lunes, 2 de abril de 2012

XVII.- El Descendimiento (Jn. 19, 38-4 l)



Pilato accedió a que José de Arimatea quitara de la cruz el cadáver de Jesús. Lo más natural, que la piedad cristiana ha puesto de relieve como se muestra en este paso y otras tallas inmortales, era que descansara en el regazo de su madre, aunque los evangelios no digan nada de ello. Estaba allí, al pie de la cruz y era lo más normal, lo que hace cualquier madre con un hijo fallecido, mucho más en la forma en que lo hizo Jesús.

Aunque su rostro muestra el dolor que la aflige, la postura de su cuerpo parece que, al mismo tiempo que acoge el cadáver, lo está entregando. Hay como una identificación con el Hijo en su entrega y donación. Ella ha padecido con Él su pasión y no ha temido ni a la chusma ni a los soldados al pie de la cruz y en todo el camino hasta llegar a ella. Era su hijo, como una prolongación de si misma. Los horrores que padeció y su muerte para redimir al hombre eran también suyos. Con toda razón la llamamos corredentora. Ha estado asociada a la obra del Hijo y, esta asociación, no le ha escatimado ni dolor ni sufrimiento. Entre sus brazos contempla hasta donde ha llegado su obra y lo que ha costado redimir al hombre.

No lo ve como una tragedia irremediable o como algo que no tenía que pasar y pasó. No. Se lo había oído a Jesús “que tenía poder para dar la vida y para recuperarla”, ”que nadie se la quitaba, que la daba Él porque quería” (Jn. 10, 18). Por eso, aunque la contemplación de la entrega de Jesús le arrancan lágrimas de dolor, su cuerpo expresa serenidad que entrega a los demás lo más querido, tal y como ha querido estar y a donde ha querido llegar. Jesús se ha vaciado dándolo todo y ella entrega todo lo que tiene el cadáver de su Hijo muerto por los hombres. Es su madre, que se ha vaciado de si misma en un parto que ahora se concluye. No ha terminado de dar a luz hasta que el Hijo no ha llegado a su plenitud en la entrega y la donación de su Amor, cuando Él se ha vaciado también, dándolo todo con su Espíritu.



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