva familia de Jesús. Las comunidades cristianas han de recordar que no son un lugar religioso donde se vive de la Ley, sino un hogar donde se aprende a vivir de manera nueva en torno a Jesús.

     Al entrar en la casa, los discípulos le hablan de la suegra de Simón. No puede salir a acogerlos pues está postrada en cama con fiebre. Jesús no necesita más. De nuevo va a romper el sábado por segunda vez el mismo día. Para él lo importante es la vida sana de las personas, no las observancias religiosas. El relato describe con todo detalle los gestos de Jesús con la mujer enferma.

     «Se acercó». Es lo primero que hace siempre: acercarse a los que sufren, mirar de cerca su rostro y compartir su sufrimiento. Luego, «la cogió de la mano»: toca a la enferma, no teme las reglas de pureza que lo prohíben; quiere que la mujer sienta su fuerza curadora. Por fin, «la levantó», la puso de pie, le devolvió la dignidad.

     Así está siempre Jesús en medio de los suyos: como una mano tendida que nos levanta, como un amigo cercano que nos infunde vida. Jesús solo sabe servir, no ser servido. Por eso la mujer curada por él se pone a «servir» a todos. Lo ha aprendido de Jesús. Sus seguidores han de vivir acogiéndose y cuidándose unos a otros.

     Pero sería un error pensar que la comunidad cristiana es una familia que piensa solo en sus propios miembros y vive de espaldas al sufrimiento de los demás. El relato dice que, ese mismo día, «al ponerse el sol», cuando ha terminado el sábado, le llevan a Jesús toda clase de enfermos y poseídos por algún mal.

     Los cristianos hemos de grabar bien la escena. Al llegar la oscuridad de la noche, la población entera con sus enfermos «se agolpa a la puerta». Los ojos y las esperanzas de los que sufren buscan la puerta de esa casa donde está Jesús. La Iglesia solo atrae de verdad cuando la gente que sufre puede descubrir dentro de ella a Jesús curando la vida y aliviando el sufrimiento. A la puerta de nuestras comunidades hay mucha gente sufriendo. No lo olvidemos.

José Antonio Pagola

viernes, 27 de enero de 2012

¿Rezar por la unidad de los cristianos?

José Arregi
(Publicado en el Diario DEIA)

