lunes, 2 de abril de 2012

El abandono en la Divina Providencia (1)


Por Jean Pierre de Caussade
Capítulo I
Cómo nos habla Dios y cómo debemos escucharle
Dios habla hoy como ayer
Dios nos sigue hablando hoy como hablaba en otros tiempos a nuestros padres, cuando no había ni directores espirituales ni métodos. El cumplimiento de las órdenes de Dios constituía toda su espiritualidad. Ésta no se reducía a un arte que necesitase explicarse de un modo sublime y detallado, y en el que hubiese tantos preceptos, instrucciones y máximas, como parece exigen hoy nuestras actuales necesidades. No sucedía a así en los primeros tiempos, en que había más rectitud y sencillez.
Entonces se sabía únicamente que cada instante trae consigo un deber, que es preciso cumplir con fidelidad, y esto era suficiente para los hombres espirituales de entonces. Fija su atención en el deber de cada instante, se asemejaban a la aguja que marca las horas, correspondiendo en cada minuto al espacio que debe recorrer. Sus espíritus, movidos sin cesar por el impulso divino, se volvían fácilmente hacia el nuevo objeto que Dios les presentaba en cada hora del día.
María, abandonada en Dios
Éstos eran los ocultos medios de la conducta de María, la más simple de todas las criaturas y la más abandonada a Dios. La respuesta que dio al ángel, contentándose con decirle: Hágase en mí según tu palabra [Lc 1,38], sintetiza toda la teología mística de sus antepasados. Entonces como ahora, todo se reducía al más puro y sencillo abandono del alma a la voluntad de Dios, bajo cualquier forma que se presentase. Esta disposición, tan alta y bella, que constituía el fondo del alma de María, brilla admirablemente en estas sencillísimas palabras: Fiat mihi. Es la misma exactamente que aquellas otras que nuestro Señor quiere que tengamos siempre en nuestro corazón y en nuestros labios: Hágase tu voluntad [Mt 6,10].
Es verdad que lo que se exige de María en este solemne instante es gloriosísimo para ella; pero todo el brillo de esta gloria no la deslumbra: es solamente la voluntad de Dios la que mueve su corazón.
Esta voluntad de Dios es la regla única que María sigue y que en todo ve. Sus ocupaciones todas, sean comunes o elevadas, no son a sus ojos más que sombras, más o menos brillantes, en las que encuentra siempre e igualmente con qué glorificar a Dios, reconociendo en todo la mano del Omnipotente. Su espíritu, lleno de alegría, mira todo lo que debe hacer o padecer en cada momento como un don de la mano de Aquél que llena de bienes un corazón que no se alimenta sino de Él, y no de sus criaturas.
La virtud del Altísimo la cubrirá con su sombra [Lc 1,35], y esta sombra no es sino lo que cada momento presenta en forma de deberes, atracciones y cruces. Las sombras, en efecto, en el orden de la naturaleza, se esparcen sobre los objetos sensibles, como velos que los ocultan. Y del mismo modo, en el orden moral y sobrenatural, bajo sus oscuras apariencias, encubren la verdad de la voluntad divina, la única realidad que merece nuestra atención.
Así es como María se encuentra siempre dispuesta. Y esas sombras, deslizándose sobre sus facultades, muy lejos de producirle ilusiones vanas, llena su fe de Aquél que es siempre el mismo. Retírate ya, arcángel, que eres también una sombra. Pasó tu instante y desapareces. María sigue y va siempre adelante, y tú ya estás muy lejos. Pero el Espíritu Santo, que bajo el aspecto sensible de esa misión ha entrado en ella, ya nunca la abandonará.
Casi no vemos rasgo alguno extraordinario en el exterior de la santísima Virgen. No es, al menos, eso lo que la Escritura subraya. Su vida es presentada como algo muy simple y común en lo exterior. Ella hace y sufre lo que hacen y sufren las personas de su condición. Visita a su prima Isabel, como lo hacen los demás parientes. María va a inscribirse a Belén, con otros más. Su pobreza la obliga a retirarse a un establo. Vuelve a Nazaret, de donde la alejara la persecución de Herodes; y vive con Jesús y José, que trabajan para procurarse el pan cotidiano.
Dejémonos llevar por Dios en cada instante
Pero ¿de qué pan se alimenta la fe de María y de José, cuál es el sacramento de todos sus momentos sagrados? ¿Qué se descubre bajo la apariencia común de los acontecimientos que los llenan? Lo que allí sucede es visible, es lo que ordinariamente vemos en todos los hombres; pero lo invisible que la fe allí descubre y reconoce es nada menos que el mismo Dios realizando obras grandes [Lc 1,49].
¡Oh Pan de los ángeles, maná celeste, perla evangélica, sacramento del momento presente! Tú nos das al mismo Dios bajo las apariencias tan viles del establo y la cuna, la paja y el heno... ¿Pero a quién se lo das? A los hambrientos los colma de bienes [Lc. 1,53]. Dios se revela a los pequeños en las cosas más pequeñas; y los grandes, que solo miran la apariencia, no le reconocen, no lo descubren ni aun en las grandes.
¿Hay algún modo secreto para encontrar este tesoro, este grano de mostaza, esta dracma? En absoluto. Es un tesoro que está en todas partes, y que se ofrece a nosotros en todo tiempo y lugar. Como Dios, las criaturas todas, amigas y enemigas, lo derraman a manos llenas, y lo hacen fluir por todas las facultades de nuestro cuerpo y potencias de nuestra alma, hasta el centro mismo del corazón. Abramos, pues, nuestra boca, y nos será llenada. Sí, la acción divina inunda el universo, penetra y envuelve todas las criaturas, y en cualquier parte que estén ellas, ella está, las adelanta, las acompaña, las sigue. Lo único que hay que hacer es dejarse llevar por su impulso.
Es camino para todos
Quiera Dios que los reyes y sus ministros, los príncipes de la Iglesia y del mundo, sacerdotes, soldados, ciudadanos, todos, en una palabra, se convenzan de la facilidad con que pueden llegar a una santidad eminente. Para conseguirla sólo es necesario cumplir fielmente con los sencillos deberes del cristianismo y del propio estado, abrazar con paciencia las cruces que éstos traen consigo, someterse a los designios de la Providencia, cumpliendo incesantemente todo cuanto el presente nos ofrezca para hacer o padecer.
Ésta es toda la espiritualidad que santificó a los Patriarcas y Profetas, cuando todavía no existían tantos métodos y maestros. Ésta es la espiritualidad de todas las edades y de todo estado, que ciertamente no pueden santificarse de un modo más alto, más extraordinario, y al mismo tiempo, más fácil: la práctica sencilla de aquello que Dios, único director de las almas, les da en cada momento para hacer o sufrir, al mismo tiempo que se obedecen las leyes de la Iglesia o las del príncipe.
Si se viviera así, los mismos sacerdotes apenas serían necesarios, más que para los sacramentos. Las demás cosas, sin ellos, resultarían santificantes en todos y en cada uno de los momentos. Y esas almas sencillas, que no se cansan de consultar sobre los medios para ir a Dios, se verían liberadas de fardos pesados y peligrosos, que aquellos que disfrutan gobernándolas les imponen sin necesidad.


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