martes, 28 de febrero de 2012

Reflexiones acerca de los 50 años del Conciliio Vaticano II



“Tanto amó Dios al mundo que le dio su Hijo…” Jn 3, 16
MIGUEL ESQUIROL VIVES, esquirolrios@gmail.com
COCHABAMBA (BOLIVIA).

En la Iglesia católica el año 1962 se dio un tsunami catastrófico para algunos y un suceso de suma importancia para otros. Suceso ya esperado por éstos y despreciado o por lo menos menospreciado por aquellos.

Quizás, como han dicho muchos, el problema de nuestra querida Iglesia viene desde la época constantiniana, cuando la jerarquía eclesiástica pasó de una situación de persecución y martirio a un status de libertad y nobleza, equiparable a la de los grandes señores de la época.

Fueron tiempos en que la preocupación de las autoridades eclesiásticas estaba primordialmente en la doctrina con sus dogmas, más que en el seguimiento de la vida del maestro, aquel camino que nos ofrecen los evangelios de sencillez y de compasión por los que sufren y aquel deseo de Jesús por el reino de Dios o transformación de este mundo, en el cual quien ha recibido más sirva y no sea servido y en el que el respeto a la dignidad de las personas sea para todos, pero sobre todos para los que por la sociedad ha considerado menos dignos, los más olvidados y excluidos.

Muchos años después vino la reforma de Lutero, que sin duda quiso el bien de la Iglesia, quiso acabar con aquel boato y aquella corrupción reinante en las altas esferas eclesiásticas, acabar con abusos al pueblo, como el de los cobros por las indulgencias, el control de las conciencias, y terminar con la ignorancia de un pueblo al que se le había prohibido la lectura de la Biblia…., nunca todo es perfecto entre los humanos, pero la verdad es que hacía falta una reforma y ya era urgente, pero lo más fácil fue declarar hereje a Lutero y terminar con semejante aventura. Para ello surgió la contrarreforma, con gente buena y santa, y si bien hizo mucho bien a muchos fieles, sirvió también para que la jerarquía pudiera seguir son su status, su poder y con la estructura piramidal de la Iglesia.

Cuatrocientos años después y a partir del año 1958, una vez que fue papa el cardenal Roncalli, como Juan XXIII, éste inicia lo que hubiese querido ser un gran reforma para la Iglesia católica, y el año1962 inaugura el Concilio Vaticano II. Fueron cuatro años de deliberaciones y de mucho estudio y una serie de documentos de suma importancia para la renovación, para el “agiornamento” o actualización de la Iglesia católica, documentos que muchos de ellos han quedado a medias, olvidados y quizás algunos ya superados.

El documento que abre la Iglesia al mundo, el más conocido y titulado por sus palabras latinas con que se inicia: Gaudium et spes, “Los gozos y las esperanzas de este mundo, sobre todo de los más pobres, son los gozos y las esperanzas de los discípulos de Cristo”. Que como consecuencia lógica llevó a sacerdotes, religiosos y religiosas a meterse en el mundo a comprometerse de veras con él, pero con las leyes canónicas anteriores al concilio y que no se renovaron dieron como resultado un gran éxodo, abandono de muchos del sacerdocio, porque era incompatible con este compromiso y también de religiosas y religiosos, siendo juzgados todos ellos y ellas entonces como desertores y aún como traidores.

Un verdadero signo de los tiempos, que en lugar de verlo como tal, se consideró por parte de la curia romana y otras altas personalidades como una verdadera desgracia, cuya causa había sido este desdichado concilio. Lo que sirvió también para dar marcha atrás, quedando paralizadas la mayoría de las reformas, como la litúrgica, la misma constitución de la Iglesia en sus ministerios desde el del papa, los obispos, presbíteros y hasta los ministerios laicales tan necesarios en favor de nuestro mundo y el pensar la Iglesia como Pueblo de Dios en lugar de Sociedad perfecta.

La necesidad y el valor del laicado fue siempre más una frase teórica que un interés real. Los “reducidos” al estado laical, palabra poco acertada, no fueron reconocidos como laicos y no se hizo nada o casi nada por recuperar a estos nuevos laicos, se menospreciaron esas fuerzas espirituales, intelectuales y dinámicas en la Iglesia, preparados teológica e intelectualmente, gente la mayoría de grandes valores materiales y espirituales, abandonados muchas veces de las jerarquías, de los superiores y superioras religiosas.

Salvo raras excepciones la mayoría no sintió lo que pudo haber sido una acogida tan necesaria para ellos y ellas, habiendo dejado con dolor, casi siempre, el calor de la institución. Y en ningún momento se pensó que podían ser más útiles en el mundo que en el templo, cuando la sal del evangelio en el mundo se estaba volviendo sin sabor. Y así estamos hoy, con un mundo que sigue su rumbo a toda velocidad de espaldas de la iglesia, lamentando la falta de sacerdotes, cuando todos ellos y ellas podrían ser verdaderos ministros casados y verdaderas ministras casadas de las comunidades eclesiales de base o ser sal y fermento de este mundo, de sus organizaciones civiles, laborales, políticas, etc., con la consiguiente apoyo de la Iglesia para su formación permanente en la fe y con la posibilidad de sentirse Iglesia.

(Tomado de Eclesalia Informativo).

domingo, 26 de febrero de 2012

Liberar la fuerza del evangelio

(Reflexión a Mc. 9, 2-10)

     El relato de la "Transfiguración de Jesús" fue desde el comienzo muy popular entre sus seguidores. No es un episodio más. La escena, recreada con diversos recursos de carácter simbólico, es grandiosa. Los evangelistas presentan a Jesús con el rostro resplandeciente mientras conversa con Moisés y Elías.

     Los tres discípulos que lo han acompañado hasta la cumbre de la montaña quedan sobrecogidos. No saben qué pensar de todo aquello. El misterio que envuelve a Jesús es demasiado grande. Marcos dice que estaban asustados.

     La escena culmina de forma extraña: «Se formó una nube que los cubrió y salió de la nube una voz: Este es mi Hijo amado. Escuchadlo». El movimiento de Jesús nació escuchando su llamada. Su Palabra, recogida más tarde en cuatro pequeños escritos, fue engendrando nuevos seguidores. La Iglesia vive escuchando su Evangelio.

     Este mensaje de Jesús, encuentra hoy muchos obstáculos para llegar hasta los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Al abandonar la práctica religiosa, muchos han dejado de escucharlo para siempre. Ya no oirán hablar de Jesús si no es de forma casual o distraída.

