lunes, 23 de abril de 2012

Aprendiendo a orar (2)


TÚ ESTÁS DENTRO
Por José María Mardones
Vamos a tratar de la oración.
Cuando nos ponemos en un grupo de fe a tratar de la oración, normalmente lo primero que suele aparecer son las dificultades. Lo que nos cuesta orar; las distracciones que tenemos cuando nos ponemos; la falta de tiempo o de disposición para apartar un tiempo; la sequedad que tenemos; que no sentimos a Dios… y así, casi hasta el infinito.
No falta, claro está, quien dice que la oración es ya un hábito y como una necesidad en su vida. Una especie de alimento sin el cual no podría vivir su vida de fe.
Aparece poco o falta totalmente el señalar claramente algo que es el corazón de la oración: orar no es hablar o dialogar o dirigirse a alguien que está ahí fuera, quizá lejano, no sé donde. Orar es dirigirse a alguien que está dentro de nosotros.
Cambiaría nuestro modo de entender la oración si empezamos por aquí, por esta sencilla realidad de fe: Dios no está afuera, sino dentro de nosotros.
Es una corrección a nuestra mala imagen de Dios, que solemos situar fuera, como en las representaciones de Dios de los chistes de Máximo.
No estaríamos preocupados por ver si conecto o entro en sintonía con alguien ahí fuera, lejano, sino por abrirme, estar atento, escuchar, desvelar, atender o sencillamente estar con una presencia que me habita.
Si además, creo y acepto, que esa presencia me ama, es amorosa y quiere mi bien, entonces comenzaré a entender que orar es una cuestión de atención a una presencia que vive siempre en nosotros y con nosotros.
Juan lo dice así de directo y claro en el discurso de despedida que pone en boca de Jesús: podemos reconocer al Espíritu de Dios “porque vive con nosotros y está en nosotros” (Jn, 14, 17).
Se trata de una afirmación que, sin duda, expresa una experiencia que podemos hacer todos: Dios nos habita; siempre está con nosotros. Soy, como decía Santa Teresa, un castillo habitado.
Ya que Dios me habita y acompaña, yo me abro y reconozco esta presencia. La oración sería más un reconocer esta presencia de Dios que cualquier otra cosa. Y, naturalmente, vivirla; es decir, establecer una relación con palabras, gestos, sentimientos o sencillamente, sin nada, como quien está a gusto al lado de quien ama.
La búsqueda de un encuentro explícito entre Dios y yo, esto es, la oración, comienza con la iniciativa de Dios, no con la mía. Dios me busca más que yo a él. Dios desea muchísimo más mi encuentro con El que lo que desea mi corazón.
San Pablo lo vio y experimentó muy bien: “el Espíritu de Dios habita en vosotros”,.. un Espíritu que os hace hijos y nos permite gritar: ¡Abba! ¡Padre! (Rm, 8, 9, 11 y 15)
Avancemos un paso más, decir que Dios está dentro es decir demasiado poco. Nosotros estamos en Dios. Somos abrazados por El por dentro y por fuera. Vivimos en El. Dios abraza, sostiene y penetra toda la realidad, también la de los seres humanos.
San Pablo, cuando quiso decirles a los atenienses cómo era el Dios cristiano, empezó por esta idea mística muy extendida y conocida por los hombres espirituales de todas las religiones: “Dios no está lejos de ninguno de nosotros, pues en El vivimos, nos movemos y existimos” (Act, 17, 28).
Y en nosotros está Dios y nos trata, se relaciona con nosotros como personas.
Tú que manas dentro de mí
como una fuente que no nace de mí
pero que me moja y me riega,
Tú que brillas dentro de mí
como una luz que yo no enciendo
pero que me alumbra mi sala de estar,
Tú que amas dentro de mí
como una llama que no es mi hoguera
pero que pone en fuego todo mi ser,
Tú, silencio íntimo,
que no hablas,
pero que sin palabras
pones en mi vida la palabra
que da la vida al mundo,
Tú, confidente invisible,
diálogo,
compañía permanente,
que me sacas del anonimato de las cosas
y me haces ser yo.  
Extracto de una oración de Patxi Loidi
Gritos y plegarias, 231


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