domingo, 1 de abril de 2012

Elogio del Concilio Vaticano II (II)


II.- EN LAS BASES DE UNA REFORMA

I.- Una Iglesia Misterio de comunión

         El Concilio no se anduvo ni con fidelidades a reliquias del pasado ni con medias tintas ni componendas, cogió al toro por los cuernos y se fue derecho a presentar a la Iglesia como corresponde a su verdadera identidad: la Iglesia como Misterio. Más que dar una definición teórica de su naturaleza, como solían hacer en su tiempo la mayoría de los manuales de teología que se estudiaban en los seminarios y universidades, se remonta al Misterio, que contiene el proyecto eterno de Dios, en conformación en una comunión que obra del Espíritu Santo, comunión que es con el Padre por el Hijo en el Espíritu Santo.

         Su carácter de Misterio le viene por su relación con el Misterio Trinitario que es Misterio por excelencia. Ahí radica su fundamento que muestra su identidad y explica su misión. Ella, históricamente, ha tenido muchas imágenes que le sirvieron en diferentes épocas: la Iglesia cosmos, la Ciudad de Dios, la Santa Iglesia jerárquica, la Iglesia militante… (1). Todas ellas muestran algunos rasgos de su verdadera identidad pero responde a coyunturas históricas concretas que con el tiempo desaparecen. El Concilio ha ido desde el principio a fundamentar todo su contenido en lo que es la esencia misma de la Iglesia, que es su Misterio. Con ello ¿Qué nos ha dicho?

         En primer lugar que es el proyecto eterno de Dios en marcha, manifestado en la creación-encarnación-misión. Lo que el Padre quiso en el principio, por lo que hizo todo y, rechazado por el hombre desde los mismos orígenes, lo redimió por la encarnación redentora de su Hijo y la mediación increada de su Espíritu. Este proyecto no ha fracasado sino que está en marcha y donde y como se realiza, es en la Iglesia. Que no es un plan pastoral del Padre a realizar en el mundo, entre otros planes, sino que es lo que la constituye. Por eso ha sido pre-figurada en los mismos comienzos del mundo, ha sido preparada en la historia de Israel, ha sido instituida en la era del Espíritu y será consumada al final de los siglos (2). La Iglesia existe ya desde la creación y llegará a su plenitud en la Parusía.

         En segundo lugar su conformación es una comunión. Ciertamente la componen personas libres, pero se ha realizado por obra del Espíritu Santo. Esa comunión –de cum unione y cum munere- no es resultado del voluntarismo de sus componentes, no es una obra humana, y no radica ni sólo ni principalmente en la unión de estos entre sí. Esa comunión primaria y constitutivamente lo es con el Padre, por el Hijo en el Espíritu Santo. La Iglesia es antes comunión que sociedad o conjunto de individuos organizados. Su conformación es una comunión es obra del Espíritu Santo pues, primaria y constitutivamente, lo es con el Padre mediante la identificación libre con Jesucristo de todos aquellos que le escuchan, le aceptan y le siguen. Esta comunión es constitutiva, sin ella no hay Iglesia y, al ser ésta su identidad, debe manifestarse siempre en su ser y su obrar. Su misión y su organización en todos sus niveles no deben dejar de manifestar lo que la constituye. Así los discípulos “verán a Jesús” si viven esta comunión. “Ver”, en el evangelio según San Juan, es lo mismo “que estar en comunión con Él” (Jn. 14, 15-21) “yo le pediré al Padre que os de otro abogado que está siempre con vosotros: el Espíritu de la verdad… vosotros lo conocéis porque vive ya con vosotros y está entre vosotros… vosotros sí me veréis, pues de la vida que yo tengo viviréis también vosotros: aquel día conoceréis que yo estoy con el Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros”.