     Tampoco quienes se acercan a las comunidades cristianas pueden apreciar fácilmente la Palabra de Jesús. Su mensaje se pierde entre otras prácticas, costumbres y doctrinas. Es difícil captar su importancia decisiva. La fuerza liberadora de su Evangelio queda a veces bloqueada por lenguajes y comentarios ajenos a su espíritu.

     Sin embargo, también hoy, lo único decisivo que podemos ofrecer los cristianos a la sociedad moderna es la Buena Noticia proclamada por Jesús, y su proyecto de una vida más sana y digna. No podemos seguir reteniendo la fuerza humanizadora de su Evangelio.

     Hemos de hacer que corra limpia, viva y abundante por nuestras comunidades. Que llegue hasta los hogares, que la puedan conocer quienes buscan un sentido nuevo a sus vidas, que la puedan escuchar quienes viven sin esperanza.

     Hemos de aprender a leer juntos el Evangelio. Familiarizarnos con los relatos evangélicos. Ponernos en contacto directo e inmediato con la Buena Noticia de Jesús. En esto hemos de gastar las energías. De aquí empezará la renovación que necesita hoy la Iglesia.

     Cuando la institución eclesiástica va perdiendo el poder de atracción que ha tenido durante siglos, hemos de descubrir la atracción que tiene Jesús, el Hijo amado de Dios, para quienes buscan verdad y vida. Dentro de pocos años, nos daremos cuenta de que todo nos está empujando a poner con más fidelidad su Buena Noticia en el centro del cristianismo.

José Antonio Pagola


sábado, 25 de febrero de 2012

Bendición

Bendice, Señor, a los que tienen comprensión de mis pasos vacilantes y mis manos temblorosas.

Bendice a los que saben que hoy mis oídos van a sufrir para entender a otros.

Bendice a los que apartan los ojos, como si no lo vieran, cuando se me cae el café del desayuno.

Bendice a los que nunca me dicen: “Es la segunda vez que hoy cuentas lo mismo”.

Bendice a los que tienen el don de hacerme evocar los días felices de otros tiempos.

Bendice a los que hacen de mí un ser amado, respetado y no abandonado.

Bendice a los que adivinan que no sé ya cómo encontrar fuerzas para llevar mi cruz.

Bendice a los que endulzan con su amor los días que me quedan de vida, en este viaje a la casa del Padre.

(Ester M. Walker)


viernes, 24 de febrero de 2012

La vieja y nueva "Buena Nueva"

Por Teófilo Amores Mendoza

Una de las escenas evangélicas que más me anima en mi caminar es la que nos relata Lucas con mayor detalle que Marcos o Mateo. Me refiero al episodio en que Jesús visita su pueblo, Nazaret y acude a la sinagoga en sábado. A esas alturas de su vida, aunque estaba en los primeros tiempos de su ministerio público, ya era sobradamente conocido por toda Galilea: tras el apresamiento de Juan se había retirado a Cafarnaún y fue, a partir de ese momento (y no antes), cuando Jesús comienza su predicación.
Al contemplar la escena me doy cuenta que Jesús regresaba a su aldea, de la que había salido siendo “uno más” de entre sus paisanos, sin haberse significado de modo especial por nada. Pero ahora volvía precedido de una fama bien ganada. El contenido de su predicación y la realización de sus milagros habían hecho, como es natural, que se extendieran noticias sobre él por toda Galilea. Y, por supuesto, al volver ahora a su pueblo la noticia debió correrse de boca en boca.
Siempre me planteo que cuando acudió aquel sábado a la sinagoga, sus amigos, sus vecinos de toda la vida debían estar pendientes de él, como era natural: volvía el que se había convertido en “la comidilla” de toda la región. Y, desde luego, Jesús lo sabía. Por esto no me cabe duda alguna que escogió con todo cuidado la lectura que iba a hacer, prefiriendo un texto sobre el que hubiera meditado largamente y que le sirviera de apoyo para anunciar, con claridad y precisión a sus amigos y conocidos, la “buena noticia” de que se sabía portador.
La escena nos la describen los tres sinópticos (Mt. 13, 53-58; Mc. 6, 1-6 y Lc. 4, 16-30), pero es Lucas quien proporciona mayor detalle, y nos dice que Jesús leyó los dos primeros versículos del capítulo 61 de Isaías: “El espíritu del Señor está sobre mi, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos y a los prisioneros la libertad, para proclamar el año de gracia del Señor”.
Jesús no había cesado de predicar “Convertíos y creed en el evangelio. El Reino de Dios está cerca” y ese evangelio o buena noticia en la que había que creer fue la que, utilizando las palabras de Isaías, expuso entonces a sus convecinos. Y es la misma que nos sigue diciendo hoy a nosotros, los que, al menos en teoría, nos declaramos sus discípulos, sus seguidores, sus hermanos.
¿Discípulos?, ¿seguidores? ¿hermanos? ¿De verdad creemos que lo somos? Marcos (3, 31-35) nos describe una escena en la que Jesús dice con claridad y contundencia, sin dejar lugar a dudas, quién es su discípulo, quién su hermano. Describe el evangelista el episodio en que, estando reunidos con sus discípulos en Cafarnaún, seguramente en casa de Pedro (dentro de ella), llega su familia para llevárselo de vuelta con ellos porque pensaban que había perdido la razón (v. 21). La familia de sangre se queda fuera. Jesús permanece dentro (el relato no dice que saliera en ningún momento). Y es el mismo Jesús quien nos dice a quién consideraba él su familia: “Y mirando a los que estaban sentados a su alrededor, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Pues quien haga la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre”.
Son muchos los que han tratado de suavizar las palabras de Jesús porque les resulta dura, durísima, la afirmación sobre su familia. Pero la realidad es que, hasta ese momento, nadie de su familia de sangre le veía ni le aceptaba como el Portavoz de un mensaje de salvación. Como dice el evangelista, pensaban que estaba fuera de sus cabales.
¿Y nosotros? ¿Y tú? ¿Y yo? ¿Somos de los que estamos dentro y hemos aceptado convertirnos y creer en el evangelio? ¿O somos de los que nos hemos quedado fuera sabiendo que nos une un vínculo con él, pero sin haber optado por una conversión radical? Si somos de estos últimos creo que debemos seguir leyendo el evangelio con detenimiento hasta el final, contemplando qué dijo e hizo Jesús y hasta dónde aceptó llegar.
Si consideramos que somos de los que estamos dentro es que hemos aceptado ser discípulos con todas las consecuencias y, por tanto, debemos imitar a Jesús en lo que dice y en lo que hace. Y Jesús dice que en él se cumplen las palabras del profeta: el Señor “me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos y a los prisioneros la libertad, para proclamar el año de gracia del Señor”.
Quizá en mi oración de estos días deba preguntarme si estoy haciendo ESO precisamente, o si estoy considerando suficiente acudir a la Eucaristía frecuente, recitar la Liturgia de las Horas, meditar devotamente sobre temas espirituales o extasiarme en la contemplación de un Crucificado. Todo esto es, sin duda, excelente pero ¿es eso lo que el Señor vino a hacer y pide a sus discípulos que hagan? ¿Es sobre eso sobre lo que dice él por boca de Mateo, que seremos examinados en el último momento? Yo creo que no. En Mt. 25, 35-36 Jesús nos indica que se nos examinará sobre si cumplimos ese destino nuestro, que él dijo que ya se estaba cumpliendo en él mismo al citar a Isaías: tuve hambre y me disteis de comer, sed y me disteis de beber; era peregrino y me acogisteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, preso y vinisteis a verme.
Algunos de nosotros tenemos el atrevimiento de decir que somos contemplativos. Nuestra afirmación será verdadera solo cuando contemplemos al mismo Jesús en los hermanos que están más cerca de nosotros: en la figura de ese inmigrante ilegal, negro tizón, llegado en patera, aterido de frío y asustado por no tener papeles ni dinero; en ese mendigo sucio y, con frecuencia, maloliente que, extendiendo hacia mi su mano, acepta, paciente, mi paso indiferente; en esa pareja con una opción de vida en común diferente de la mía y a la que le habían contado que Jesús decía que las prostitutas y los publicanos serían los primeros en el Reino de los Cielos, pero que se ven condenados por esos predicadores de rancia moralina que se autoproclaman portavoces de Jesús pero se muestran fiscales inflexibles de todo lo diferente, lo que él jamás hizo.
Jesús necesita hoy discípulos que den la buena noticia a los pobres, venden los corazones desgarrados, proclamen la amnistía a los cautivos y den a los prisioneros la libertad. Con valentía. Sin temor. Dispuestos a tener el mismo final que Jesús: primero padecimiento y muerte. Y, después, resurrección y vida eterna.
Jesús, hoy, me necesita a mi, te necesita a ti.

