P. Rufino Velasco - Madrid.
Lo primero que va a proclamar Jesús es una Buena Noticia para los pobres: «Dichosos vosotros los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios»; los pobres, que no tenían nada que decir dentro del pueblo de Israel, tendrán mucho que decir dentro del Reino de Dios que está a punto de inaugurar en medio de su pueblo. Y a la vez tendrá una mala noticia para los ricos y poderosos del pueblo de Israel: «¡Ay de vosotros los ricos, porque ya tenéis vuestro consuelo»; los ricos no necesitan el Reino de Dios, ya se consuelan con su riqueza y con el dominio que tienen sobre los pobres.
Hay aquí una suerte de imperialismo que le da derecho al Papa, y a los demás obispos como legados suyos a decir cosas...(P. Rufino Velasco).
Al principio no fue así. La Iglesia nació de unas experiencias profundas sobre Jesús que tenían poco que ver con los caminos que luego recorrería en su historia.
A medida que transcurre la vida de Jesús, tiene que enfrentarse con los dirigentes de Israel, y, al fin, con los dirigentes del imperio, que son los que le condenan a muerte. Las primeras comunidades cristianas permanecen enfrentadas con los dirigentes tanto de Israel como del imperio porque siguen siendo fieles a lo que les enseñó Jesús por su preferencia por los más débiles y a su re-chazo a los más ricos y poderosos de su tiempo.
Pero en el siglo IV se produjo un giro espectacular en la Iglesia de Jesús, por el que empezó a ser religión oficial del imperio romano, el mismo que mató a Jesús. El artífice de esta nueva actitud fue Constantino, y el «constantinismo» es el nombre que se da a este giro insospechado que se produce entre Iglesia e imperio.
1. El constantinismo
Constantino es el primer emperador romano que se hizo cargo de que la actitud de enfrentamiento con la Iglesia cristiana no era buena ante todo para el imperio romano. El imperio necesitaba la energía incontenible de la Iglesia para mantenerse en pie ante los peligros que se cernían sobre un imperio decadente. Fruto de esto fue el «edicto de Milán», en que se promulgaba la tolerancia religiosa que Constantino declaraba a la Iglesia cristiana.
Pronto se vio el favoritismo en que cayó el emperador frente a la Iglesia, y la postración en que se hundió la Iglesia frente al emperador, hasta el punto de no saberse si el imperio se eclesiastizó o la Iglesia se imperializó con la nueva situación.
Por de pronto, lo primero que aparece es la injerencia del emperador en los asuntos internos de la Iglesia, hasta que él mismo convoca el Concilio de Nicea para arreglar los problemas eclesiásticos.
El concilio de Nicea fue el primer concilio de la Iglesia que es convocado por el emperador, sin que contaran para nada los obispos ni siquiera el obispo de Roma. Los obispos se sienten muy a gusto en el palacio imperial, presididos por Constantino en el sillón dorado que estaba reservado para él, pudiendo usar para sus viajes las postas del imperio, de tal manera que los carruajes episcopales les convertían en funcionarios del Estado que habían llegado a ser por el mero hecho de participar en el concilio. En esas circunstancias, la Iglesia «recibía cartas, honores y donaciones de dinero por parte del Emperador».
Durante el siglo IV la Iglesia se «imperializa» en muchas de sus pretensiones, sobre todo de sus clases dirigentes.
- Los obispos se convierten en grandes señores dentro de la Iglesia cristiana, hasta el punto de que ha podido hablarse de una cierta «faraonización» del minis-terio episcopal, de modo que se han vuelto irreconocibles para muchos cristianos de a pie: vestidos con un ropaje espléndido, con el palio y la estola, con el anillo, báculo y mitra, como propias «insignias» que han llega-do hasta nosotros, son el testimonio de los personajes «insignes» en que se han convertido. Así, la Iglesia de Jesús, contra su misma esencia, comienza a funcionar con aires imperiales a lo largo de toda la Edad Media.
- El clero pasa a ser el protagonista en la Iglesia, y dejan de serlo las comunidades locales, como lo habían sido hasta entonces. La «jerarquía» comienza a ser una realidad consistente en sí misma, con todos los privilegios que le vienen del imperio cristiano. Como en el imperio, surgen las órdenes «clericales» y comienza la separación entre el «clero» y los «laicos», que son ya el pueblo cristiano en general. El clero se concentra cada vez más en torno al altar, y en las «basílicas», que eran hasta entonces los palacios de los emperadores, se reserva un espacio para los laicos que empiezan a ser los «asistentes» a un espectáculo en que los «celebrantes» son clérigos.
2. El «poder espiritual» y el «poder temporal»
Pero hay más todavía. La reforma de Gregorio VII en el siglo XI es un paso adelante en la Iglesia «imperial»: el poder espiritual de la Iglesia está muy por encima del poder temporal de que gozan los emperadores. Toda la intención de Gregorio VII va dirigida a entender el poder espiritual de la Iglesia totalmente centrado en el papa, o, más exactamente en la «monarquía papal» a la que debe subordinarse enteramente el poder temporal.