     Del 18 al 25 de enero, desde hace varias décadas, muchos cristianos –católicos más que nada– celebran la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos. Fue una iniciativa privada que Roma hizo suya y promovió poco después del Concilio Vaticano II, en el año 1968. Primero se rezaba por los cismáticos, luego por los “hermanos separados”. Muchos rezan hoy simplemente para que todos los cristianos recuperen la unidad perdida.
     Conozco de cerca el espíritu de tolerancia y la bondad de corazón con que muchas católicas y católicos rezan por la unidad. Admiro su actitud, pero no comparto su perspectiva. Rezan a Dios como se pide un favor a un amigo o a un jefe, pero en ese “dios” no se puede creer. Y rezan por la unidad de los cristianos, como otros (ilustres obispos inclusive) rezan por la unidad de la Patria, pero en esa unidad tampoco se puede creer.
     ¿Qué queda entonces? Quedan la buena voluntad y el fervor de la oración, y no es poco. Pero la buena voluntad no basta, y el fervor puede servir también para lo peor, y entonces se llama fanatismo.
     Debe desaparecer esa imagen de un “dios” soberano a quien nuestra oración tal vez logrará cambiar o conmover. Debe desaparecer esa dejación de la propia responsabilidad en manos de una voluntad divina voluble y arbitraria. Y debe desaparecer, en la cuestión que nos ocupa, esa idea de unidad de los cristianos concebida como unidad de la patria o del partido.
     Habría que sustituir esta semana por otra: por ejemplo, por una “Semana del pluralismo cristiano y de todas las iglesias”. Por una semana dedicada a conocer, respetar y estimar mejor a las otras iglesias y a tantas y tantos cristianos, cada vez más numerosos, que siguen a Jesús fuera de todo aparato de toda iglesia.
     ¿O piensa alguien que a Jesús se le pasó por la cabeza alguna vez que debía haber “un solo rebaño y un solo pastor”, por mucho que el evangelista Juan pusiera esas palabras en su boca? Jesús nunca se propuso formar ni una ni muchas iglesias.
     Simplemente quiso anunciar y adelantar un tiempo nuevo, que trastocaba el mundo en todos los órdenes: que los últimos fueran los primeros, que los ricos compartieran sus bienes, que los pobres dejaran de serlo, que todos los afligidos fueran consolados. Jesús no quiso más iglesia ni religión que esa. Todas las creencias y normas, todas las iglesias, vinieron luego, y solo podrán curar y liberar si son tolerantes y plurales.
     ¿Piensa alguien que entre los primeros cristianos –que al principio ni siquiera se llamaban así– había menos diferencias que las que pueda haber hoy entre las diferentes iglesias o, dentro de la propia iglesia católica, por ejemplo, entre el Opus y las comunidades de base?
     Consta que, en las primeras décadas después de la muerte de Jesús, entendían esta muerte de maneras muy distintas; muchos no la entendían como muerte expiatoria, y nadie les condenaba por ello, aunque es seguro que hoy serían condenados. Y consta que hubo fuertes tensiones entre quienes hacían vida de carismáticos itinerante, al estilo de Jesús, y las comunidades establecidas, más o menos organizadas.
     Comparad el Evangelio de Juan con el Evangelio de Marcos: si suprimís de esos evangelios los nombres propios “Jesús de Nazaret” o “María de Magdala”, y se los dais a leer a alguien que no los conoce, lo más probable es que no piense que narran la misma historia. Pero no, no suprimáis, por favor, los nombres “Jesús de Nazaret” y “María de Magdala”. Dejadlos como están, con todas sus diferencias.
     ¿Piensa alguien que había menos diferencias teológicas y disciplinares entre Santiago y Pablo, o entre Pablo y Pedro, o entre Juan y Pedro, o entre Pedro y María de Magdala y sus respectivas iglesias (sí, también hubo iglesias de María de Magdala, aunque no las dejaron seguir) que, por ejemplo, entre una iglesia bautista y la Iglesia católica romana de hoy?
     Algunos cristianos se sentirían confundidos y muchos aliviados, si conocieran cuán distintas y divergentes maneras coexistieron, en los orígenes del cristianismo, de mirar a Jesús, de comprender su “divinidad”, de organizar la comunidad, de celebrar la “eucaristía”, de acoger el perdón.
     O si supieran que al principio no había sacerdotes, ni sacramentos administrados únicamente por el clero, aunque no por eso dejaban de celebrar la vida. Todo eso es hoy muy conocido, y debieran saberlo todos aquellos que añoran y predican la unidad de un estrecho redil rodeado de muros.
     Esa unidad no es posible, y además es indeseable. El Misterio Viviente de la Vida nos ha hecho diferentes. No hay dos pájaros, ni dos árboles, ni dos hojas iguales. Ni dos nubes, ni dos gotas de agua. Ni dos estrellas en el cielo, ni dos granitos de arena en la tierra. Y pienso que ni dos átomos de oxígeno son exactamente idénticos. ¿Cómo quieren encerrar en una forma única el Espíritu que sopla donde quiere y da respiro a todos los vivientes? ¿Acaso no conocen ni admiran la inagotable profusión de la vida siempre nueva, siempre distinta, siempre otra? Cuidemos la santa ecología de la Vida.
     El libro del Génesis nos relata de forma genial el mito de Babel. Los hombres quisieron construir una torre tan alta que llegara hasta el cielo, para conquistar a Dios. Y la lengua única era su fuerza de conquista. Pero se equivocaban de Dios, pues Dios no mora en lo alto, sino en lo más bajo, y se derrama como agua, y no necesita ser conquistado. Y acabaron confundidos por su lengua única, por su voluntad de conquista.
     En los Hechos de los Apóstoles, por el contrario, se nos cuenta el mito del anti-Babel. Todos hablaban lenguas distintas, pero todos se entendían porque nadie quería imponer su lengua a los demás. Eso es Pentecostés.
     Todas las religiones, iglesias y corrientes son como lenguas distintas. El Espíritu habla en todas, pero ninguna lo puede atrapar. Y todas se entienden solamente cuando ninguna quiere excluir a las demás. Todas las lenguas quieren decir lo mismo: el mundo, la vida, el misterio. Pero ninguna en particular ni todas juntas lo dicen del todo. Cuantas más lenguas digan el Misterio, mejor lo conoceremos como Indecible. Y, llenos de respeto, nos reconoceremos los unos a los otros como testigos y sacramentos del Inefable.
     Cuanto más nos empeñemos en sustituir las diversas lenguas por un esperanto o en imponer a todos la lengua del imperio, tanto más confundidos y perdidos acabaremos, como en Babel, como en un salón cerrado de espejos, sin misterio ni amistad.
     Cuidemos la ecología del Espíritu, la ecología de las lenguas, de las religiones y de las iglesias en su santa diversidad. No estaremos más unidos cuanto más iguales seamos, sino cuanto más nos respetemos y dialoguemos siendo diferentes. Para estar unidos, los cristianos no necesitamos ser más iguales de lo que ya somos, sino que nos toleremos los unos a los otros y nos preguntemos: ¿cómo podremos practicar mejor hoy, con todas nuestras diferencias, la única religión de Jesús?