Interceder

Por Teófilo Amores Mendoza
Únicamente Marcos nos relata, en 7, 31-37, el milagro de la curación de un sordomudo. Varias cosas deben interpelarnos desde este relato.
La primera de ellas es que el evangelista comienza el relato aludiendo a la actividad que ha desarrollado Jesús en tierras de Tiro y Sidón, tierras paganas, muy al norte de Israel. Ahora viene hacia el sur y, atravesando su tierra natal, Galilea, vuelve a adentrarse en la Decápolis, que también son tierras paganas. Y no es casualidad que Marcos haga notar tan insistentemente esta presencia de Jesús en medio de los paganos, porque lo que quiere hacernos llegar es que el mensaje de salvación tiene carácter de universalidad: es para todos, sin excepción. Nadie puede considerarse dueño del evangelio, pues Jesús no reservó su Buena Noticia a unos pocos sino que, una y otra vez, lo predicó a todo tipo de gentes, sin excluir a nadie.
La segunda cuestión relevante es que, una vez más, encontramos un relato en que no es el enfermo quien acude a Jesús en solicitud de ayuda, sino que son otros los que lo llevan ante Jesús. No nos dice quiénes, ni cuántos, pero con toda seguridad era gente a la que le importaba el enfermo, amigos, familiares que interceden ante Jesús en la seguridad de que van a obtener lo que piden.
Un tercer aspecto relevante es la enfermedad del hombre. Es alguien incapacitado para comunicarse, para mantener unas relaciones sociales que pudiéramos calificar como “normales”. Si trascendemos a la visión puramente humana de la enfermedad y vemos el relato desde una dimensión espiritual, nos damos cuenta que el evangelista nos está hablando de un hombre sordo al mensaje de salvación de Jesús y apenas capacitado para transmitir una palabra de consuelo o salvación a sus semejantes. Lo que están pidiendo los amigos para el enfermo es, entonces, no solo un milagro de curación física, sino un milagro de fe.
Solo unos versículos antes, en 6, 52 y 7, 18, Jesús ha reprochado a sus discípulos su falta de capacidad para entender el mensaje de Jesús. Es decir, su ceguera y su sordera para ver y entender el sentido profundo de lo que Jesús comunica con sus actos.
Marcos se caracteriza por ser el evangelista del “secreto mesiánico”. A lo largo de su evangelio nos muestra a Jesús intentando que no se sepa que es el Hijo de Dios, pues esa revelación tendrá que llevarse a cabo en la cruz. Por esto, en este episodio, y como quiera que había mucha gente presente, aparta a ésta y se lleva al enfermo a un lado. Cuando están a solas Jesús realiza cuatro gestos: dos son muy antiguos, propios de los taumaturgos de su época: mete los dedos en los oídos y, con su saliva, toca la lengua del hombre. Gestos similares los seguimos realizando hoy, de manera ritual, en las ceremonias bautismales.
Los otros dos gestos son propios de Jesús y los vamos a encontrar en más relatos: primero eleva su mirada al cielo, lo que es signo de oración a su Padre. Después suspira, esto es, inspira profundamente, gesto considerado como la preparación del profeta antes de hacer que se manifieste su fuerza poderosa. Y con una sola palabra: “Effetá” (“ábrete”) se produce la curación del sordomudo.
Sería importante que nos quedáramos, al menos, con dos puntos para orar teniendo este episodio a la vista: uno la cooperación necesaria de los amigos para conseguir que el enfermo recupere su salud, recupere su fe. El segundo cómo Jesús ayuda a la persona enferma a superar aquéllas circunstancias que le hacen estar alejado de la comunidad, de sus semejantes: devuelve el oído y el habla al sordomudo, con lo que puede desenvolverse con normalidad entre su gente; cura a leprosos, con lo que elimina la causa que les obligaba a vivir alejado de cualquier población; resucita a los muertos, que son la manifestación más clara y rotunda de la incomunicación…
Jesús nos pide hoy que con nuestra palabra seamos transmisores de la fe que hemos recibido y que crece cada día en nosotros. También nos pide que no seamos meros espectadores de la situación de necesidad de los hermanos. Que mediemos por ellos ante el Padre elevando, como hizo él, nuestros propios ojos al cielo en actitud de súplica humilde.

