lunes, 2 de abril de 2012

El abandono en la Divina Providencia (3)


Por Jean Pierre de Caussade
Capítulo III
Disposiciones para el abandono y sus efectos
Docilidad a la voluntad de Dios
¡Qué desasido hay que estar de todo lo que se siente o se hace para caminar por esta vía, en la que sólo cuenta Dios y el deber de cada momento! Todas las intenciones que vayan más allá de esto deben ser eliminadas. Es preciso limitarse al momento presente, sin pensar en el precedente, ni en el que va a seguir.
Guardando siempre a salvo, por supuesto, la ley de Dios, hay algo interior que te está diciendo: «Me veo ahora inclinado a esa persona, a este libro, a recibir o a dar tal advertencia, a presentar cierta queja, a abrirme a esa persona o a recibir sus confidencias, a dar tal cosa o a hacer tal otra».
Es preciso, entonces, seguir lo que se presenta como moción de la gracia, sin apoyarse ni un sólo momento en las propias reflexiones, razonamientos o esfuerzos. Hay que tener presente todo esto, pero para el momento en que Dios venga, sin realizar opciones propias. Dios nos da su voluntad, ya que en este estado Él vive en nosotros. En efecto, la voluntad de Dios ha de ocupar aquí el lugar de todos nuestros apoyos ordinarios.
Fidelidad a la gracia del momento
Cada momento va urgiendo la acción de cada una de las virtudes. Y el alma abandonada responde con fidelidad en cada instante, de modo que aquello que ha leído o escuchado lo tiene tan presente, que el novicio más abnegado no cumple mejor que ella sus deberes. Eso lleva consigo, por ejemplo, que estas almas son llevadas una vez a esta lectura, otra vez a otra, o bien a hacer tal observación o cierta reflexión sobre sucesos mínimos. En un momento concreto, les da Dios aliciente para instruirse en una doctrina, y en otro va a sostenerles en la práctica de la virtud.
En todas las cosas que van haciendo estas almas, no sienten sino la moción interior para hacerlas, sin saber por qué. Todo lo que podrían decir vendría a ser: «Me siento inclinado a escribir, a leer, a preguntar, a mirar tal cosa. Sigo esta atracción, y Dios, que me la da, pone en mis potencias un fondo y una reserva de cosas particulares, para ser en seguida el instrumento de otras inclinaciones, que me darán el uso de esa riqueza y reserva, para mi provecho y el de los demás».
Esto requiere que estas almas sean sencillas, dúctiles, ligeras y dóciles al menor soplo de estos impulsos íntimos, casi imperceptibles. Dios, que es su Señor, tiene derecho a aplicarlas a todo lo que sea para su gloria. Y si ellas pretenden resistir esas mociones, aferrándose a las reglas de vida por las que se rigen las almas que avanzan con esfuerzo y modos propios, se privarían así de mil cosas necesarias para cumplir los deberes de los días futuros.
Contradicciones
Sucede, sin embargo, que como se ignora esto, se les juzga, y se les censura por su simplicidad, y ellas, que no censuran a nadie, que aprueban todos los estados, y que saben discernir perfectamente los grados y progresos, se ven despreciadas por estos falsos sabios, que no están en condiciones de gozar de esa dulce y cordial sumisión a las órdenes de la Providencia.
¿Aprobarían estos sabios mundanos aquella continua inestabilidad de los Apóstoles, que no les dejaba establecerse en ninguna parte? Ni siquiera los espirituales ordinarios son capaces de sufrir a estas almas que viven así, pendientes en cada momento de la Providencia. Sólo algunas almas que son como ellas las aprueban, y Dios, que instruye a los hombres por medio de hombres, hace que aquellos que son sencillos y fieles para abandonarse a Él, encuentren siempre algunas almas de esta naturaleza.
De guiarse a sí mismo a ser guiado por Dios
Hay un tiempo en el que quiere Dios ser por sí mismo la vida del alma, y perfeccionarla directamente y de un modo secreto y desconocido. Entonces, todas las ideas propias, luces y maneras, búsquedas y razonamientos, no son sino una fuente de ilusiones. Y cuando el alma, después de muchas experiencias de desatinos debidos a sus modos propios, reconoce finalmente su inutilidad, se da cuenta de que el mismo Dios ha ocultado y confundido todos los medios con el fin de hacerle encontrar la vida en Sí mismo.
Convencida, entonces, de que por sí misma no es más que una pura nada, y de que todo cuanto saque de su propio fondo sólo le servirá de perjuicio, se abandona del todo a Dios, para no tener nada más que a Él, y vivir sólo de Él y para Él. Desde ese momento es Dios para el alma una fuente de vida, no por ideas, luces y reflexiones, que como he dicho, son sólo una fuente de ilusiones, sino por la eficacia y la realidad de las gracias que derrama en ella, aunque ocultas bajo apariencias encubiertas.
Y aunque la obra divina es desconocida para el alma, recibe sin embargo su virtud sustancia y real a través de mil circunstancias, que al parecer sólo son para su ruina.
