lunes, 2 de abril de 2012

El abandono en la Divina Providencia (7)


Por Jean Pierre de Caussade
Capítulo VII 
El orden de la Providencia es el que nos santifica. Pequeñez de esta ordenación en aquellos que Dios santifica sin brillo y sin esfuerzos
Ordenación divina providente
Orden de Dios, beneplácito de Dios, voluntad de Dios, acción de Dios, la gracia, todo esto no es más que una sola cosa. Y en esta vida el fin de esta obra divina es la perfección. Ese fin se produce en nuestras almas y se desarrolla y acrecienta en secreto, sin que ellas lo sepan. La teología abunda en concepciones y palabras que explican las maravillas de esa obra en todas las dimensiones de cada alma. Toda esa especulación puede conocerse, y de ella se puede hablar admirablemente, escribir, instruir y dirigir las almas. Pero si solamente se tiene esta especulación en el pensamiento, ante las almas que reciben el término de la ordenación de Dios y de su divina voluntad -que no conocen todas esas teorías, de las que no sabrían hablar-, se viene a ser como un médico enfermo ante personas sencillas que están en perfecta salud.
Interior instinto, no reflexiones o libros
La ordenación de Dios, su voluntad divina, cuando es recibida por un alma fiel, obra en ella este fin divino sin que ella lo sepa, como una medicina tomada por obediencia obra la salud en un enfermo, sin que él sepa ni pretenda saber nada de medicina. Así como el que calienta es el fuego, y no la filosofía y la teoría científica sobre este elemento y sus efectos, así es en la ordenación de Dios: es su voluntad la que obra la santidad en nuestras almas, y no las curiosas especulaciones que podamos hacer sobre ese principio y ese fin.
Cuando se tiene sed, para saciarla, es preciso dejar los libros que explican ese fenómeno, y beber. La curiosidad de saber sólo es capaz de aumentar la sed de conocer. Del mismo modo, cuando se está sediento de santidad, la mera curiosidad de saber sólo consigue alejarla. Hay que dejarse de especulaciones interminables, y beber sencillamente todo cuanto el orden de Dios nos presenta para hacer o sufrir. Eso que nos va sucediendo en cada momento por la providencia de Dios es para nosotros lo más santo, lo mejor y más divino.
La ciencia del momento presente
Toda nuestra ciencia consiste en conocer esta disposición divina del momento presente. Por ejemplo, cualquier lectura que no se haga por voluntad de Dios, ciertamente será dañosa. El orden y la voluntad de Dios es la gracia, que obra en el fondo de nuestros corazones al leer, lo mismo que durante todas las otras cosas que vamos haciendo, y no por sí mismas las ideas, especies o lecturas, pues si éstas no son portadoras de la virtud vivificante de la disposición ordenada por Dios, solamente son letra muerta, que vacía el corazón, al mismo tiempo que hincha el espíritu [1Cor 8,1].
Por el contrario, cuando esta voluntad divina fluye en el alma de una sencilla muchacha ignorante, a través de sufrimientos y acciones muy concretos, en la turbulencia de la vida diaria, obra en el fondo de su corazón ese fin misterioso del ser sobrenatural, sin que su espíritu reciba ninguna idea natural. En cambio, el hombre soberbio, que estudia los libros espirituales por vana curiosidad, y no por impulso de la voluntad de Dios, no recibe más que letra muerta en su espíritu, y éste se deseca y endurece cada vez más.
Voluntad divina siempre benéfica
La ordenación de Dios y su voluntad divina es la vida del alma, cualquiera que sea la apariencia en que se le aplique o sea recibida. Cualquier modo de unión de esa voluntad divina con el espíritu alimenta al alma y la hace crecer siempre hacia lo mejor. No es esto ni aquello lo que produce tan felices efectos, es siempre la ordenación de Dios en el momento presente. Aquello que era mejor en el pasado, ya no lo es, porque ya está destituido de la voluntad divina, que se manifiesta ahora bajo otras apariencias para mostrar el deber del momento presente. Y es este deber, cualquiera que sea su apariencia, lo que en el presente viene a ser más santificante para el alma.