Amor y perdón

Por Teófilo Amores Mendoza
Los tres evangelios sinópticos coinciden, casi palabra por palabra (Mt. 9, 1-8; Mc. 2, 1-12; Lc. 5, 17-26), al relatarnos el episodio de la curación del paralítico que es llevado a presencia de Jesús por cuatro amigos.
El suceso tiene lugar en Cafarnaúm, en casa de Pedro, no mucho tiempo después de que Jesús comenzara su vida pública. Han acudido un buen número de personas para escuchar sus enseñanzas, su buena noticia, su mensaje de salvación. Su fama de taumaturgo ya era notoria y Marcos y Lucas indican que los que habían ido eran tantos que apenas si cabían dentro de la casa. Entre los asistentes, dicen los tres relatos, se encuentran varios escribas, expertos en las Escrituras (los teólogos actuales). Han acudido, picados por la curiosidad, no tanto para aprender las enseñanzas de Jesús cuanto para averiguar qué enseña y con qué autoridad lo hace.
En esto llegan a la casa unas personas portando una camilla en la que va un paralítico. Su intención es presentárselo a Jesús, pues están convencidos de que podrá hacer algo por su amigo. Resulta curioso que ninguno de los tres evangelistas diga que el paralítico acudiera (él, el enfermo) por su voluntad a ver a Jesús, como tampoco que el mismo estuviera lleno de fe. Sin embargo, los tres coinciden en señalar que Jesús va a actuar al ver LA FE DE ELLOS, la de los amigos porteadores del paralítico. Este es un dato relevante con el que hemos de quedarnos: el poder de la fe del mediador.
Marcos y Lucas nos dicen que, ante la imposibilidad de poner la camilla en presencia del Maestro, los amigos deciden subir al tejado, abrir un hueco en el mismo, y deslizar la camilla hasta la presencia de Jesús. Desde luego, nadie les puede negar ni su osadía ni su plena confianza en que el riesgo y el esfuerzo  merecerían la pena. Y es esa fe que les mueve la que en este, como en el resto de los textos evangélicos, va a llevar a Jesús a actuar. Es seguro que el propio enfermo habría oído hablar de Jesús, de sus poderes curativos y, sin embargo, no había sido él quien había acudido a Jesús, sino que fueron sus amigos los que decidieron llevarlo movidos por una fe que conmueve a Jesús.
A veces me pregunto por el infierno interior por el que debería estar pasando el paralítico, el sufrimiento que debería anidar en su corazón, la desesperanza en que se encontraba. En el Israel de entonces se consideraba que una enfermedad como la suya era consecuencia de su pecado.
La primera y principal preocupación de Jesús es serenar el espíritu de aquel hombre, curar su alma, pacificar sus inquietudes: “Ánimo, hijo, confía: tus pecados te son perdonados”. Esa es la primera preocupación del Maestro: proporcionar paz interior, curar la amargura del corazón. Solo después, al darse cuenta de las críticas que aparecen en el corazón de los escribas presentes, cuestionando su facultad para perdonar pecados, realiza lo más fácil, la curación de la parálisis, ordenando al enfermo: “levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”.
Este pasaje debería dejarnos, en esta ocasión, dos enseñanzas. La primera es la fuerza de nuestra fe, el mejor argumento para llegar al corazón de Dios. Una fe plena, total, radical sin condiciones. Pero una fe sencilla, sin complicaciones, como la que tiene un niño en su padre, en su madre, a quienes sabe que puede dirigirse confiadamente en demanda de lo que necesita.
La segunda enseñanza es el poder de nuestra intercesión. Dios, nuestro Padre, atiende las súplicas de los hombres pero las atiende con especial cariño cuando esas súplicas se le dirigen intercediendo a favor de otras personas. La generosidad del que suplica, que no pide nada para él, se ve respondida con una generosidad aún mayor por parte de Dios que atenderá la necesidad espiritual de aquel por quien se intercede en el modo en que resulte más provechoso para su alma.

Llenar la carne de Espíritu


  Por José Enrique Galarreta
Marcos 1, 12-15
12 Inmediatamente el Espíritu lo empujó al desierto.
13 Estuvo en el desierto cuarenta días, tentado por Satanás; estaba entre las fieras y los ángeles le prestaban servicio.
14 Después que entregaron a Juan llegó Jesús a Galilea y se puso a proclamar la buena noticia de parte de Dios.
15 Decía:
- Se ha cumplido el plazo, está cerca el reinado de Dios. Enmendaos y tened fe en esta buena noticia.
 
El evangelio de Marcos comienza con la predicación del Bautista (1:1-8), el Bautismo de Jesús (1:8-12), y el fragmento que hoy leemos (1:12-15)
Marcos presenta muy esquemáticamente la cuarentena de oración y ayuno de Jesús en el desierto. Mateo y Lucas la desarrollan más (las tres tentaciones) y Juan la omite. (El cuarto evangelio omite los sucesos que no le van bien a su teología, tales como éste, la angustia de Getsemaní y el desamparo de la cruz).
 
Se muestra el retiro de Jesús, su tentación y el principio de su predicación. Movido por el Espíritu. El bautismo de Juan es presentado en todos los evangelistas como infusión del Espíritu. Jesús, pleno del Espíritu de Dios, va a comenzar el anuncio de la Buena Nueva. El Espíritu le lleva a cuarenta días de soledad, de oración y ayuno, en que se incluye la tentación.
 
El tema de la tentación no es lo central en este domingo. Jesús se prepara para su trabajo con un tiempo de oración y soledad. Retirarse a orar en soledad será una costumbre de Jesús, frecuente en su vida, y lo hará muy especialmente en los momentos más importantes.
 
Los cuarenta días son simbólicos, como siempre en la Biblia. Son los cuarenta días de peregrinación de Elías al Horeb, al encuentro de Dios. Son los cuarenta años de peregrinación del pueblo por el desierto... Cuarenta, un ciclo completo.
 
Jesús termina su ciclo completo de preparación, en soledad, oración y ayuno. Esta preparación ha dado origen a la Cuaresma. Cuarenta días de camino hacia la Pascua.
 
Marcos parece indicar que Jesús empieza su predicación justamente cuando Juan es encarcelado, pero la conexión temporal de los dos párrafos puede no ser más que un recurso redaccional.
 
