miércoles, 4 de abril de 2012

El abandono confiado a la Divina Providencia (1)



Por San Claudio de la Colombiére
1. VERDADES CONSOLADORAS
Una de las verdades mejor establecidas y de las más consoladoras que se nos han revelado es que nada nos sucede en la tierra, excepto el pecado, que no sea porque Dios lo quiere; Él es quien envía las riquezas y la pobreza; si estáis enfermos, Dios es la causa de vuestro mal; si habéis recobrado la salud, es Dios quien os la ha devuelto; si vivís, es solamente a Él a quien debéis un bien tan grande; y cuando venga la muerte a concluir vuestra vida, será de su mano de quien recibiréis el golpe mortal.
Pero, cuando nos persiguen los malvados, ¿debemos atribuirlo a Dios? Sí, también le podéis acusar a Él del mal que sufrís. Pero no es la causa del pecado que comete vuestro enemigo al maltrataros, y sí es la causa del mal que os hace este enemigo mientras peca.
No es Dios quien ha inspirado a vuestro enemigo la perversa voluntad que tiene de haceros mal, pero es Él quien le ha dado el poder. No dudéis, si recibís alguna llaga, es Dios mismo quien os ha herido. Aunque todas las criaturas se aliaran contra vosotros, si el Creador no lo quiere, si Él no se une a ellas, si Él no les da la fuerza y los medios para ejecutar sus malos designios, nunca llegarán a hacer nada: No tendrías ningún poder sobre mí si no te hubiera sido dado de lo Alto, decía el Salvador del mundo a Pilatos. Lo mismo podemos decir a los demonios y a los hombres, incluso a las criaturas privadas de razón y de sentimiento. No, no me afligiríais, ni me incomodaríais como hacéis si Dios no lo hubiera ordenado así; es Él quien os envía, Él es quien os da el poder de tentarme y afligirme: No tendríais ningún poder sobre mí si no os fuera dado de lo Alto.
Si meditáramos seriamente, de vez en cuando, este artículo de nuestra fe, no se necesitaría más para ahogar todas nuestras murmuraciones en las pérdidas, en todas las desgracias que nos suceden. Es el Señor quien me había dado los bienes, es Él mismo quien me los ha quitado; no es ni esta partida, ni este juez, ni este ladrón quien me ha arruinado; no es tampoco esta mujer que me ha envenenado con sus medicamentos; si este hijo ha muerto... todo esto pertenecía a Dios y no ha querido dejármelo disfrutar más largo tiempo.
A) Confiemos en la sabiduría de Dios
Es una verdad de fe que Dios dirige todos los acontecimientos de que se lamenta el mundo; y aún más, no podemos dudar de que todos los males que Dios nos envía nos sean muy útiles: no podemos dudar sin suponer que al mismo Dios le falta la luz para discernir lo que nos conviene.
Si, muchas veces, en las cosas que nos atañen, otro ve mejor que nosotros lo que nos es útil, ¿no será una locura pensar que nosotros vemos las cosas mejor que Dios mismo, que Dios que está exento de las pasiones que nos ciegan, que penetra en el porvenir, que prevé los acontecimientos y el efecto que cada causa debe producir? Vosotros sabéis que a veces los accidentes más importunos tienen consecuencias dichosas, y que por el contrario los éxitos más favorables pueden acabar finalmente de manera funesta. También es una regla que Dios observa a menudo, de ir a sus fines por caminos totalmente opuestos a los que la prudencia humana acostumbra escoger.
En la ignorancia en que estamos de lo que debe acaecernos posteriormente, ¿cómo osaremos murmurar de lo que sufrimos por la permisión de Dios? ¿No tememos que nuestras quejas conduzcan a error, y que nos quejamos cuando tenemos el mayor motivo para felicitamos de su Providencia? José es vendido, se le lleva como esclavo, y se le encarcela; si se afligiera de sus desgracias, se afligiría de su felicidad, pues son otros tantos escalones que elevan insensiblemente hasta el trono de Egipto. Saúl ha perdido las asnas de su padre; es necesario irlas a buscar muy lejos e inútilmente; mucha preocupación y tiempo perdido, es cierto; pero si esta pena le disgusta, no hubiera habido disgusto tan irracional, visto que todo esto estaba permitido para conducirle al profeta que debe ungirle de parte del Señor, para que sea el rey de su pueblo.