Cuando la divina voluntad ofrece la lectura como un deber presente, la lectura produce en el corazón frutos misteriosos. Si manda dejarla para entregarse actualmente a contemplar, esta contemplación forma en el fondo del corazón el hombre nuevo, y la lectura entonces sería no sólo inútil, sino perjudicial. Si esta misma divina voluntad manda dejar la contemplación para atender en confesión a unos penitentes, y esto va a llevar un tiempo considerable, este deber da forma a Jesucristo en el fondo del corazón, y toda la dulzura de la contemplación no serviría más que para destruirla.
La ordenación de Dios es la plenitud de todos nuestros momentos, y fluye bajo mil apariencias diferentes, que forman sucesivamente nuestro deber presente, configurando, acrecentando y consumando en nosotros el hombre nuevo, hasta llegar a la plenitud que la Sabiduría divina nos destina.
Hace crecer en Cristo día a día
Y este misterioso crecimiento «en la edad de Jesucristo» [Ef 4,15] es el fin producido por la ordenación de Dios, es el fruto de su gracia y de su voluntad. Este fruto se produce, crece y se alimenta por el cumplimiento de aquellos deberes sucesivos, que la voluntad del mismo Dios nos presenta, de tal modo que cumpliéndolos en esta santa voluntad es siempre lo mejor. Así pues, no hay más que dejar obrar a la voluntad divina, abandonándose ciegamente en una confianza perfecta. Ella es infinitamente sabia, infinitamente potente, infinitamente benéfica para aquellas almas que esperan totalmente en ella sin reservas, que no aman ni buscan sino a ella sola, y que creen con una fe y una confianza inquebrantables que lo que ella hace en cada momento es lo mejor, sin buscar en otra parte más o menos, sin andar evaluando los diversos aspectos materiales de la ordenación divina, en lo que solamente habría una pura búsqueda del amor propio.
Lo verdaderamente esencial y real, la virtud de todas las cosas, lo que las arregla y hace favorables para el alma, es la voluntad de Dios, sin la cual todo es vacío, nada y mentira, vanidad, letra, corteza y muerte. La voluntad de Dios es, en cambio, salvación, salud, vida del cuerpo y del alma, cualquiera que sea la experiencia bajo la cual se les aplique. Que el espíritu tenga las ideas que prefiera, que el cuerpo sienta lo que pueda, sufra el espíritu distracciones y turbaciones, padezca el cuerpo una enfermedad mortal, sin embargo, esta divina voluntad es siempre, en el momento presente, la vida del cuerpo y del alma, porque, después de todo, uno y otra, en cualquier estado en que se encuentren, están siempre sostenidos por ella.
Todo es nada sin la voluntad de Dios
Sin la voluntad de Dios, el pan es veneno, y con ella, remedio saludable. Sin ella, los libros ciegan, y con ella el atolladero más oscuro viene a hacerse una luz. Ella es todo lo bueno y lo verdadero de todas las cosas. En todas ella se da como Dios, y Dios es el ser universal. Por eso no se debe andar mirando las relaciones que tienen las cosas respecto al espíritu o al cuerpo, para juzgar de su virtud, pues en este sentido todo es indiferente. Es la voluntad de Dios la que da a las cosas, las que sean, eficacia para formar a Jesucristo en nuestros corazones. Y en modo alguno hay que poner límites a esa voluntad.
La acción divina no quiere encontrar obstáculo alguno en la criatura. Todo le es igualmente útil o inútil. Todo es nada sin ella, y la nada es todo con ella. La contemplación, la meditación, las oraciones vocales, el silencio interior, los actos de las potencias sensibles, distintos u obscuros, el retiro o la acción, serán lo que fueren en sí mismos, pero lo mejor de todo eso para el alma es todo lo que Dios quiere en el momento presente. Por eso el alma debe mirar todas esas alternativas con una perfecta indiferencia, viendo que en sí mismas no son nada.