De aquí nacieron los «dictatus papae» que en sus 27 proposiciones, resumen todos poderes fundamentales del papa: la Iglesia romana, fundada por Cristo, es infalible, y, por tanto, es necesario estar de acuerdo con ella para ser considerado católico; el papa es santo automática-mente, una vez ordenado canónicamente; él es el único legislador, fuente y norma de todo derecho, juez supremo y universal que no puede ser juzgado por nada ni por nadie; al papa le es permitido destituir a los emperadores; sólo él puede usar insignias imperiales; es el hombre al cual todos los príncipes besan los pies.
Así pues, se trata aquí de una sublimación del papa, en virtud de su «poder espiritual», que le convierte en el mayor soberano de Occidente. No sólo tiene un poder «imperial» sobre todos los emperadores de la tierra, sino que todo el poder temporal de los mismos debe someter-se a su poder espiritual. No sólo puede utilizar «insignias imperiales», sino que utiliza la tiara, que usaban los persas y que consta de tres coronas por las que el papa desempeña una autoridad que, como papa y obispo, tiene sobre reyes y emperadores que le da el ser representante de Dios y de Cristo en toda la tierra.
Por todo ello, el papa tiene «las llaves» del Reino, tanto la llave espiritual como la llave temporal, por las que puede imponerse al poder de todos los potentados de la tierra. La «plenitud de potestad» del papa alude a un poder absoluto, al cual todo está sometido en el cielo y en la tierra por la que puede considerarse como «señor de todos los bienes temporales».
De este modo, el papa se convierte en el gran señor de Occidente, y llegará a cumbres insospechadas, tanto en el siglo XIII como en la época del Renacimiento. Cuando, por ejemplo, Inocencio XIII, en el siglo XIII, decía que el papa «está a medio camino entre Dios y el hombre, es menos que Dios pero más que un hombre», está expresando la conciencia de ser, sin comparación, el mayor poder de la tierra, al que debe someterse cualquier otro poder. Así, este tipo de «monarquía papal» que comienza con Gregorio VII se prolonga a través del segundo milenio de la Iglesia hasta el siglo XX, en el cual sucede esa gran aventura eclesial: el Vaticano II.
3. Juan XXIII: «sacudirse el polvo imperial»
No hay remedio mejor para huir del imperialismo en la Iglesia que acudir al Evangelio, que se convierte en «principio evangélico» contra todo el engrandecimiento por el que han pasado los jerarcas en la iglesia. Hay que bajar a ese punto en que todos coincidimos, ser «cristianos» sin más, por debajo de todo lo que nos diferencia. Ésta será, sin duda, la gran sacudida del polvo imperial que se ha depositado a lo largo de los siglos en la jerarquía eclesiástica. Lo que hace la Iglesia en el Concilio fue «adquirir una nueva conciencia de sí misma, la conciencia de formar parte de la historia humana como Pueblo de Dios».
A pocos extrañará ya que, después se haya producido en la Iglesia una situación de «involución» y «restauración» que volvió prácticamente sospechoso todo lo que había ocurrido en el Vaticano II. En sectores muy influyentes de la Iglesia, principalmente de la curia romana, surge muy pronto la necesidad de frenar todo lo que viniera del concilio si no se quiere asistir en poco tiempo a una completa destrucción de la Iglesia.
¿Qué es lo que molestaba especialmente de esta gran asamblea? Molestaba muy concretamente la postura del concilio de poner en primer plano al «Pueblo de Dios» presentando a la «jerarquía» como enteramente «al servicio» del Pueblo de Dios.
¿Cómo no ver aquí esa pretensión de mantener la «monarquía papal» como centro hegemónico de la primacía sobre el mundo y sobre el poder de los gobiernos que la minoría conciliar pensaba poder ejercer como Iglesia tal como se había pensado desde siempre, que era como decir desde el constantinismo y desde la época postridentina?
Está ya de moda en la actualidad exigir para la Iglesia un protagonismo en los problemas morales y religiosos que nadie puede ocupar en lugar suyo. Es decir, la jerarquía eclesiástica y más particularmente el Vaticano, se siente llamada a ocupar en la actualidad un puesto central en la historia de la humanidad que le otorga la hegemonía en asuntos importantes, como representante que es de la hegemonía de Dios en el mundo. Hay aquí una suerte de imperialismo que le da derecho al papa, y a los demás obispos como legados suyos, a decir cosas sobre el divorcio, el aborto, o los modelos de familia que concuerdan con lo que ha enseñado siempre la Iglesia, que sólo ellos pueden decir «en nombre de Dios».
Estoy convencido de que, tal como van las cosas, la visión imperial de la Iglesia tiene todavía mucho futuro por delante.
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