¡Cuánta será nuestra confusión cuando comparezcamos delante de Dios, y veamos las razones que habrá tenido de enviarnos estas cruces que hemos recibido tan a pesar nuestro! He lamentado la muerte del hijo único en la flor de la edad: ¡Ay!, pero si hubiera vivido algunos meses o algunos años más, hubiera perecido a manos de un enemigo, y habría muerto en pecado mortal. No he podido consolarme de la ruptura de este matrimonio: Si Dios hubiera permitido que se hubiera realizado, habría pasado mis días en el duelo y la miseria. Debo treinta o cuarenta años de vida a esta enfermedad que he sufrido con tanta impaciencia. Debo mi salvación eterna a esta confusión que me ha costado tantas lágrimas. Mi alma se hubiera perdido de no perder este dinero. ¿De qué nos molestamos?... ¡Dios carga con nuestra conducta, y nos preocupamos! Nos abandonamos a la buena fe de un médico, porque lo suponemos entendido en su profesión; él manda que se os hagan las operaciones más violentas, alguna vez que os abran el cráneo con el hierro; que se os horade, que os corten un miembro para detener la gangrena, que podría llegar hasta el corazón. Se sufre todo esto, se queda agradecido y se le recompensa liberalmente, porque se juzga que no lo haría si el remedio no fuera necesario, porque se piensa que hay que fiar en su arte; ¡y no le concederemos el mismo honor a Dios! Se diría que no nos fiamos de su sabiduría y que tenemos miedo de que nos descaminara. ¡Cómo!, ¿entregáis vuestro cuerpo a un hombre que puede equivocarse y cuyos menores errores pueden quitaros la vida, y no podéis someteros a la dirección del Señor?
Si viéramos todo lo que Él ve, querríamos infaliblemente todo lo que Él quiere; se nos vería pedirle con lágrimas las mismas aficiones que procuramos apartar por nuestros votos y nuestras oraciones. A todos nos dice lo que dijo a los hijos del Zebedeo: Nescítis quid petatis; hombres ciegos, tengo piedad de vuestra ignorancia, no sabéis lo que pedís; dejadme dirigir vuestros intereses, conducir vuestra fortuna, conozco mejor que vosotros lo que necesitáis; si hasta ahora hubiera tenido consideración a vuestros sentimientos y a vuestros gustos, estaríais ya perdidos y sin recurso.
B) Cuando Dios nos prueba
¿Pero queréis estar persuadidos que en todo lo que Dios permite, en todo lo que os sucede, sólo se persigue vuestro verdadero interés, vuestra verdadera dicha eterna? Reflexionad un poco en todo lo que ha hecho por vosotros. Ahora estáis en la aflicción; pensad que el autor de ella, es el mismo que ha querido pasar toda su vida en dolores para ahorraros los eternos; que es el mismo que tiene su ángel a vuestro lado, velando bajo su mandato en todos vuestros caminos y aplicándose a apartar todo lo que podría herir vuestro cuerpo o mancillar vuestra alma; pensad que el que os ata a esta pena es el mismo que en nuestros altares no cesa de rogar y de sacrificarse mil veces al día para expiar vuestros crímenes y para apaciguar la cólera de su Padre a medida que le irritáis; que es el que viene a vosotros con tanta bondad en el sacramento de la Eucaristía, el que no tiene mayor placer, que el de conversar con vosotros y el de unirse a vosotros. Tras estas pruebas de amor, ¡qué ingratitud más grande desconfiar de Él, dudar sobre si nos visita para hacernos bien o para perjudicarnos! —¡Pero me hiere cruelmente, hace pesar su mano sobre mí! —¿Qué habéis de temer de una mano que ha sido perforada, que se ha dejado clavar a la cruz por vosotros? —¡Me hace caminar por un camino espinoso! —¿Si no hay otro para ir al cielo, desgraciados seréis, si preferís perecer para siempre antes que sufrir por un tiempo! ¿No es éste el mismo camino que ha seguido antes que vosotros y por amor vuestro? ¿Habéis encontrado alguna espina que no haya señalado, que no haya teñido con su sangre? ¡Me presenta un cáliz lleno de amargura! Sí, pero pensad que es vuestro divino Redentor quien os lo presenta; amándoos tanto corno lo hace, ¿podría trataros con rigor si no tuviera una extraordinaria utilidad o una urgente necesidad? Tal vez habéis oído hablar del príncipe que prefirió exponerse a ser envenenado antes que rechazar el brebaje que su médico le había ordenado beber, porque había reconocido siempre en este médico mucha fidelidad y mucha afección a su persona. Y nosotros, cristianos, ¡rechazaremos el cáliz que nos ha preparado nuestro divino Maestro, osaremos ultrajarle hasta ese punto! Os suplico que no olvidéis esta reflexión; si no me equivoco, basta para hacernos amar las disposiciones de la voluntad divina por molestas que nos parezcan. Además, éste es el medio de asegurar infaliblemente nuestra dicha incluso desde esta vida.