El centro del pasaje se encuentra sin duda - en Marcos - en el contenido del principio de la predicación de Jesús:
 
"El Reino de Dios está cerca:
convertíos y creed en la Buena Nueva"
 
Viene a ser como el pregón de toda la predicación de Jesús, el anuncio de todo lo esencial de su contenido. Inmediatamente después se describe el comienzo de su predicación en Galilea, que hemos leído en los domingos anteriores (domingos 2-9 del Tiempo Ordinario)
  

R E F L E X I Ó N

Es fácil identificar esos cuarenta días con unos días de "penitencia por los pecados". Y la presencia del Carnaval ha acentuado esa práctica.
 
Llevado hasta el extremo, se entiende a veces como unos días de purificación por el resto del año en que no nos preocupamos de ello.
 
No es necesario insistir en la poca validez del planteamiento. Pero, más en profundidad, tampoco nos basta con "penitencia por los pecados". El concepto que se maneja es más fuerte: conversión, y, en este sentido, la Cuaresma sirve para revivir uno de los aspectos más básicos, diríamos que el primero, de nuestra vida religiosa. Es el primer mensaje de Jesús: "Convertíos".
 
Convertirse es "volverse", "ir en otra dirección", "cambiar de mentalidad”.  El encuentro con Jesús produce un cambio, un cambio de dirección, de criterios, de valores, de Dios. El cambio es, ante todo, "creer en la Buena Noticia". Por tanto, volvemos a los orígenes de nuestra fe, a aquello que nos hace llevar una vida distinta: que creemos en la Buena Noticia que Jesús trae, que le creemos a Jesús.
 
Esto plantea el enfrentamiento entre "la carne y el espíritu". En el lenguaje del Nuevo Testamento, estos son dos términos que indican simplemente la vida del creyente  la vida animada por el Espíritu) y la vida dedicada a las cosas perecederas, la vida sin espíritu de Dios.
 
La acción de "El Espíritu" es el trabajo de Dios por salvar. Aceptar la Buena Noticia es aceptar ese concepto de Dios, esa visión de la vida, esa misión para la vida de cada uno, vivir con el Espíritu de Jesús. Con ese Espíritu, la vida es algo diferente, es una vida nueva, renovada, salvada de la oscuridad, de la muerte.
 
Todo esto lo celebramos en el Bautismo, con el signo del agua. Por eso está presente en este domingo la mención del Diluvio. En aquel desastre natural, el agua fue la muerte para muchos. Los autores del relato bíblico entienden la acción de Dios con Noé como “salvarlo de las aguas”, salvarlo del desastre, de la muerte. Éste es el primer simbolismo - bastante olvidado - del agua del bautismo, y por eso se celebraba en la primera iglesia “por inmersión”: se sumergía al catecúmeno en el agua y se le sacaba de ella.
 
Era el símbolo de que Dios nos salva de la muerte. Era también un símbolo de la resurrección de Jesús: sumergido en la muerte y salvado de ella por el poder de Dios.
 
Pero es un texto peligroso. Antes, Dios ha decidido exterminar al género humano a causa de sus pecados, y éste dios no es Abbá. Ahora es aplacado por el sacrificio de Noé, y esta acción ha sido presentada para explicar la muerte sangrienta de Jesús como sacrificio que aplaca la ira de Dios. Finalmente, Dios se muestra como aliado ¿de quién?
 
Israel lo entenderá no pocos veces como aliado suyo, de ese pueblo, contra otros pueblos. Graves peligros. Quizá sería necesario explicarlo detenidamente, pero no habrá tiempo en una homilía. Quizá podríamos repetir la primera lectura del domingo pasado (7º TO). Porque el tema básico que transmite el evangelio es más válido y profundo.
 
Toda nuestra celebración de la Pascua tiene un tema fundamental: Dios salvador de la muerte, Dios más fuerte que el mal. Por eso, el centro de la celebración no es el pecado o la penitencia, sino la resurrección, el triunfo del bien, que se realiza en Jesús resucitado, el Primogénito, detrás del cual vamos todos nosotros.
 
La Cuaresma es por tanto el principio de un camino que conduce hacia la Vigilia Pascual, con la renovación de nuestro Bautismo. El día en que nos bautizaron empezó para nosotros una vida nueva, una vida inspirada y animada por el Espíritu de Jesús. Jesús muerto y resucitado es el origen de esa vida nueva, y cada año, al recordar y celebrar su muerte y su resurrección, celebramos nuestra incorporación a esa nueva vida.
 
La muerte se toma siempre en dos sentidos: la muerte como término de la vida, como paso a la vida definitiva y como última prueba para la fe. Pero también la muerte como símbolo: nuestra vida anterior, la que llevábamos antes de seguir a Jesús, atenta a los criterios y valores mundanos, ha muerto. Vivimos ya otra vida, resucitados, salvados de aquella vida que no es vida.
 
Es ésta una parte fundamental del mensaje de Jesús: “convertíos” viene a significar lo mismo que “despertad”, “salid de la muerte”, “asomaos a la Vida plena”. Por eso la Noticia es Buena, es una invitación a vivir, a vivir más plenamente.
 
La vida de los seguidores de Jesús está invitada a la plenitud, a ser más plenamente humana. Una Vida comparada con la cual lo anterior es estar muerto. Que existe ese otro modo de vivir, que ese modo de vivir es la obra de Dios, que todo eso lleva al ser humano a su plenitud, es una muy Buena Noticia.
 
Así, el primer mensaje de la Cuaresma es una invitación a vivir en plenitud, a dejar que la vida se llene del Espíritu, siguiendo a Jesús, que, lleno del Espíritu, empieza su camino, un camino que no lleva a la cruz sino que pasa por la cruz y llega hasta la Vida definitiva.
 
Para terminar, es muy significativa la última frase del evangelio de Marcos: Jesús sale a los caminos a invitar a la conversión. Más allá de su verdad histórica, es una magnifico símbolo de la espiritualidad del cristiano: no ha ido él a buscar a Dios, sino que Dios ha ”bajado” a sus caminos, a encontrare, a invitarle. Lo nuestro es responder.
 
Por eso, la cuaresma no es un esfuerzo nuestro “a ver si Dios me perdona”, “a ver si Dios me escucha”. Es un esfuerzo de Dios para que yo le escuche, una oferta de perdón, una oferta de vida: “Convertíos” significa simplemente, hacedle caso, aceptad la oferta de Dios Salvador.


miércoles, 22 de febrero de 2012

Es posible cambiar

(Reflexión a Mc. 1, 12-15. Miércoles de Ceniza)

     Podemos decir que todo el mensaje de Jesús es una llamada al cambio. Algo nuevo se ha puesto en marcha con su venida. Dios está cerca. Su reinado de justicia, libertad y fraternidad comienza a abrirse camino entre los hombres. Desde ahora mismo, hay que creer en esta buena noticia. Hay que reaccionar y vivir de manera nueva, como hijos de un mismo Padre, como hermanos de todos los hombres.