         Esta manifestación insistente del Concilio trajo como consecuencia otra de sus grandes aportaciones, que ha sido la desclericalización de la Iglesia en todos los niveles. Recuerdo a este propósito una frase mordaz que por aquellos años decía Ivan Illic, un conocido autor por muchas cosas valiosas pero que se hizo célebre por sus problemas con la jerarquía: “Jesucristo instituyó el sacerdocio pero el diablo inventó el clero”. El clero estaba considerado, en su aspecto más negativo, como una casta separada, dominadora de la heredad, sirviéndose  y aprovechándose de ella, y viviendo a su costa. En este sentido una iglesia clericalizada no responde a su verdadera identidad, sería una institución contraria al proyecto de Dios. Pero en aquellas fechas muchos de estos defectos de la clerecía era lo que más frecuentemente veíamos y vivíamos, era una iglesia clericalizada. El clero lo asumía todo y tenía la última palabra en todo, lo mismo en la liturgia que en la economía, en la organización pastoral que hasta en el arte de mondar patatas. Y había muy buenas voluntades y, sin duda, se hicieron muy buenas cosas, pero el clero era quien mandaba. Todo ello derivaba no sólo del ansia de dominio de personas e instituciones, sino de una concepción de la Iglesia como una sociedad perfecta, contrapuesta o asociada a otras sociedades como la civil, cosa que venía de siglos atrás, avalada hasta por el magisterio eclesiástico, y que había servido en otras épocas pero que en la nuestra era inviable.

II.- Jesucristo en el centro

         De su naturaleza de Misterio, y lo que ello significa e implica, hace el Concilio otra de sus aportaciones esenciales: el cristocentrismo absoluto de la Iglesia. A Jesucristo corresponde el centro en la Iglesia, a nadie más, ni siquiera a ella misma. Porque es el centro en todos y cada uno de sus fieles por la comunión que se establece al estar identificados con Él. Están marcados, configurados y enviados por Él, es decir, han sido expropiados de su propia existencia y les ha sido comunicado el ser en Cristo. Es ésta su nueva existencia (1ª Cor. 6, 19-20). Es por Cristo, con Él y en Él donde está radicado todo, pues es en Él donde todo ha sido creado, donde tiene consistencia y donde todo es recapitulado. Es así como se realiza el proyecto de Dios (Col. 1, 15-20).

         Por esto es claro que la Iglesia no es Cristo. Él está en medio, constituyéndola por la comunión con el Padre en Él por el Espíritu y realizando una fraternidad que no sustituye a Jesucristo pero sí lo transparenta, visibiliza y comunica desde la igualdad de todos los que están en comunión con Él y a quien todo su ser y obrar debe hacer referencia.

         Tampoco ella es señora. A quien transparenta y comunica es a su único Señor, que lo es por el servicio desinteresado a todos los hombres. Ella es Servidora. Se lo advirtió Jesús: “no os dejéis llamar señores” (Mt. 23, 8-12; Lc. 22, 24-27). No tiene más que un único Señor (Rom. 14, 7-9). Insistir en su cristocentrismo está manifestando, además y entre otras cosas, que los señores de este mundo no son sus señores, no puede darle el brazo a ninguno de ellos.

         Por eso a quien debe anunciar siempre es a Jesucristo, no a ella misma, ni a sus personas ni a sus instituciones. La Virgen, los santos, el papa, los obispos, el Vaticano… sólo tienen valor en cuanto que están referidos a Jesucristo. Separados de Él no cumplen la misión de la Iglesia que tiene que transparentar a Jesucristo y comunicarlo a través de su anuncio y su sacramentalidad para que se realice un auténtico seguimiento. Nosotros anunciamos y seguimos a Jesucristo, no somos hinchas de la Virgen, ni del papa, ni de ningún santo, ni de ninguna institución. Esto está bien claro desde el cristocentrismo absoluto que proclama el Concilio. Otra cosa es que así se esté cumpliendo.

III.- ¿La Iglesia es el Reino de Dios?

         Cuando en plena crisis modernista A. Loisy dijo aquello: “Jesucristo anunció el Reino de Dios y lo que vino fue la Iglesia”, muchos teólogos y pastores se esforzaron en querer mostrar la identidad, en todos sus aspectos, entre Reino de Dios e Iglesia. Incluso históricamente así se mostró en otras épocas la imagen de la Iglesia y su presencia en el mundo. Mucho de ello también nos llegó a nosotros en el régimen de cristiandad.

         Que Jesús predicaba el Reino de Dios hoy no ofrece ninguna duda, sólo hay que leer los evangelios sin prejuicios. Pero estos, dicen bastante más que de predicar el Reino, “Este Reino brilla entre los hombres en la palabra, las obras y la presencia de Cristo” (LG. 1,5). Es en su persona donde se manifiesta el Reino de Dios.