C) Arrojarse en los brazos de Dios
Supongo, por ejemplo, que un cristiano se ha liberado de todas las ilusiones del mundo por sus reflexiones y por las luces que ha recibido de Dios, que reconoce que todo es vanidad, que nada puede llenar su corazón, que lo que ha deseado con las mayores ansias es a menudo fuente de los pesares más mortales; que apenas si se puede distinguir lo que nos es útil de lo que nos es nocivo, porque el bien y el mal están mezclados casi por todas partes, y lo que ayer era lo más ventajoso es hoy lo peor; que sus deseos no hacen más que atormentarle, que los cuidados que toma para triunfar le consumen y algunas veces le perjudican, incluso en sus planes, en lugar de hacerlos avanzar; que, al fin y al cabo, es una necesidad el que se cumpla la voluntad de Dios, que no se hace nada fuera de su mandato y que no ordena nada a nuestro respecto que no nos sea ventajoso.
Después de percibir todo esto, supongo también que se arroja a los brazos de Dios como un ciego, que se entrega a Él, por decirlo así, sin condiciones ni reservas, resuelto enteramente a fiarse a Él en todo y de no desear nada, no temer nada, en una palabra, de no querer nada más que lo que Él quiera, y de querer igualmente todo lo que Él quiera; afirmo que desde este momento esta dichosa criatura adquiere una libertad perfecta, que no puede ser contrariada ni obligada, que no hay ninguna autoridad sobre la tierra, ninguna potencia que sea capaz de hacerle violencia o de darle un momento de inquietud.
Pero, ¿no es una quimera que a un hombre le impresionen tanto los males como los bienes? No, no es ninguna quimera; conozco personas que están tan contentas en la enfermedad como en la salud, en la riqueza como en la indigencia; incluso conozco quienes prefieren la indigencia y la enfermedad a las riquezas y a la salud.
Además no hay nada más cierto que lo que os voy a decir: Cuanto más nos sometamos a la voluntad de Dios, más condescendencia tiene Dios con nuestra voluntad. Parece que desde que uno se compromete únicamente a obedecerle, Él sólo cuida de satisfacernos: y no sólo escucha nuestras oraciones, sino que las previene, y busca hasta el fondo de nuestro corazón estos mismos deseos que intentamos ahogar para agradarle y los supera a todos.
En fin, el gozo del que tiene su voluntad sumisa a la voluntad de Dios es un gozo constante, inalterable, eterno. Ningún temor turba su felicidad, porque ningún accidente puede destruirla. Me lo represento como un hombre sentado sobre una roca en medio del océano; ve venir hacia él las olas más furiosas sin espantarse, le agrada verlas y contarlas a medida que llegan a romperse a sus pies; que el mar esté calmo o agitado, que el viento impulse las olas de un lado o del otro, sigue inalterable porque el lugar donde se encuentra es firme e inquebrantable.