miércoles, 25 de enero de 2012

El diálogo de Jesús y la mujer cananea

Dolores Aleixandre

     Me llamo Eunice, que en griego significa “buena victoria”, aunque mi primer nombre no fue éste. Mi madre empezó a llamarme así hace ya muchos años, cuando yo aún era una niña y vivía con ella, ya viuda, en Tiro, la ciudad siro-fenicia donde había nacido y en la que yo también nací y me crié hace más de 40 años.
     De pequeña estuve poseída por un demonio y, aunque sólo guardo recuerdos confusos, mi madre me habló muchas veces de aquellos terribles momentos en los que asistía impotente y espantada a la transformación de mi cuerpo, zarandeado por terribles convulsiones e inundado de sudor, mientras emitía gruñidos estremecedores y echaba espuma por la boca.
     Ella entonces agarraba mi mano y se mantenía a mi lado, envuelta en un torbellino de angustia y terror, hasta que cesaban los espasmos y yo volvía en mí, ajena a lo ocurrido y tan pálida como si la vida me hubiera abandonado definitivamente.
     Fue después de una de aquellas crisis cuando oyó decir que un tal Jesús, de cuyos poderes de sanación corrían muchos rumores, había cruzado la frontera que separa Fenicia de Galilea. Entonces se decidió a ir a buscarle para suplicarle que expulsara de mí al demonio. «Y como lo conseguí, solía contarme sonriendo, te he puesto el nombre de Eunice», y seguía una narración que yo nunca me cansaba de escuchar:
     «Él estaba en una casa de las afueras de Tiro y, al parecer, intentaba pasar inadvertido. Dudé mucho antes de franquear el umbral de la puerta, porque temía molestarle y que eso jugara en contra mía, pero tú estabas enferma, hija, y eso me daba fuerza para atreverme a vencer cualquier barrera.
     Me eché a sus pies instintivamente, procurando no rozarle, consciente del rechazo que los judíos sienten por nosotros, y le dije entre sollozos: «Mi hijita tiene un demonio, te suplico que lo expulses de ella... »
     No me atrevía a levantar los ojos hacia él cuando le oí decirme lo que en el fondo estaba temiendo: que el pan es para los hijos y que son ellos los que tienen que saciarse primero, antes de echárselo a los perritos.
     Pensé con desesperación que mis palabras se habían estrellado contra el muro infranqueable que se erigía entre aquel judío y yo, pero ni siquiera aquello me hería ni humillaba, porque el recuerdo de tu dolor se imponía a cualquier otro sentimiento.
     Me enderecé lentamente y me dispuse a luchar con él, a ablandar su dureza y a derretir aquel muro a fuerza de lágrimas. Pero cuando mis ojos se cruzaron con los suyos me di cuenta, como un relámpago, de que el tono con que había nombrado a los "perritos" revelaba que en aquel muro había brechas. Y fue tu rostro, hija mía, el que me empujó a colarme por una de ellas.
     Le di la vuelta a su argumento: «¿Necesariamente tiene que ser un antes y un después? ¿Por qué no pueden ser atendidos a la vez niños y perrillos? »
     Y mientras se lo decía, tuve la extraña impresión de que tú habías comenzado a importarle más de lo que podías importarme a mí, y que una corriente de compasión iba de él hacia ti, derribando a su paso toda barrera, todo obstáculo, toda defensa.
     Nunca conseguiré explicarte qué es lo que en él me invitaba a hablarle de igual a igual, ni en qué consistía aquel poder misterioso que emanaba de su persona y que me hacía experimentar la libertad de no estar atada a ninguna jerarquía racial o religiosa, ni a norma alguna de pureza o legalidad.
     Era como si los dos estuviéramos ya sentados en torno a aquella mesa acerca de la cual discutíamos y, mientras el pan se repartía entre niños y perrillos, saltaban por el aire las líneas divisorias que nos separaban, como un comienzo de absoluta novedad.
     «Anda, vete, me dijo, como si tuviera prisa de que llegara pronto a abrazarte. Por eso que has dicho, el demonio ha salido de tu hija».
     Volví a casa corriendo y te encontré tendida en la cama, con el sosiego de quien descansa después de haber ganado una batalla. Y por eso comencé a llamarte Eunice, para que tu nombre fuera para siempre memoria de la victoria que, entre las dos, habíamos conseguido».
     Esto fue lo que me contó mi madre y estoy segura de que nadie, aunque lo intente, podrá ya volver a levantar las barreras que un día el propio Jesús echó abajo.
     Ahora soy cristiana y me he preguntado muchas veces por qué Jesús situó en mi madre el poder de salvarme al decirle: «Por eso que has dicho...», y qué fue lo que él descubrió en lo que ella dijo, y por qué aquello se convirtió en un camino real por el que pudo avanzar su fuerza sanadora.
     Y por lo que luego he oído y sabido de él, creo que lo que le maravilló fue encontrar en una mujer extranjera una afinidad tan honda con su propia pasión por acoger e incluir, por hacer de la mesa compartida con la gente de los márgenes uno de los principales signos de su reino.
     Ella le desafió a cruzar la frontera que aún le quedaba por franquear y le llamó desde el otro lado, donde aún estábamos nosotros como un rebaño perdido en medio de la niebla. Y él debió escuchar en su voz un eco de la voz de su Padre y se decidió a cruzarla.
     Por eso ahora podemos sentarnos a su mesa y nadie podrá arrebatarnos este lugar que está ya abierto para todos.
     Yo he sido una de las primeras invitadas, y ahora llevo en mí la misma pasión que heredé de mi madre y que he aprendido de Jesús: seguir ensanchando el espacio de esa mesa y que puedan sentarse todos los que aún tienen cerrado el acceso. 
     En ello quiero empeñar mi vida, palabra de Eunice.
     Con la gracia de quien ha alcanzado para nosotros la victoria sobre las fuerzas de la exclusión y de la muerte.