         Decir que vino la Iglesia, si ésta se entiende enfrentada a Cristo, es un disparate mayúsculo pues Iglesia y Reino no están en oposición. Si se entiende en su Misterio –en comunión e identificación con Cristo- decir que vino la Iglesia es una gran verdad, porque con ella llega el Reino, pues es en ella, por ella y con ella como llega Jesucristo con quién está identificada y causa su misión. Pero su único Señor vive en su existencia gloriosa, donde está el Reino en su plenitud, pero la Iglesia no tiene todavía esa condición por eso no puede identificarse plenamente con él en su estado glorioso, pero peregrina hacia él y, de algún modo, lo anticipa. Vive en la tensión escatológica ente el “ya” y el “todavía no”. “La Iglesia constituye el germen y el principio de este Reino en la tierra”  (LG. 1,5). Ella es inicio y también anticipo escatológico de lo que un día será.

         Al corregir el Concilio la identificación plena entre Reino e Iglesia, entonó un réquiem solemne por el régimen de cristiandad y retornó a las fuentes donde la unión con Cristo es para servir, no para reinar: “Jesús los reunió y les dijo: “sabéis que los que figuran como jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen, pero no ha de ser así entre vosotros, el quiera subir, sea servidor vuestro, y el que quiera ser el primero, sea esclavo de todos, porque tampoco este Hombre ha venido para le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate de todos” (Mc. 12,42-45). Amar como Él amó, sirviendo desinteresadamente a todos los hombres la salvación de Dios, será la manifestación de su identidad y su Misterio. Si se empeñara en reinar en vez de servir, ni sería germen ni anticipo del Reino, ni estaría llevando a cabo la misión que su Señor le encomendó.

         Quienes nos habíamos educado en una iglesia reinante, caracterizada más por el poder que por el humilde servicio, tuvimos que hacer en esto, como en otras cosas en las que insistió el Concilio, una verdadera conversión. En la Iglesia del Señor Jesucristo no debe haber poder, pues este pertenece a su único Señor que está vivo y, la forma de ejercerlo, no fue como en los reinos de este mundo mediante la imposición, el dominio y la fuerza. Sí lo ejerce mediante el amor y éste se verifica en el servicio. Por su Iglesia el Señor sigue mostrando dónde está el poder. Es amando como Él ha amado y, para que este amor no sea embustero, tiene que verificarse por el servicio desinteresado a Dios y a los hombres, especialmente a quienes más lo necesitan que son los pobres.

IV.- Santa y necesitada de purificación

         “Pero mientras Cristo, santo, inocente, sin mancha (Heb. 7,26) no conoció el pecado (2ª Cor. 5,21) sino que sólo vino a expiar los delitos del pueblo (cf: Heb. 2,17), la Iglesia, que en su propio seno contiene a los pecadores, santa y a la vez siempre necesitada de purificación, prosigue sin tregua la penitencia y la renovación” (LG. 8 B).

         El Concilio no lo duda sino que lo proclama y hoy, más que nunca, sentimos la necesidad de gritarlo a los cuatro vientos: ¡la Iglesia es santa! Es lo primero que se deriva de su propio Misterio, también de su estrecha relación con el Reino de Dios. No puede ser de otro modo. Si es la comunión en el Misterio Trinitario y quien inicia y anticipa el Reino, tiene que ser santa.

         Pero ella ni es Jesucristo ni se identifica plenamente con el Reino. Tampoco lo que es y lo que la constituye es algo etéreo o quimérico, ajeno a la realidad de los que la componen. Ella es comunión –por eso es santa-  pero esta comunión que se da en la historia, una historia compuesta por los hombres. Esto hace que la comunión que es, ya no se dé históricamente en toda su perfección, sino afectada por las limitaciones que le impone estar en la historia y pertenecer a ella. Así, esa comunión, se hace comunidad para bien y para mal, porque en esta historia nuestra se da el terrible “mysterium iniquitatis” que es el pecado.