No hay remedio para esta oscuridad, y es preciso abismarse en ella. Allí y en todas las cosas Dios se le comunica por la fe. El alma no es ya sino un ciego o, si se quiere, es como un enfermo que ignora la virtud de las medicinas, de las que sólo capta su amargura. Incluso con frecuencia tiene la sensación de que ellas más bien le van a producir la muerte; y las crisis y desfallecimientos que sufre parecen confirmar sus temores. Y, sin embargo, es precisamente en esta apariencia de muerte donde encuentra su salud, y sigue tomando las medicinas, fiado en el médico que se las prescribe.
Antes el alma, por medio de ideas e iluminaciones, veía cuanto correspondía al plan concreto de su perfeccionamiento. Pero ya no es así ahora, cuando la perfección se le comunica contra toda idea, luz o sentimiento. Ahora se le da más bien a través de todas las cruces de la Providencia, por las actividades impuestas por los deberes actuales, por ciertas atracciones en las que no parece haber de bueno sino que en modo alguno llevan al pecado, pero que están todas ellas aparentemente muy lejos de los brillos sublimes y extraordinarios de la virtud. En estas cruces, que se suceden una tras otra, el mismo Dios, velado y oculto, se le comunica por su gracia de una manera muy desconocida, pues el alma no siente otra cosa que debilidad para llevar la cruz, disgusto por sus obligaciones, y sus inclinaciones no le llevan sino hacia las prácticas más comunes.
Un reproche continuo
En este estado, todo el ideal de la santidad no es para ella más que un reproche continuo de sus bajas y despreciables disposiciones. Todos los libros de vidas de santos la condenan, sin que tenga medio para defenderse. El alma ve una santidad luminosa, que la desola, pues ya no siente en sí fuerzas para elevarse a ella, y no capta su propia debilidad como ordenación divina, sino como simple cobardía. Y todas aquellas personas que tenía como amigas y que apreciaba como distinguidas por sus virtudes o por la lucidez de sus ideas la ven ahora con menosprecio. «¡Vaya santa!», comentan, y el alma, creyéndolo así, viéndose confusa por tantos esfuerzos inútiles que hace para elevarse de su bajeza, llena de oprobios, nada tiene que responder a las acusaciones de los otros o de sí misma.
Pero Dios obra en el centro del alma
Sin embargo, siente el alma en sí una fuerza fundamental que la centra en Dios, y escucha en su interior una voz que le asegura que todo irá bien, siempre que ella le deje hacer a Dios y no viva sino de la fe. Como dice Jacob, «verdaderamente Dios está aquí, y yo no lo sabía» [Gén 28,16].
Alma querida, tú andas buscando a Dios, y Él está en todas partes. Todo te lo revela, todo te lo da, está junto a ti, a tu alrededor, en ti misma ¡y andas buscándole! Posees la sustancia de Dios, y buscas su idea. Buscas la perfección, y está en todo cuanto de sí mismo se te presenta. Tus sufrimientos, tus acciones, tus inclinaciones, son enigmas bajo los cuales se da Dios a ti por sí mismo, mientras que vanamente sueñas ideas sublimes, de las que no quiere servirse para morar en ti.
Dios oculto y disfrazado
Marta quiere agradar a Jesús con platos delicados, y Magdalena se contenta con Jesús y le recibe del modo como Él quiere presentarse [Lc 10,38-42]. Jesús se oculta también a Magdalena bajo la figura de jardinero, y Magdalena le busca bajo la forma que en su mente ha concebido [Jn 20,14-16]. Los apóstoles ven realmente a Jesús, y le toman por un fantasma [Lc 24,33-42].
Así gusta Dios de disfrazarse para elevar al alma a una pura fe, con la que siempre le encuentra, por más que se encubra bajo enigmas obscuros, pues ella conoce el secreto de Dios, y le dice como a la esposa: «Allí está; miradlo detrás de la cerca; mira por la ventana, acecha por entre las celosías» [Cant 2,9].
¡Oh, amor divino!, ocúltate, salta, estremécete en los dolores, aplica el atractivo o la obligación, mezcla, confunde, rompe como hilo frágil todas las ideas y todas las medidas que el alma se forme. Que ésta pierda suelo, que nada sienta, que no vea ya camino ni sendero ni luces, que no te encuentre como en otro tiempo en tus ordinarias habitaciones y vestiduras acostumbradas, que no te halle en la quietud de la soledad ni en la oración, ni en la observancia de tales o cuáles prácticas, ni tampoco en los sufrimientos, ni en las ayudas prestadas al prójimo, ni en la huida de vanas conversaciones o de negocios. En una palabra, que después de haber probado todos los medios y modos conocidos de agradarte, nada consiga, ni alcance a verte en nada como en otro tiempo.
Pero haz que la inutilidad de todos estos esfuerzos le lleve finalmente en adelante a dejarlo todo, y a encontrarte en ti mismo, y muy pronto en todo, en todo, sin necesidad de reflexionar. Porque, oh, amor divino, ¿no es un error no divisarte en todo lo que es bueno y en todas las criaturas? ¿Por qué, pues, buscarte en otras cosas que en las que tú quieres comunicarte? Amor divino, ¿por qué querer hallarte bajo otras especies que aquellas que tú has elegido como sacramentos tuyos, ignorando que su escasa apariencia y leve realidad dan todo el mérito a la obediencia y a la fe?





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