El año de la fe


José Arregi


     Quiero saludar desde mi fe este año 2012 de nuestro calendario solar gregoriano, pero ponga cada uno la cifra que corresponda en su propio calendario, sea lunar o solilunar, judío o musulmán, chino o hindú, inca o maya. Y haya empezado ya o esté aún por empezar, que nunca se sabe.

     Este año, la ONU lo ha declarado Año Internacional de la Energía Sostenible para Todos y también Año Internacional del Cooperativismo. ¡Ojalá sea ambas cosas, que son la misma!

     Y no pase en este 2012 lo que en el 2011, que fue declarado por la misma ONU Año Internacional de los Bosques, pero siguieron cayendo los bosques y siguió faltándonos el aire, y acabó el año con una ley propuesta por el gobierno brasileño que, en caso de aprobarse, hará que se reduzca más aún la selva del Amazonas, pulmón principal de la tierra y de la vida que respira.

     Todos los vivientes respiran el mismo oxígeno, les mueve la misma energía, forman juntos el mismo cuerpo vivo y cooperante. El planeta entero es, sin saberlo, un organismo viviente en cooperación.

     Nosotros, los humanos, que nos gloriamos de saberlo, somos en este momento la gran amenaza de ese cuerpo viviente y único. ¿Seremos precisamente nosotros quienes rompamos ese misterioso tejido cooperativo de la vida? Traicionaríamos a nuestra conciencia y a toda la Tierra.

     Mi fe dice: “Traicionaríamos a Dios”. Sí, sé que abuso de esta palabra sagrada: “Dios”, que tanto utilizamos en vano, que tan en vano utilizamos. Pero es mi manera de decir el Misterio supremo y más íntimo. Es mi fe.

     ¿Qué es la fe? Es mirar la Realidad como bella, agradecerla como buena, compadecerla como sufriente, escucharla como llamada, confesarla como promesa, acogerla como gracia.

     Traicionando la vida, traicionamos a Dios, pues “Dios” es esa chispa, ese calor, esa pasión, ese espíritu, esa voluntad que habita en todo, también en aquello que llamamos materia inerte. “Dios” es la llama que late en el color y el sonido, la melodía y la danza. “Dios” es la energía que sostiene y anima todo: el átomo y el árbol, la palabra y la mirada. “Dios” es el corazón de cuanto es, hecho de cooperación y cuidado, de respeto y libertad. “Dios” es la fe del creyente. “Dios” es también su empeño, incluso su lucha. El empeño del creyente brota del consuelo, su lucha emana de la paz.