         Pero “al que no tenía pecado, por nosotros lo cargó con el pecado, para que nosotros, por su medio, obtuviéramos la rehabilitación de Dios” (2ª Cor. 5,21) (3)

         Jesús no fue pecador, ni el texto dice que Dios le hiciera pecador sino pecado, como un holocausto que se sacrifica al cargar con ello.  Para entender en lo posible esa necesaria purificación y esa prosecución sin tregua de la penitencia por parte de la Iglesia, hay que mirar a Cristo quien, en su condición humana ha asumido nuestra historia débil. La carne es la condición débil y necesitada del ser hombre. Éste no es una naturaleza biológica y química seriada, sino una existencia histórica. Por serlo tiene todas las limitaciones de la historia y, con ellas, todos los errores de nuestra libertad y la herencia de las libertades erradas anteriores a la suya. Esto es lo que el Hijo ha tomado y ha hecho suyo. Ciertamente Él, personalmente, no ha cometido esos errores, Él no ha cometido ningún pecado ni tenía nada que ver con él, pero Él se ha hecho cabeza de una humanidad que sí tenía que ver con él. Así contempla Pablo la humanidad como una “masa damnata”, limitada por el pecado, por la ley y por la muerte (Rom. 8, 1-4). Es esta humanidad la que hace suya, con todas sus limitaciones, pero sin ser responsable personalmente de ninguna de ellas.

         Si esto es así en Cristo, volviendo nuestra vista hacia la Iglesia, por un lado vemos su identificación-comunión con Él. Ella es santa en su naturaleza y constitución, pero ella es también historia débil pues está constituida por hombres pecadores, pero no es lícito fijarse sólo en sus miembros, que es el recurso habitualmente usado para disculparla, porque ella está necesitada de estructuras y medios, no sólo persona, que son fruto, contienen y producen pecado, son “masa damnata”. Por eso está necesitada siempre de purificación y renovación, no sólo en sus miembros, como si solamente ellos fueran los culpables. Lo son también sus estructuras, sus ideas, sus opciones, sus planes, sus intereses… todo esto crea un sistema, o le da el brazo a los sistemas que dominan este mundo, que, a través de esas estructuras, ámbitos de poder, medios e instituciones, y unas personas, no responden a lo que ella es y a lo que se debe. Por esto el Concilio reconoce valientemente esta condición y su remedio que está en la purificación, no sólo de sus miembros sino de todo lo que la compone y de lo que se sirve. Reducir el pecado sólo a lo personal de sus miembros es ignorar el empecatamiento colectivo (Rom. 3,23) en el que se desenvuelve toda la humanidad de los orígenes y que afecta no solo a personas sino también a sistemas, ideologías, ambientes y estructuras, costumbres, etc. como reconoce el mismo Magisterio: “para ser reconciliadora ha de comenzar por ser ella una Iglesia reconciliada” (RP. 2º, 9). Ciertamente, “el pecado en sentido propio y verdadero, es siempre un acto de la persona, porque es un acto libre de la persona individual y no precisamente de un grupo o una comunidad” (RP. 16,3). “Ahora bien, la Iglesia, cuando habla de situaciones de pecado o denuncia como pecados sociales determinadas situaciones” (RP. 16,3) es porque “la realidad social se ve viciada por las consecuencias del pecado, el hombre, inclinado ya al mal desde su nacimiento, encuentra nuevos estímulos para el pecado” (GS. 25,c).

         Al darse estas realidades también en el interior de la Iglesia no puede extrañarnos que el Concilio, que reconoce a la Iglesia como santa, al mismo tiempo la vea necesitada siempre de purificación, prosiguiendo sin tregua la penitencia y la renovación (LG. 8,b).

V.- Su imagen es la de Pueblo de Dios

         Partiendo del absoluto cristocentrismo de toda la Constitución, que coloca a Cristo en el centro y huye de cualquier pretensión de sustituirle, y de reconocer su condición de ser encuentro con Dios –signo e instrumento del mismo- la Constitución Lumen Gentium va mostrando el Misterio de la Iglesia en su relación con la Stmª Trinidad, su relación con el Reino-Reinado de Dios, las diversas imágenes que en la Escritura designan a la Iglesia, destacando la de Cuerpo Místico de Cristo, su condición visible y, al mismo tiempo, invisible, destaca en el capítulo segundo su condición de Pueblo de Dios por encima de cualquiera otra imagen, aunque en el Nuevo Testamento sólo se utiliza una vez en 1ª Ped. 2. 9-10. Esta es otra novedad del Concilio. No porque no se hubiera usado antes –tiene larga referencia en el A. Testamento y posteriormente en los Santos Padres y autores eclesiásticos y teólogos- pero sí porque durante siglos era un concepto prácticamente abandonado, pues dominaban otras imágenes para designar a la Iglesia más concordes con la cultura y la teología de cada época.