     Se nos pide dar un paso decisivo. Creer desde el fondo de nuestro ser que somos hijos de un Padre, y que nuestra felicidad y nuestro último destino es vivir como hermanos.

     No se trata de corregir un determinado defecto o arrepentimos de un pecado concreto. Se nos invita a pasar de la increencia a la fe, de la pereza a la decisi6n, de la soledad a la amistad con Dios, del egoísmo al amor, de la defensa de mi pequeña felicidad a la solidaridad más radical.

     Se nos llama a despertar todas las posibilidades que se encierran en cada uno de nosotros. Se nos anima a reavivar la capacidad de generosidad, desinterés y fraternidad adormecidas quizás en nuestro ser.

     A veces los cristianos hemos olvidado que la fe es una llamada a crecer como personas, un estímulo a crear siempre una vida más humana. Dietrich Bonhoeffer combatía apasionadamente esa religión estéril y vacía de quienes se conforman con cualquier injusticia propia o ajena, porque, en definitiva, ya se han resignado hace tiempo, y viven esta vida sólo con la mitad de su corazón.

     Siempre nuestra vida puede volver a empezar. Nunca estamos perdidos del todo. Podemos conocer de nuevo la alegría interior. Somos capaces de volver a amar con desinterés.

     Sólo es necesario escuchar la llamada del Dios vivo que está resonando ya en nuestro «ser interior», es decir, en esa capacidad de escucha y de respuesta que llevamos todos en nosotros mismos, quizás sin sospecharla apenas.

     Los hombres y mujeres que escuchan esta llamada comprenden que ya no podrán vivir como antes. Ese Dios que no era hasta entonces sino un desconocido o una amenaza, se les ha desvelado.

     Ahora saben algo nuevo y que hoy ya apenas nadie sospecha. Que Dios es fuerza y alegría para cada una de las personas. Que Dios es la mejor noticia que una persona puede escuchar.

José Antonio Pagola


lunes, 20 de febrero de 2012

Entre conflictos y tentaciones

(Reflexión a Mc. 1, 12-15)

     Antes de comenzar a narrar la actividad profética de Jesús, Marcos escribe estos breves versículos: «El Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían». Estas breves líneas son un resumen de las experiencias básicas vividas por Jesús hasta su ejecución en la cruz.

     Jesús no ha conocido una vida fácil y tranquila. Ha vivido impulsado por el Espíritu, pero ha sentido en su propia carne las fuerzas del mal. Su entrega apasionada al proyecto de Dios lo ha llevado a vivir una existencia desgarrada por conflictos y tensiones. De él hemos de aprender sus seguidores a vivir en tiempos de prueba.

     «El Espíritu empuja a Jesús al desierto». No lo conduce a una vida cómoda. Lo lleva por caminos de pruebas, riesgos y tentaciones. Buscar el reino de Dios y su justicia, anunciar a Dios sin falsearlo, trabajar por un mundo más humano es siempre arriesgado. Lo fue para Jesús y lo será para sus seguidores.

     «Se quedó en el desierto cuarenta días». El desierto será el escenario por el que transcurrirá la vida de Jesús. Este lugar inhóspito y nada acogedor es símbolo de prueba y purificación. El mejor lugar para aprender a vivir de lo esencial, pero también el más peligroso para quien queda abandonado a sus propias fuerzas.

     «Tentado por Satanás». Satanás significa "el adversario", la fuerza hostil a Dios y a quienes trabajan por su reinado. En la tentación se descubre qué hay en nosotros de verdad o de mentira, de luz o de tinieblas, de fidelidad a Dios o de complicidad con la injusticia.

     A lo largo de su vida, Jesús se mantendrá vigilante para descubrir a "Satanás" en las circunstancias más inesperadas. Un día rechazará a Pedro con estas palabras: "Apártate de mí, Satanás, porque tus pensamiento no son los de Dios". Los tiempos de prueba hemos de vivirlos, como él, atentos a lo que nos puede desviar de Dios.

     «Vivía entre alimañas, y los ángeles le servían». Las fieras, los seres más violentos de la tierra, evocan los peligros que amenazarán a Jesús. Los ángeles, los seres más buenos de la creación, sugieren la cercanía de Dios que lo bendice, cuida y sostiene. Así vivirá Jesús: defendiéndose de Antipas al que llama "zorra" y buscando en la oración de la noche la fuerza del Padre.

     Hemos de vivir estos tiempos difíciles con los ojos fijos en Jesús. Es el Espíritu de Dios el que nos está empujando al desierto. De esta crisis saldrá un día una Iglesia más humilde y más fiel a su Señor.José 

Antonio Pagola 


miércoles, 15 de febrero de 2012

Morir en soledad

Por Mauricio Silva

Mauricio Silva, Hermanito del Evangelio (de Foucauld) y barrendero, desapareció el 14 de junio de 1977 durante la dictadura en Argentina, tras ser detenido por quienes se identificaron como policías.



Señor, yo sé que Tú estás
en la fe luminosa de una noche de estrellas,
de un día radiante de azul y de sol.

Yo sé que Tú estás,
en la espera gozosa de un niño que viene,
de una carta que llega,
de un amigo que vuelve.

Tú estás,

yo sé que Tú estás
en el amor inmenso de unas manos que abrazan
y en el puro cariño del beso que me dan.
Mas también sé que estás
en la fe desprovista y desnuda
cuando un día y otro día
le cuenta su rutina de trabajo y pobreza
y mi alma se hunde en tiniebla total.

Yo sé que Tú estás
cuando la esperanza es cuesta empinada,
la cumbre es incierta y las fuerzas muy pocas.

Tú estás.

Yo sé que Tú estás
cuando amar es un surco humilde y oscuro,
que reclama al grano para ser fecundo
y morir en soledad.

Yo sé que Tú estás,
Señor, que te creo,
Señor, que te espero,
Señor, que me amas,
Yo sé que Tú estás. 


martes, 14 de febrero de 2012

“Dios mío ¿Dónde estás? No me oyes para remedio de tus pobres”

Homenaje a Gustavo Gutiérrez
Por José I. González Faus sj

Sin muchos preámbulos quisiera, en este homenaje, señalar cuatro rasgos que pueden resumir la aportación teológica de Gustavo Gutiérrez.