     El papa Benedicto XVI ha anunciado justamente que este año, allá por octubre, se abrirá en la Iglesia el “Año de la fe”. Me gusta este nombre: “Año Internacional de la Fe”. Sí, pero que sea una fe que abra, no una fe que cierre. Que sea para abrir fronteras y puertas, para abrir los corazones a la confianza que transforma, para sostener juntos la energía de la vida, para cooperar en la lucha de la paz verdadera.

     Todo depende, una vez más, de lo que el papa entienda cuando dice “fe”. Visto lo visto, y leída su declaración, me temo que quiera abrir el Año de la Fe para seguir cerrando puertas y erigiendo fronteras. Ya no sería el año de la fe. ¡Qué pena!

     La cosa es que, en el Motu Propio en que anuncia el Año de la Fe, Benedicto XVI afirma, entre otras cosas, que quiere “dar un renovado impulso a la misión de la Iglesia de conducir a los hombres fuera del desierto en el que se encuentran con frecuencia”. Es decir, el desierto son los otros.

     En el desierto vagan sedientos todos los que no están en la Iglesia, incluidos los católicos que no se someten a la jerarquía vaticana, y han de ser tomados paternalmente de la mano y reconducidos al único redil donde hay vida y verdad.

     Como si la Iglesia no caminara en el desierto con todos los demás.

     Como si ella no necesitara dejarse tomar de la mano por los “otros” y dejarse reconducir humildemente a las aguas que no le pertenecen.

     Como si ella, la Iglesia, y de modo particular la jerarquía, no fuera responsable del inmenso desierto, sin bosques verdes ni aguas frescas, que se extiende dentro y fuera de ella.

     Como si su primera misión no fuera dejarse evangelizar por los hombres y las mujeres de hoy y buscar junto con ellos verdor y frescura, espíritu de vida, Energía sostenible para todos.

     Esa es la visión, bastante maniquea, del mundo y de la Iglesia que tiene este papa desde mucho antes de ser papa.

     En su homilía del pasado día 6, fiesta de la Epifanía, fiesta de la luz universal, volvió a la carga.
     “El mundo –dijo–, con todos sus recursos, no es capaz de dar a la humanidad la luz para orientar sus caminos. Lo comprobamos también en nuestros días: la civilización occidental parece haber perdido la orientación, navega sin rumbo. Pero la Iglesia, gracias a la Palabra de Dios, ve a través de estas nieblas”.
     Está claro: fuera de la Iglesia reinan las tinieblas. Los mayores males del mundo son la increencia, el relativismo y el pluralismo religioso. Por eso el mundo naufraga, va a la deriva. Y solo la Iglesia, es decir, solo aquellos que creen lo que enseña la jerarquía –al fin y al cabo el papa–, conocen la luz y el rumbo seguro.

     Eso no sería celebrar el Año de la Fe como Jesús lo haría. Una vez, en Nazaret, su pueblo, dijo en la Sinagoga: “He sido enviado a anunciar una buena noticia, a curar enfermos y liberar prisioneros. Queda abierto el Año de la gracia”.

     ¿Qué otra cosa sino eso puede ser el Año de la Fe para quienes se reclaman de Jesús de Nazaret? La fe de Jesús no era creer en dogmas, que todavía no había. La fe de Jesús no era someterse a una jerarquía, que no solamente no existía aún, sino que él dijo alto y claro que nunca debía existir.

     La fe de Jesús era un sentimiento vital profundo de que Dios es eterna Ternura en acción, que la Gracia es la Realidad primera de todo cuanto es, que en todo momento somos amados tal como somos, que siempre puede haber consuelo y curación, y que nosotros, en Dios, podemos hacer que todo ese mundo nuevo sea ya en este mundo. Él lo hizo.

     Eso mismo sería hoy el Año de la Fe que Jesús proclamaría: la fe inquebrantable de Dios en el mundo, y nuestra fe en nosotros mismos y nuestro futuro común, por quebradiza que sea.