Indiferencia espiritual
El alma que no ve las cosas sino en Dios, las toma o las deja según su beneplácito, y así vive, se alimenta y espera solamente de su voluntad, y no de las cosas, que no tienen fuerza ni virtud sino por Él. Y así, ante cualquier situación y en todo momento, debe decir como San Pablo: «Señor ¿qué quieres que haga?» [Hch 22,10]. No esto o lo otro, sino lo que tú quieras. El espíritu quiere esto, el cuerpo desea aquello, pero yo, Señor, sólo quiero tu santa voluntad. La contemplación o la acción, la oración vocal o mental, activa o silenciosa, de fe o de luz, con formas claras o en gracia general, todo, Señor, por sí mismo es nada, porque tu voluntad es lo único real y la única fuerza de todo eso. Ella sola es el centro de mi devoción, y no las cosas, por sublimes y elevadas que sean, pues el fin de la gracia no es la perfección de la mente, sino la del corazón.
Templos de la Trinidad
La presencia de Dios, que santifica nuestras almas, es esta morada de la Santísima Trinidad, que toma posesión de nuestros corazones, cuando éstos se someten a la voluntad divina. Porque la presencia de Dios que se realiza por el acto de la contemplación no obra en nosotros esta íntima unión sino como todas las otras cosas que se viven según la ordenación de Dios. Entre todas ellas, la contemplación tendrá siempre el primer lugar, porque es el medio más excelente para unirse a Dios; pero siempre y cuando su voluntad ordene que se ejercite.
Gozamos de Dios y lo poseemos por la unión con su voluntad, y buscar ese divino gozo por otros medios sería una ilusión. La voluntad de Dios es el medio universal. El medio no es ni esta manera ni esta otra, pues Él tiene la virtud de santificar todas las maneras y todos los modos particulares. Esta divina voluntad se une a nuestras almas de mil modos diferentes, y aquél que nos apropia es siempre el mejor para nosotros. Todos los modos deben ser estimados y amado, porque todos pueden ser ordenación de Dios, que se acomoda a cada alma para obrar en ella la unión divina, eligiendo para aquella el modo propio. Y el alma debe contentarse con esta elección, sin elegir nada distinto por sí misma, prefiriendo seguir esta voluntad adorable, hasta el punto de amarla y estimarla igual que aquellos otros modos destinados a otras.
Por ejemplo, si la voluntad divina me manda oraciones vocales, sentimientos afectivos, luces sobre los misterios, yo debo amar también el silencio y la desnudez que la vida de fe opera en otros; pero, en cuanto a mí, me entregaré a practicar este deber presente, y por él me uniré a Dios.
Quietistas
De ningún modo se me ocurrirá reducir toda la religión, como hacen los quietistas, a la aniquilación de actos distintos, menospreciando todos los demás medios, porque lo que perfecciona es la ordenación de Dios, y Él es quien hace bueno para el alma todo medio al cual la aplica. No, yo no pondré límites, ni maneras, ni condiciones a la voluntad de Dios, sino que me empeñaré en recibirla bajo todas las formas por las que se me quiera comunicar, y estimaré también todas las otras por las que Él quiera unirse a los demás.
Dios da un camino a cada alma
Según esto, todas las almas sencillas no tienen sino un solo camino general, que se diferencia y particulariza en todo para formar la variedad de los vestidos místicos. Y todas las almas sencillas se aprueban y estiman mutuamente, diciéndose entre ellas: «Vamos adelante, cada una por su camino, con la misma meta, unidas en un mismo empeño y en una misma ordenación de Dios, diversificada en cada una de nosotras».
Así es como hay que leer la vida de los santos y los libros espirituales, sin hacer nunca cambios que nos lleven a dejar nuestro camino. Por eso mismo, es absolutamente necesario hacer lecturas y mantener conversaciones sólo según la voluntad de Dios, pues cuando esta voluntad hace de todo eso un deber presente, el alma, muy lejos de hacer cambios falsos, se ve confirmada en su propio camino por esas mismas cosas tan diferentes que ve en su lectura. Pero si la voluntad de Dios no nos propone la lectura ni la consulta espiritual como un deber presente, de todo ello saldrá siempre perturbación, y vendrá a darse en una confusión de ideas y en una variación continua, pues sin la ordenación de Dios, en nada puede haber orden.
El pan vivo del momento presente
¿Hasta cuándo andaremos llenando la capacidad de nuestra alma de las penas e inquietudes particulares acerca de nuestros momentos presentes? ¿Cuándo conseguiremos que en nosotros «Dios sea todo en todas las cosas» [1Cor 15,28]? Dejemos que esto y aquello nos muestren lo que de verdad son, y nosotros, más allá de todo eso, vivamos muy puramente de Dios mismo.