1.- No hay salvación sin trabajo por la liberación.


El primer rasgo es haber planteado desde el principio el problema de las relaciones entre liberación histórica y salvación ultrahistórica. Un cristianismo desfigurado había reducido la fe a una esperanza en el más allá, donde el más-acá de nuestra historia sólo servía para merecer o comprar el billete de ese más allá. Semejante cristianismo chocaba con la pregunta central de Gustavo: “¿cómo hablar de un Dios Padre a aquél que ni siquiera es hombre?”, volviendo casi imposible la evangelización de los pobres que es distintivo de la misión de Jesús (Mt 11,5; Lc 4,18). Y además, desfiguraba y desvalorizaba la Resurrección de Jesús cuya enseñanza es que la salvación escatológica ha de ir gestándose y anticipándose ya en esta historia. De este tema que Gustavo planteó ya en su primera Teología de la liberación, brotó después el lema tan extendido en una América Latina asolada por la injusticia: “sin in-surrección no ha re-surrección”.

2.- De “la fuerza histórica de los pobres” a “Los pobres de Jesucristo”

La primera expresión es título de otra de las obras primerizas de Gustavo. La constatación de una fuerza histórica de los pobres podía ser un dato de la situación de aquellas horas. Pero es evidente que esa fuerza histórica se desvaneció poco después por la reacción del imperio del dios Dinero. Gustavo pasó entonces a hablar de “los pobres de Jesucristo” en el título de su espléndida obra (quizás la mejor) sobre Bartolomé de Las Casas. La fuerza teológica de los pobres compensó su pérdida de fuerza histórica. Con ello se dio relieve a otra de las tesis más decisivas de la teología de la liberación: que el problema de los pobres y la eliminación de la pobreza no es meramente un problema ético: es primariamente una cuestión cristológica y por tanto también un asunto teologal en el que nos jugamos la verdad de Dios o la idolatría. Por eso, cuando más tarde aprovechando la caída del Este, se lanzó la pregunta capciosa de qué queda de la teología de la liberación, el obispo Casaldáliga pudo responder sencillamente: quedan los pobres y queda el Dios de los pobres. O sea: queda todo.

En este punto quizá se estudie algún día la influencia de Guamán Poma en algunas formulaciones de Gustavo. Sospecho que el estudio valdría la pena. Yo me limito a sugerir una comparación entre dos canciones “de iglesia”: a) el himno final de la misa salvadoreña canta: “cuando el pobre crea en el pobre… construiremos la fraternidad” y podremos cantar libertad etc. b) En cambio, otra conocida canción de la época (“Pequeñas aclaraciones”), parte de un presupuesto similar (cuando el pobre nada tiene y aún reparte, cuando un hombre pasa sed y agua nos da…), pero no deduce de ahí ningún pronóstico histórico sino un juicio teológico: no se dice que entonces construiremos nada sino que “va Dios mismo en nuestro mismo caminar”. Con ello, otra vez, la teología y la praxis de la liberación se convierten en experiencia espiritual.

Esa es la fuerza teológica de los pobres. Y ya que hemos citado a Las Casas, completemos diciendo que el gran dominico no sólo es ejemplo por su defensa profética de los derechos de los oprimidos (y más si son oprimidos en nombre de Dios), sino también por su concepción de la evangelización (ésta sí que verdaderamente “nueva”): porque “Cristo concedió a los apóstoles solamente la licencia y autoridad de predicar el evangelio a los que quieran oírlo; pero no la de forzar o inferir alguna molestia o desagrado a los que no quisieran escucharlo”. Y, a su vez, “la Iglesia no tiene más poder en la tierra que el que tuvo Cristo”,

3.- “Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente”


Esa fuerza teológica de los pobres se despliega en el título de la obra quizás más conocida de Gustavo. Se trata de un breve comentario al libro de Job, que evoca el espléndido verso de César Vallejo (“Dios mío estoy llorando el ser que vivo”), gran poeta peruano muy citado en esta obra. Gustavo pone de relieve cómo toda teología que pretenda hablar y especular sobre Dios al margen del dolor de este mundo (sobre todo del dolor injusto) se convierte en un lenguaje comparable al de los amigos de Job, “consoladores inoportunos” e intachables “ortodoxos” de un dios falso, al que creen poder defender a costa del sufrimiento de su amigo. Pero con ello no hacen más que ofender a Dios, hablar falsamente de Él y convertir su presunta ortodoxia en una blasfemia, hasta verse desautorizados por el mismo Dios al final del libro. En cambio Job, protestando contra la injusticia que se comete contra él, es un testigo más veraz de Dios que todos los que “se acostumbran” a esa injusticia. Esa injusticia le ayudará a salir de sí y de su dolor ante el drama del sufrimiento injusto del mundo, a comprender que no hay nada que justifique el dolor injusto de un ser humano.

Con delicadeza y buenas palabras, creo que pocas veces se ha dado un aviso tan serio a toda esa teología meramente académica que se está queriendo revitalizar entre nosotros a raíz de la involución eclesial y que, so capa de ortodoxia, está elaborando una idolatría o una reflexión sobre un dios falso. Y deja planteado a la Iglesia el más decisivo de todos sus problemas: el de la identidad de Dios, deformada tantas veces por los creyentes y causa (según Vaticano II) de buena parte del ateísmo moderno. Conocer a Jesús es seguir a Jesús han dicho con frecuencia los teólogos latinoamericanos. Y hablar de Dios implica un “practicar a Dios” según expresión de Gustavo. Job es llevado a una experiencia de gratuidad que le deja desconcertado ante su propio dolor, pero le mueve proféticamente a trabajar contra todo el dolor del mundo. Teología y santidad (como la justicia y la paz) se besan para Gustavo.

4.- Fidelidad eclesial.

Por desgracia, como no podía ser menos, Gustavo se vio denostado y perseguido por una curia romana cada vez más ciega y que pretende articular en todo el episcopado mundial una confirmación de su ceguera. No ha sido el único en nuestro hoy ni en nuestro ayer: ciñéndonos al ámbito hispanohablante ¿habrá que evocar que santos y doctores de la Iglesia, como Juan de Ávila, Teresa de Jesús, Luis de Granada o el arzobispo Carranza, vieron puestas en el Índice de libros prohibidos algunas de sus obras y soportaron dificultades con la inquisición?. Pero lo que aquí merece ser destacado es la fidelidad y ejemplaridad de la reacción de Gustavo, en medio de dolores absurdos que sólo él conoce. He evocado otras veces cómo en Madrid, en un congreso de teología, ante preguntas capciosas que pretendían plantearle una opción entre la Iglesia y los pobres, Gustavo se negó a aceptar el dilema y confesó que él amaba a esta iglesia pecadora “con un amor de antes de la guerra”. Buen punto de referencia para muchos que hoy han compartido su mismo destino crucificado. Y buena lección histórica sobre la fecundidad del seguimiento crucificado de Jesús de Nazaret, que confirma lo que ocurrió con Lagrange, Rahner, Congar, De Lubac… y otros mártires de la teología del preconcilio Vaticano II, reivindicados luego en el concilio.