     La Buena Noticia de que nada es fatídico: ni que los Derechos Humanos sean sustituidos por los derechos del mercado, ni que Europa sucumba a los dictados de la especulación, ni que los Bancos nombren a los ministros de economía y sigan prestando a los Estados al 6% el dinero que reciben de los Estados al 1%, ni que aumenten los pobres cuando crece la economía, ni que 30 millones de personas mueran de hambre al año mientras cada día se invierten 4.000 millones de dólares en armas y gastos militares, ni que mueran los bosques, ni que 20 toneladas de peces aparezcan muertos cualquier día como el pasado 3 de enero en una playa de Noruega o que miles de pájaros perezcan como perecieron en Arkansas (EEUU) el mismo día.

     La Buena Noticia de que podemos construir granito a granito una auténtica democracia basada en la justicia fraterna y universal, desde la plaza de Tahrir hasta la Puerta del Sol y Wall Street.

     Ese sería el Año de la fe de Jesús: el Año de la Gracia en acción.

martes, 24 de enero de 2012

Himno de gloria

Bendito seas mi Dios, mi aire,
       que estás ahí, tan cierto como el aire que respiro.

Bendito seas, mi Dios, mi viento,
       que me animas, me empujas, me diriges.

Bendito seas, mi Dios, mi agua,
       esencia de mi cuerpo y de mi espíritu,
       que haces mi vida más limpia, más fresca, más fecunda.

Bendito seas, mi Dios, mi médico,
       siempre cerca de mí,
       más cerca cuanto me siento más enfermo.

Bendito seas, mi Dios, mi pastor,
       que me buscas buenos y frescos pastos,
       que me guías por las cañadas oscuras,
       que vienes a por mí cuando estoy perdido en la oscuridad.

Bendito seas, mi Dios, mi madre,
       que me quieres como soy
       que por mí eres capaz de dar la vida,
       mi refugio, mi seguridad, mi confianza.

Bendito seas, Dios, bendito seas.

(feadulta.com)


lunes, 23 de enero de 2012

Curador

(Reflexión a Mc. 1, 21-28)

     Según Marcos, la primera actuación pública de Jesús fue la curación de un hombre poseído por un espíritu maligno en la sinagoga de Cafarnaún. Es una escena sobrecogedora, narrada para que, desde el comienzo, los lectores descubran la fuerza curadora y liberadora de Jesús.

     Es sábado y el pueblo se encuentra reunido en la sinagoga para escuchar el comentario de la Ley explicado por los escribas. Por primera vez Jesús va a proclamar la Buena Noticia de Dios precisamente en el lugar donde se enseña oficialmente al pueblo las tradiciones religiosas de Israel.

     La gente queda sorprendida al escucharle. Tienen la impresión de que hasta ahora han estado escuchando noticias viejas, dichas sin autoridad. Jesús es diferente. No repite lo que ha oído a otros. Habla con autoridad. Anuncia con libertad y sin miedos a un Dios Bueno.

     De pronto un hombre «se pone a gritar: ¿Has venido a acabar con nosotros?». Al escuchar el mensaje de Jesús, se ha sentido amenazado. Su mundo religioso se le derrumba. Se nos dice que está poseído por un «espíritu inmundo», hostil a Dios. ¿Qué fuerzas extrañas le impiden seguir escuchando a Jesús? ¿Qué experiencias dañosas y perversas le bloquean el camino hacia el Dios Bueno que él anuncia?

     Jesús no se acobarda. Ve al pobre hombre oprimido por el mal, y grita: «Cállate y sal de él». Ordena que se callen esas voces malignas que no le dejan encontrarse con Dios ni consigo mismo. Que recupere el silencio que sana lo más profundo del ser humano.

     El narrador describe la curación de manera dramática. En un último esfuerzo por destruirlo, el espíritu «lo retorció y, dando un grito muy fuerte, salió». Jesús ha logrado liberar al hombre de su violencia interior. Ha puesto fin a las tinieblas y al miedo a Dios. En adelante podrá escuchar la Buena Noticia de Jesús.

     No pocas personas viven en su interior de imágenes falsas de Dios que les hacen vivir sin dignidad y sin verdad. Lo sienten, no como una presencia amistosa que invita a vivir de manera creativa, sino como una sombra amenazadora que controla su existencia. Jesús siempre empieza a curar liberando de un Dios opresor.

     Sus palabras despiertan la confianza y hacen desaparecer los miedos. Sus parábolas atraen hacia el amor a Dios, no hacia el sometimiento ciego a la ley. Su presencia hace crecer la libertad, no las servidumbres; suscita el amor a la vida, no el resentimiento. Jesús cura porque enseña a vivir sólo de la bondad, el perdón y el amor que no excluye a nadie. Sana porque libera del poder de las cosas, del autoengaño y de la egolatría. 