Por esto es por lo que Dios permite tantas destrucciones y aniquilamientos, tantas muertes, obscuridades, confusiones y miserias en todo lo que sucede a ciertas almas. Todo lo que sufren y hacen se muestra muy pequeño y despreciable a sus propios ojos y a los de los demás. En todos los instantes de su vida no hay nada que brille, todo es común. Dentro, turbación; fuera, contradicción y planes fracasados. Un cuerpo débil y sujeto a mil necesidades, cuyas sensaciones son todo lo contrario de la admirable pobreza y austeridad de los santos. No se ven limosnas excesivas, ni un celo ardiente y expansivo, y el alma, en cuanto a los sentidos y al espíritu, está siendo alimentada por un pan completamente repugnante, que no corresponde en absoluto a su gusto; ella aspira a otras cosas muy distintas, pero todos los caminos que conducen a esa santidad tan deseada se le muestran cerrados.
Es necesario vivir de esta pan de angustia, de este pan de ceniza, con una congoja interior y exterior continua. Es necesario aceptar una modalidad de santidad que sin cesar contraría de una manera cruel e irremediable. La voluntad sufre hambre, pero no halla medio de saciarlo. ¿Para qué todo esto? Todo esto es para que el alma sea mortificada en todo aquello que en ella hay de más espiritual e íntimo, de modo que, no encontrando gusto ni satisfacción en nada de lo que le sucede, ponga todo su gusto en Dios, que la lleva expresamente por esta vía, para que sólo Él mismo pueda agradarle.
Dejemos, pues, la corteza de nuestra penosa vida, ya que no sirve más que para humillarnos ante nuestros ojos y ante los demás. O mejor, ocultémonos bajo esa corteza y gocemos de Dios, el único que es todo nuestro bien. Sirvámonos de esta enfermedad, de estas limitaciones y preocupaciones, de estas necesidades de alimentos, vestidos o muebles, de estas desgracias, de ese desprecio de algunos, de esos temores e incertidumbres, de todas esas turbaciones, para encontrar todo nuestro bien en el gozo de Dios que, a través de todas esas cosas, se nos da totalmente como nuestro único bien.
Pobre apariencia de la presencia divina
Dios muchas veces quiere estar entre nosotros pobremente, sin el acompañamiento de esos signos de la santidad que hacen admirables a los santos. Lo que sucede es que Dios solo quiere ser el único objeto de nuestro corazón, y desea ser Él solo quien nos agrade. Sabe muy bien que somos muy débiles, y que si nos concediera el esplendor de la austeridad y del celo apostólico, de la limosna y de la pobreza, pondríamos en ello parte de nuestro gozo. Pero es el caso que en nuestro camino no hay nada que no nos sea desagradable, y precisamente por este medio es Dios toda nuestra santificación y nuestro apoyo. Y lo único que puede hacer el mundo es despreciarnos y dejarnos gozar en paz de nuestro tesoro.
Dios quiere ser el principio de todo lo que hay en nosotros de santo, y por eso todo lo que depende de nosotros y de nuestra fidelidad activa es tan pequeño y, aparentemente, opuesto a la santidad. Sólo por vía pasiva puede haber algo verdaderamente grande en nosotros. Así que, no nos preocupemos más. Dejemos a Dios el cuidado de nuestra santidad; Él conoce bien los medios. Todos ellos dependen de una solicitud y de una operación singular de su Providencia. Todos ellos operan en nosotros ordinariamente sin que lo sepamos, a través de aquello que más tememos, y por donde menos esperamos.
Contentos con el pan que Dios nos da
Caminemos en paz en los pequeños deberes de nuestra fidelidad activa, sin aspirar a grandes cosas, pues Dios no quiere dársenos por medio de nuestras preocupaciones. Nosotros vamos a ser los santos de Dios, de su gracia y de su providencia especial. Como Él sabe bien el rango que quiere concedernos, dejémosle hacer. Y sin formarnos falsas ideas y vanos procedimientos de santificación, contentémonos con amarle sin cesar, caminando con simplicidad por el sendero que El nos ha trazado, y en el que todo es tan pequeño a nuestros ojos y a los del mundo.

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