De ahí nace esa paz, esta calma, ese rostro siempre sereno, ese humor siempre igual que advertimos en los verdaderos servidores de Dios.
D) Práctica del abandono confiado
Nos queda por ver cómo podemos alcanzar esta feliz sumisión. Un camino seguro para conducirnos es el ejercicio frecuente de esta virtud. Pero como las grandes ocasiones de practicarla son bastante raras, es necesario aprovechar las pequeñas que son diarias y cuyo buen uso nos prepara en seguida para soportar los mayores reveses, sin conmovernos. No hay nadie a quien no sucedan cien cosillas contrarias a sus deseos e inclinaciones, sea por nuestra imprudencia o distracción, sea por la inconsideración o malicia de otro, ya sean el fruto de un puro efecto del azar o del concurso imprevisto de ciertas causas necesarias. Toda nuestra vida está sembrada de esta clase de espinas que sin cesar nacen bajo nuestras pisadas, que producen en nuestro corazón mil frutos amargos, mil movimientos involuntarios de aversión, de envidia, de temor, de impaciencia, mil enfados pasajeros, mil ligeras inquietudes, mil turbaciones que alteran la paz de nuestra alma al menos por un momento. Se nos escapa por ejemplo una palabra que no quisiéremos haber dicho o nos han dicho otra que nos ofende; un criado sirve mal o con demasiada lentitud, un niño os molesta, un importuno os detiene, un atolondrado tropieza con vosotros, un caballo os cubre de lodo, hace un tiempo que os desagrada, vuestro trabajo no va como desearíais, se rompe un mueble, se mancha un traje o se rompe. Sé que en todo esto no hay que ejercitar una virtud heroica, pero os digo que bastaría para adquirirla infaliblemente si quisiéramos; pues si alguien tuviera cuidado para ofrecer a Dios tolas estas contrariedades y aceptarlas como dadas por su Providencia, y si además se dispusiera insensiblemente a una unión muy íntima con Dios, será capaz en poco tiempo de soportar los más tristes y funestos accidentes de la vida.
A este ejercicio que es tan fácil, y sin embargo tan útil para nosotros y tan agradable a Dios que ni puedo decíroslo, hemos de añadir también otro. Pensad todos los días, por las mañanas, en todo lo que pueda sucederos de molesto a lo largo del día. Podría suceder que en este día os trajeran la nueva de un naufragio, de una bancarrota, de un incendio; quizá antes de la noche recibiréis alguna gran afrenta, alguna confusión sangrante; tal vez sea la muerte la que os arrebatará la persona más querida de vosotros; tampoco sabéis si vais a morir vosotros mismos de una manera trágica y súbitamente. Aceptad todos estos males en caso de que quiera Dios permitirlos; obligad vuestra voluntad a consentir en este sacrificio y no os deis ningún reposo hasta que no la sintáis dispuesta a querer o a no querer todo lo que Dios quiera o no quiera.
En fin, cuando una de estas desgracias se deje en efecto sentir, en lugar de perder el tiempo quejándose de los hombres o de la fortuna, id a arrojaros a los pies de vuestro divino Maestro, para pedirle la gracia de soportar este infortunio con constancia. Un hombre que ha recibido una llaga mortal, si es prudente no correrá detrás del que le ha herido, sino ante todo irá al médico que puede curarle. Pero si en semejantes encuentros, buscarais la causa de vuestros males, también entonces deberíais ir a Dios pues no puede ser otro el causante de vuestro mal.
Id pues a Dios, pero id pronto, inmediatamente, que sea éste el primero de todos vuestros cuidados; id a contarle, por así decirlo, el trato que os ha dado, el azote de que se ha servido para probaros. Besad mil veces las manos de vuestro Maestro crucificado, esas manos que os han herido, que han hecho todo el mal que os aflige. Repetid a menudo aquellas palabras que también Él decía a su Padre, en lo más agudo de su dolor: Señor, que se haga vuestra voluntad y no la mía; Fiat voluntas tua. Sí mi Dios, en todo lo que queráis de mí hoy y siempre, en el cielo y en la tierra, que se haga esta voluntad, pero que se haga en la tierra como se cumple en el cielo.


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