José Antonio Pagola 


viernes, 20 de enero de 2012

Otro mundo es posible

(Reflexión a Mc. 1, 14-20)


     No sabemos con certeza cómo reaccionaron los discípulos del Bautista cuando Herodes Antipas lo encarceló en la fortaleza de Maqueronte. Conocemos la reacción de Jesús. No se ocultó en el desierto. Tampoco se refugió entre sus familiares de Nazaret. Comenzó a recorrer las aldeas de Galilea predicando un mensaje original y sorprendente.

     El evangelista Marcos lo resume diciendo que «marchó a Galilea proclamando la Buena Noticia de Dios». Jesús no repite la predicación del Bautista, ni habla de su bautismo en el Jordán. Anuncia a Dios como algo nuevo y bueno. Este es su mensaje.

     «Se ha cumplido el plazo». El tiempo de espera que se vive en Israel ha acabado. Ha terminado también el tiempo del Bautista. Con Jesús comienza una era nueva. Dios no quiere dejarnos solos ante nuestros problemas, sufrimientos y desafíos. Quiere construir junto con nosotros un mundo más humano.

     «Está cerca el reino de Dios». Con una audacia desconocida, Jesús sorprende a todos anunciando algo que ningún profeta se había atrevido a declarar: "Ya está aquí Dios, con su fuerza creadora de justicia, tratando de reinar entre nosotros". Jesús experimenta a Dios como una Presencia buena y amistosa que está buscando abrirse camino entre nosotros para humanizar nuestra vida.

     Por eso, toda la vida de Jesús es una llamada a la esperanza. Hay alternativa. No es verdad que la historia tenga que discurrir por los caminos de injusticia que le trazan los poderosos de la tierra. Es posible un mundo más justo y fraterno. Podemos modificar la trayectoria de la historia.

     «Convertíos». Ya no es posible vivir como si nada estuviera sucediendo. Dios pide a sus hijos e hijas colaboración. Por eso grita Jesús: "Cambiad de manera de pensar y de actuar". Somos las personas las que primero hemos de cambiar. Dios no impone nada por la fuerza, pero está siempre atrayendo nuestras conciencias hacia una vida más humana.

     «Creed en esta Buena Noticia». Tomadla en serio. Despertad de la indiferencia. Movilizad vuestras energías. Creed que es posible humanizar el mundo. Creed en la fuerza liberadora del Evangelio. Creed que es posible la transformación. Introducid en el mundo la confianza.

     ¿Qué hemos hecho de este mensaje apasionante Jesús? ¿Cómo lo hemos podido olvidar? ¿Con qué lo hemos sustituido? ¿En qué nos estamos entreteniendo si lo primero es "buscar el reino de Dios y su justicia"? ¿Cómo podemos vivir tranquilos observando que el proyecto creador de Dios de una tierra llena de paz y de justicia está siendo aniquilado por los hombres?

José Antonio Pagola 

lunes, 9 de enero de 2012

Aprender a vivir

 (Refexión a Jn. 1, 35-42)

     El evangelista Juan narra los humildes comienzos del pequeño grupo de seguidores de Jesús. Su relato comienza de manera misteriosa. Se nos dice que Jesús «pasaba». No sabemos de dónde viene ni adónde se dirige. No se detiene junto al Bautista. Va más lejos que su mundo religioso del desierto. Por eso, indica a sus discípulos que se fijen en él: «Éste es el Cordero de Dios».

     Jesús viene de Dios, no con poder y gloria, sino como un cordero indefenso e inerme. Nunca se impondrá por la fuerza, a nadie forzará a creer en él. Un día será sacrificado en una cruz. Los que quieran seguirle lo habrán de acoger libremente.

     Los dos discípulos que han escuchado al Bautista comienzan a seguir a Jesús sin decir palabra. Hay algo en él que los atrae aunque todavía no saben quién es ni hacia dónde los lleva. Sin embargo, para seguir a Jesús no basta escuchar lo que otros dicen de él. Es necesaria una experiencia personal.

     Por eso, Jesús se vuelve y les hace una pregunta muy importante: «¿Qué buscáis?». Estas son las primeras palabras de Jesús a quienes lo siguen. No se puede caminar tras sus pasos de cualquier manera. ¿Qué esperamos de él? ¿Por qué le seguimos? ¿Qué buscamos?

