Por Teófilo Amores Mendoza
(Comentario a Jn. 21, 1-14)
Uno de los mayores retos que tenemos los creyentes es el de ser capaces de ver en la rutina de nuestra vida diaria la presencia del Señor. Como somos humanos, probablemente tengamos mayor facilidad para tener un encuentro personal con Él con motivo de acontecimientos especiales, como la Semana Santa, por ejemplo.
Pero la Semana Santa ha pasado y, poco a poco, vamos volviendo a la normalidad de esa preciosa rutina que conforma nuestra vida habitual y en la que se entremezclan la familia y los amigos, el trabajo y las cosas de la casa, los buenos momentos y algún que otro disgusto.
Esta vida nuestra ordinaria ha de ser el sustrato, la tierra fértil en la que tenga lugar el crecimiento de la semilla de nuestra vida en Dios. Porque, convenceos, lo normal es que Dios nos salga al encuentro de la mano del hermano, del amigo, del compañero de trabajo, de la olla exprés, o en nuestro ir o volver del trabajo.
El evangelio de hoy nos presenta a los discípulos de Jesús incorporados a la normalidad de sus vidas después de las fuertes emociones vividas durante los días de la Pasión. Juan nos habla aquí de la presencia de cinco de los discípulos, todos ellos pescadores. Y hemos de dar por sentado que los otros seis estarían dedicados cada cual a sus propios oficios, a las actividades que constituían su vida ordinaria y de la cual vivían ellos y sus familias.
Los cinco a los que alude Juan han salido a pescar y, tras pasar toda la noche en brega, han terminado sin conseguir atrapar nada en sus redes. Cinco hombres expertos, utilizando todo el arte que conocen desde niños, son incapaces de pescar un solo pez en toda la noche.
Cuando está a punto de abandonar la faena (ya está amaneciendo), un desconocido se dirige a ellos para que lo intenten una vez más. Ellos aceptan la invitación y el resultado ya lo conocemos: la captura fue tan grande que no eran capaces de sacar la red del agua por el peso que llevaba.
Ni siquiera Juan se dará cuenta de que aquel que les habla (“muchachos”, les dice en tono familiar) es Jesús. Solo después que se ha producido el milagro caerá el velo de sus ojos, dándose cuenta y comunicándoselo a Pedro que, fiel a su carácter impetuoso, se lanza al mar para ir nadando hasta Jesús.
No deja de resultar curioso que, después de todo el tiempo que han convivido con Jesús no acierten a reconocerlo cuando se dirige a ellos. Y es que han convivido con Él, es cierto, pero no han dejado que sus corazones se volvieran permeables a su palabra, a su enseñanza. Han estado demasiado pendientes de SUS cosas, de SUS pensamientos, de SUS opiniones, de SUS puntos de vista. Han visto y oído a Jesús con sus sentidos humanos, pero no han consentido en cambiar “SUS” actitudes en la vida por las que les enseña el Maestro.
Probablemente también a ti y a mi nos pase algo parecido: somos seguidores de Jesús, nos confesamos discípulos, aceptamos su enseñanza… pero no nos convertimos, no nos atrevemos a dar el paso valiente y radical de cambiar nuestras actitudes por las que Él nos enseña. Preferimos ir por la vida echando las redes por el lado de la barca que más nos place. Nos dejamos guiar, generalmente, por nuestros sentidos, por nuestras opiniones, en vez de dar un margen amplio de confianza a nuestra fe.
Cualquier día de estos (¿porqué no hoy?) hemos de decirnos: “¡¡Ahora comienzo!!”, para empezar a convertir nuestra maravillosa rutina diaria, con nuestra familia y nuestros amigos, nuestro trabajo y las cosas de casa, nuestros buenos momentos y nuestros disgustos en acontecimientos en los que veamos de un modo patente y real a Jesús viviendo, codo con codo junto a nosotros, cada instante de nuestra vida.
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