Las peripecias y los vericuetos de esa fidelidad (que necesitó también la astucia de las serpientes sin perder la sencillez de las palomas) no son para ser evocados aquí y son suficientemente conocidos. Sólo una palabra de gratitud para los hijos de Santo Domingo que salvaron para la Iglesia esta pequeña joya y permitieron a Gustavo convertirse en hermano de su querido Bartolomé de Las Casas.

lunes, 13 de febrero de 2012

Curador de la vida

 (Reflexión a Mac. 2, 1-12)

     Jesús fue considerado por sus contemporáneos como un curador singular. Nadie lo confunde con los magos o curanderos de la época. Tiene su propio estilo de curar. No recurre a fuerzas extrañas ni pronuncia conjuros o fórmulas secretas. No emplea amuletos ni hechizos. Pero cuando se comunica con los enfermos contagia salud.

     Los relatos evangélicos van dibujando de muchas maneras su poder curador. Su amor apasionado a la vida, su acogida entrañable a cada enfermo, su fuerza para regenerar lo mejor de cada persona, su capacidad de contagiar su fe en Dios creaban las condiciones que hacían posible la curación.

     Jesús no ofrece remedios para resolver un problema orgánico. Se acerca a los enfermos buscando curarlos desde su raíz. No busca solo una mejoría física. La curación del organismo queda englobada en una sanación más integral y profunda. Jesús no cura solo enfermedades. Sana la vida enferma.

     Los diferentes relatos lo van subrayando de diversas maneras. Libera a los enfermos de la soledad y la desconfianza contagiándoles su fe absoluta en Dios: "Tú, ¿ya crees?". Al mismo tiempo, los rescata de la resignación y la pasividad, despertando en ellos el deseo de iniciar una vida nueva: "Tú, ¿quieres curarte?".

     No se queda ahí. Jesús los libera de lo que bloquea su vida y la deshumaniza: la locura, la culpabilidad o la desesperanza. Les ofrece gratuitamente el perdón, la paz y la bendición de Dios. Los enfermos encuentran en él algo que no les ofrecen los curanderos populares: una relación nueva con Dios que los ayudará a vivir con más dignidad y confianza.

     Marcos narra la curación de un paralítico en el interior de la casa donde vive Jesús en Cafarnaún. Es el ejemplo más significativo para destacar la profundidad de su fuerza curadora. Venciendo toda clase de obstáculos, cuatro vecinos logran traer hasta los pies de Jesús a un amigo paralítico.

     Jesús interrumpe su predicación y fija su mirada en él. ¿Dónde está el origen de esa parálisis? ¿Qué miedos, heridas, fracasos y oscuras culpabilidades están bloqueando su vida? El enfermo no dice nada, no se mueve. Allí está, ante Jesús, atado a su camilla.

     ¿Qué necesita este ser humano para ponerse en pie y seguir caminando? Jesús le habla con ternura de madre: «Hijo, tus pecados quedan perdonados». Deja de atormentarte. Confía en Dios. Acoge su perdón y su paz. Atrévete a levantarte de tus errores y tu pecado. Cuántas personas necesitan ser curadas por dentro. ¿Quién les ayudará a ponerse en contacto con un Jesús curador?

José Antonio Pagola 


domingo, 5 de febrero de 2012

Amigo de los excluídos

(Reflexión a Mc. 1, 40-45)

     Jesús era muy sensible al sufrimiento de quienes encontraba en su camino, marginados por la sociedad, despreciados por la religión o rechazados por los sectores que se consideraban superiores moral o religiosamente.

     Es algo que le sale de dentro. Sabe que Dios no discrimina a nadie. No rechaza ni excomulga. No es solo de los buenos. A todos acoge y bendice. Jesús tenía la costumbre de levantarse de madrugada para orar. En cierta ocasión desvela cómo contempla el amanecer: "Dios hace salir su sol sobre buenos y malos". Así es él.

     Por eso, a veces, reclama con fuerza que cesen todas las condenas: "No juzguéis y no seréis juzgados". Otras, narra pequeñas parábolas para pedir que nadie se dedique a "separar el trigo y la cizaña" como si fuera el juez supremo de todos.

     Pero lo más admirable es su actuación. El rasgo más original y provocativo de Jesús fue su costumbre de comer con pecadores, prostitutas y gentes indeseables. El hecho es insólito. Nunca se había visto en Israel a alguien con fama de "hombre de Dios" comiendo y bebiendo animadamente con pecadores.

     Los dirigentes religiosos más respetables no lo pudieron soportar. Su reacción fue agresiva: "Ahí tenéis a un comilón y borracho, amigo de pecadores". Jesús no se defendió. Era cierto. En lo más íntimo de su ser sentía un respeto grande y una amistad conmovedora hacia los rechazados por la sociedad o la religión.

     Marcos recoge en su relato la curación de un leproso para destacar esa predilección de Jesús por los excluidos. Jesús está atravesando una región solitaria. De pronto se le acerca un leproso. No viene acompañado por nadie. Vive en la soledad. Lleva en su piel la marca de su exclusión. Las leyes lo condenan a vivir apartado de todos. Es un ser impuro.

     De rodillas, el leproso hace a Jesús una súplica humilde. Se siente sucio. No le habla de enfermedad. Solo quiere verse limpio de todo estigma: «Si quieres, puedes limpiarme». Jesús se conmueve al ver a sus pies aquel ser humano desfigurado por la enfermedad y el abandono de todos. Aquel hombre representa la soledad y la desesperación de tantos estigmatizados. Jesús «extiende su mano» buscando el contacto con su piel, «lo toca» y le dice: «Quiero. Queda limpio».

     Siempre que discriminamos desde nuestra supuesta superioridad moral a diferentes grupos humanos (vagabundos, prostitutas, toxicómanos, sidóticos, inmigrantes, homosexuales...), o los excluimos de la convivencia negándoles nuestra acogida, nos estamos alejando gravemente de Jesús.

José Antonio Pagola