     Aquellos hombres no saben adónde los puede llevar la aventura de seguir a Jesús, pero intuyen que puede enseñarles algo que aún no conocen: «Maestro, ¿dónde vives?». No buscan en él grandes doctrinas. Quieren que les enseñe dónde vive, cómo vive, y para qué. Desean que les enseñe a vivir. Jesús les dice: «Venid y lo veréis».

     En la Iglesia y fuera de ella, son bastantes los que viven hoy perdidos en el laberinto de la vida, sin caminos y sin orientación. Algunos comienzan a sentir con fuerza la necesidad de aprender a vivir de manera diferente, más humana, más sana y más digna. Encontrarse con Jesús puede ser para ellos la gran noticia.

     Es difícil acercarse a ese Jesús narrado por los evangelistas sin sentirnos atraídos por su persona. Jesús abre un horizonte nuevo a nuestra vida. Enseña a vivir desde un Dios que quiere para nosotros lo mejor. Poco a poco nos va liberando de engaños, miedos y egoísmos que nos están bloqueando.

     Quien se pone en camino tras él comienza a recuperar la alegría y la sensibilidad hacia los que sufren. Empieza a vivir con más verdad y generosidad, con más sentido y esperanza. Cuando uno se encuentra con Jesús tiene la sensación de que empieza por fin a vivir la vida desde su raíz, pues comienza a vivir desde un Dios Bueno, más humano, más amigo y salvador que todas nuestras teorías. Todo empieza a ser diferente.

José Antonio Pagola

domingo, 1 de enero de 2012

El Espíritu de Jesús

(Reflexión a Mc. 1, 7-11)

     Jesús apareció en Galilea cuando el pueblo judío vivía una profunda crisis religiosa. Llevaban mucho tiempo sintiendo la lejanía de Dios. Los cielos estaban "cerrados". Una especie de muro invisible parecía impedir la comunicación de Dios con su pueblo. Nadie era capaz de escuchar su voz. Ya no había profetas. Nadie hablaba impulsado por su Espíritu.

     Lo más duro era esa sensación de que Dios los había olvidado. Ya no le preocupaban los problemas de Israel. ¿Por qué permanecía oculto? ¿Por qué estaba tan lejos? Seguramente muchos recordaban la ardiente oración de un antiguo profeta que rezaba así a Dios: "Ojalá rasgaras el cielo y bajases".

     Los primeros que escucharon el evangelio de Marcos tuvieron que quedar sorprendidos. Según su relato, al salir de las aguas del Jordán, después de ser bautizado, Jesús «vio rasgarse el cielo» y experimentó que «el Espíritu de Dios bajaba sobre él». Por fin era posible el encuentro con Dios. Sobre la tierra caminaba un hombre lleno del Espíritu de Dios. Se llamaba Jesús y venía de Nazaret.

     Ese Espíritu que desciende sobre él es el aliento de Dios que crea la vida, la fuerza que renueva y cura a los vivientes, el amor que lo transforma todo. Por eso Jesús se dedica a liberar la vida, a curarla y hacerla más humana. Los primeros cristianos no quisieron ser confundidos con los discípulos del Bautista. Ellos se sentían bautizados por Jesús con su Espíritu.

     Sin ese Espíritu todo se apaga en el cristianismo. La confianza en Dios desaparece. La fe se debilita. Jesús queda reducido a un personaje del pasado, el Evangelio se convierte en letra muerta. El amor se enfría y la Iglesia no pasa de ser una institución religiosa más.

     Sin el Espíritu de Jesús, la libertad se ahoga, la alegría se apaga, la celebración se convierte en costumbre, la comunión se resquebraja. Sin el Espíritu la misión se olvida, la esperanza muere, los miedos crecen, el seguimiento a Jesús termina en mediocridad religiosa.

     Nuestro mayor problema es el olvido de Jesús y el descuido de su Espíritu. Es un error pretender lograr con organización, trabajo, devociones o estrategias diversas lo que solo puede nacer del Espíritu. Hemos de volver a la raíz, recuperar el Evangelio en toda su frescura y verdad, bautizarnos con el Espíritu de Jesús.

     No nos hemos de engañar. Si no nos dejamos reavivar y recrear por ese Espíritu, los cristianos no tenemos nada importante que aportar a la sociedad actual tan vacía de interioridad, tan incapacitada para el amor solidario y tan necesitada de esperanza.

José Antonio Pagola