         El Concilio recupera el término, y la teología subyacente en el mismo, para referirse a la Iglesia: “a  quienes miran con fe a Jesús como autor de la salvación y principio de unión y de paz, Dios los ha llamado a formar un grupo y los ha constituido en Iglesia para que ésta sea para todos y cada uno sacramento visible  de esta unidad salvadora” (LG. 9 c). Esta Iglesia es llamada pueblo “y así este Pueblo mesiánico… constituido por Cristo para ser una comunidad de vida, de caridad y de verdad, es asumido también por Él como instrumento de la redención de todos y enviado al mundo universo como luz del mundo y sal de la tierra (LG.9 b) “Dios ha dispuesto… salvar y santificar a los hombres no por separado, sin conexión alguna entre sí, sino constituyéndolos en un pueblo que le conociera en la verdad y le sirviera santamente (LG. 9,a). Así la Iglesia es presentada como el nuevo Pueblo de Dios.

         ¡Hay que ver con cuanta alegría se recibió esta imagen utilizada por el Concilio para designar a la Iglesia! Y ¡Hay que ver también cómo ha caído en el olvido tanto de la jerarquía como del pueblo cristiano! El Concilio lo tuvo muy claro, antes no, pues primero se hablaba de la jerarquía y, además, la Iglesia se entendía por referencia a ella. La gente lo decía claramente: la iglesia son los curas, término que englobaba papa, obispos, curas y religiosos. El concilio puso las cosas en su sitio con esta imagen y su significado, recuperada de la antigüedad y olvidada durante siglos. Por eso habló primariamente del Pueblo de Dios, de la Iglesia como Pueblo de Dios, no referida sólo a los fieles confiados a los pastores, como si estos fueran cosa aparte, sino a la entera comunidad formada por laicos y jerarcas, por fieles y pastores.

         El contenido de esta imagen expresa como primera consecuencia, algo en lo que también ha insistido el Concilio que es la igualdad de todos sus miembros: “Existe una auténtica igualdad entre todos, tanto en la dignidad como en la acción de construir el Cuerpo de Cristo, que es común a todos los creyentes” (LG. 32,c). Aunque en contraste con épocas anteriores, se ha avanzado en este aspecto, sin embargo no sólo no se ha desarrollado y avanzado suficientemente sino que esta igualdad está siendo muy olvidada en casi todos los niveles y comunidades de nuestra Iglesia. Siendo la Iglesia en su Misterio comunión, es llamada permanente a la unidad pero no a la uniformidad pues, siendo Pueblo –comunidad abierta y extendida- es también llamada permanente al respeto a la diversidad y la pluralidad. Decir Pueblo de Dios “no es una realidad más que la manifestación terrena del Misterio de la Iglesia” (4), y esto demanda la igualdad creada en todos los que están identificados en esa comunión.

         También expresa, y esto es también novedoso, que la pertenencia a la Iglesia lo es en sentido análogo –no unívoco- porque, ciertamente y en distintos niveles, todos los hombres –incluidos los increyentes de buena voluntad- todos tienen que ver con la Iglesia y no están completamente fuera de ella, con lo que este Concilio rebasa la doctrina expresada con anterioridad, por ejemplo con Pío XII en la Mistici Corporis Christi: “quienes en fin no han recibido todavía el Evangelio, están también ordenados, de maneras diversas al Pueblo de Dios” (LG. 16).

VI.- Es un Pueblo sacerdotal

         Hay que reconocer como otra importante novedad el poner sobre el tapete el sacerdocio común o de los fieles y el interés que, como consecuencia, ha suscitado entre los teólogos. Quizá la contemplación, anterior al Concilio, de una Iglesia identificada con la jerarquía donde se ejercía el poder sólo por unos cuantos mandamases sobre una totalidad de mandamenos o manda nada, haya tenido que ver con el olvido durante siglos de esta naturaleza del Pueblo de Dios. Si a esto se añade la reacción frente a la tesis luterana que reivindicaba el sacerdocio, no para unos pocos vocacionados, sino para la totalidad del pueblo cristiano, no es de extrañar el silencio sobre este tema tanto por parte de la jerarquía como por parte de los teólogos.

         Creemos, además, que es una respuesta actual al hombre de hoy. El cristiano medio, y muchos que no llegan a eso, los únicos momentos de encuentro con la Iglesia son con motivo de un bautizo, una boda, una primera comunión o un entierro, otros en solicitud de papeles o ayudas. Si el encuentro es con el cura que es quien, en muchos casos, dirige, manda y ejecuta seguimos con lo mismo de siempre: los curas son los que mandan, identificando la Iglesia con su clase dirigente. Pero si con quién se encuentran es con laicos que, en comunidad con los curas, ejercen todas aquellas funciones que demanda el ejercicio del sacerdocio común, ejerciendo unos ministerios que, distintos esencialmente del ministerio ordenado, para los que están facultados, presentan una imagen de Iglesia no sólo más atrayente, sino que responde en la práctica a lo que en teoría quizá se le reconoce: que es esencialmente comunión realizada en una comunidad, algo a lo que el hombre de hoy es muy sensible, como es la corresponsabilidad y la participación.

         Al reconocer y actualizar el Concilio que “los bautizados, en efecto, son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo para que, por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien el poder de aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz (1ª Ped. 2, 4-10) (LG. 1º a), “pues en  Él todos los fieles son hechos sacerdocio santo y regio, ofrecen sacrificios espirituales a Dios por Jesucristo” (PO. 2,a) nos está diciendo que este Pueblo de Dios “es un pueblo mesiánico, con carácter carismático, profético y sacramental” (5) y si a esto añadimos su concepción de la Iglesia como sacramento: “todo el bien que el Pueblo de Dios puede dar a la familia humana al tiempo de su peregrinación en la tierra, deriva del hecho de que la Iglesia es sacramento universal de salvación que manifiesta y al mismo tiempo realiza el misterio del amor de Dios al hombre” (GS. 45, a), tenemos que reconocer que toda la Iglesia es ministerial y que en ella se ejercen distintos ministerios. Uno, el ministerio ordenado esencialmente distinto de los demás, otros instituidos, otros simplemente ejercidos, pero todos ellos relacionados y al servicio del ministerio común de la totalidad de la Iglesia. El ministerio de los presbíteros, está totalmente al servicio de la Iglesia “está para la promoción del ejercicio del sacerdocio común de todo el Pueblo de Dios” (PDV. 16). “En efecto, el sacerdocio ministerial no significa de por sí un mayor grado de santidad respecto al sacerdocio común de los fieles; pero, por medio de él, los presbíteros reciben de Cristo en el Espíritu un don particular, para que puedan ayudar al Pueblo de Dios a ejercitar con fidelidad y plenitud el sacerdocio común que les ha sido conferido”  (PDV, 17).

         Al afirmar el Concilio la diferencia esencial entre el ordenado y el común no justifica ninguna jerarcología a la antigua usanza, pues afirma claramente que ambos están referidos en reciprocidad: “el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente, y no sólo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo” (LG. 10,b). “Cristo hace partícipe a todo su Cuerpo Místico de la unción del Espíritu Santo con que fue Él ungido, pues en Él todos los fieles son hechos sacerdocio santo y regio, ofrecen sacrificios espirituales a Dios” (PO. 2,a).

         ¿Qué entiende por sacrificios espirituales, en los que parece hacer consistir la naturaleza y el ejercicio de este sacerdocio común de los fieles?. Ciertamente no se trata de ninguna metáfora. El término “espiritual” está hoy muy devaluado aún entre los cristianos, parece algo antiguo ya superado o restringido a muy pocas y determinadas personas, o a grupos espiritualmente aristocráticos, también como refugio cuando no se sabe qué hacer. Hablar, como muchas veces el Concilio, de sacrificios espirituales muchos lo identifican con prácticas cuaresmales o penitenciales de carácter fuertemente voluntarista como ayuno, mortificaciones, súplicas… ¿qué nos quiere decir al colocarlo como característico del sacerdocio de los fieles?

         La respuesta está en el sacerdocio de Cristo del cual es una participación. En Cristo el sacrificio no consistió fundamentalmente en la dramática inmolación de su vida, esto fue una consecuencia de una ofrenda y una entrega sin condiciones al amor del Padre que quiere la salvación del hombre. Es en la ofrenda y la entrega –unida a la de Cristo y toda la Iglesia, donde está el sacrificio, no en torturas y martirios chinos, lo que abarca la totalidad de la existencia cristiana de los fieles. Es en todo su vivir donde debe manifestarse lo que cada uno y todos son en Cristo, “por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan sacrificios espirituales” (LG. 10,a) pues “están consagrados como sacerdocio y nación santa (1ª Ped. 2, 4-10) para ofrecer hostias espirituales en todas sus obras y para dar testimonio de Cristo en todo el mundo” (AA. 3,a). Ese sacerdocio se está ejerciendo al hacer hostias vivas todo su obrar. Este no necesita ni agua bendita ni jaculatorias “Dios no distrae prematuramente nuestra mirada del trabajo que nos ha impuesto Él mismo, puesto que se presenta a nosotros como accesible gracias a este mismo trabajo” (6), las obras se convierten así en ámbito de comunión, en auténtico medio divino. Así es “testimonio de Cristo en todo el mundo” (AA. 3,a).

         Hay que agradecer al Concilio esta insistencia en el conocimiento y la clarificación del sacerdocio de los fieles, su relación con el Misterio mismo de la Iglesia, con el ministerio ordenado, con su misión en la Iglesia y con su tarea en el mundo mediante lo que le es específico. Pero, lo mismo que en otras cosas, vicios antiguos no se han corregido. Sigue el dominio del clero y, también, la desconfianza respecto del laico. Se necesitan y se les utiliza pero desde un señorío del clero y desde una servidumbre del laico. Lo que dice el Concilio –su estar relacionados, su estar enraizados en el sacerdocio de Cristo y el estar ordenado uno al servicio del otro… -hoy por hoy no es una situación común en nuestras comunidades. Y, en aquellas en las que se ha logrado una mayor colaboración, es frecuente ver a unos laicos que pasan a ser más clericales que el mismo clero. En otras ocasiones son laicos pertenecientes a movimientos o instituciones preferidos por su obispo o párroco, que buscan más sus intereses y proselitismos que la manifestación y el ejercicio de su sacerdocio.

         Otra, casi obsesión actual diría, es la de encerrar a los laicos en las sacristías. Nos referimos con este término a meterlos y ocuparlos preferentemente en aquellos ministerios y servicios intra-eclesiales. Son buenos fieles si llevan asuntos diocesanos o parroquiales, como colaborar en la liturgia, en los cursillos pre-sacramentales, catequesis… etc. Que todos debemos colaborar y realizar estas tareas y otras parecidas es claro que sí “encomiéndenles con confianza cargos en servicio de la Iglesia y denles libertad y oportunidad para actuar; más aún, anímenles incluso a emprender obras por propia iniciativa” (LG. 39, c-d). Pero, “de manera singular a ellos corresponde iluminar y ordenar las realidades temporales a las que están estrechamente vinculados, de tal modo que, sin cesar, se realicen y progresen conforme a Cristo y sean para la gloria del creador y redentor” (LG.31,b). Y a su espiritualidad seglar “debe conferirle un matiz característico el estado de matrimonio y familia, de soltería o de viudez, la situación de enfermedad, la actividad profesional y social” (AA. 4,g). Es la realidad temporal el “ámbito” donde se desenvuelve específicamente su sacerdocio, no en las sacristías. “Así ofrecen hostias espirituales en todas sus obras y para dar testimonio de Cristo en todo el mundo” (AA. 3a). “En cuanto consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, son admirablemente llamados y dotados para que en ellos se produzcan siempre los más ubérrimos frutos del Espíritu” (LG. 30).
-----------------------------------

(1) Véase J. Losada: Las imágenes históricas de la Iglesia. Sal Térrae nº 65. Pag. 253-264
(2) Véase G. Philips: La Iglesia y su Misterio en el Concilio Vaticano II. Herder
(3)  Nota: este difícil texto la Biblia de Jerusalén lo traduce “le hizo pecado” y explica que identificó jurídicamente a Jesús con el pecado, e hizo que pesara sobre él la maldición inherente al pecado. Otras Biblias, la de la Conferencia episcopal también, traducen “le hizo” pecado.
(4) G. Philips. o. cit. Pag. 162 
(5) E. Schillebecx. O. Cit. 
(6) T. de Chardin. El medio divino. Taurus, 39


 

No hay comentarios: