jueves, 29 de marzo de 2012

A vueltas con la reforma laboral

Antonio Algora
Obispo de Ciudad Real
     No me toca a mí juzgar de la conveniencia o no, en el aspecto técnico y jurídico, de una Ley en un momento determinado en el que la sociedad entera está amenazada por una Crisis global sin precedentes en la historia humana. Los ciudadanos de la calle no tenemos elementos de juicio suficientes para dar una opinión técnica en temas cada vez más complejos. En estos momentos, nos hemos de fiar de las instituciones que deben entender de problemas de tan gran magnitud. Por esto, les debemos exigir a dichas instancias políticas, sindicales, empresariales, financieras y a los distintos colectivos de expertos que actúen con responsabilidad y, si siempre tenemos todos la obligación de construir el bien común, anteponiéndolo a intereses particulares, ahora más que nunca corresponde mayor obligación al que más puede. 
     Dicho esto, de lo que sí estamos en condiciones de juzgar es de la bondad o maldad de una Ley que rebaja claramente los derechos de los trabajadores respecto a situaciones anteriores, y lo peor es que llevamos muchos años ya de nuestra democracia donde siempre los perdedores en el concierto social, repito, siempre, son los mismos y siempre los más débiles. 
     Nadie habla de provisionalidad en las medidas que se están tomando, luego lo que se quiere hacer es establecer un "mercado de trabajo" en el que los empleadores hagan y deshagan a su antojo, olvidando que el "empleado" posible es, ante todo y sobre todo, "persona" a la que otros han dado la vida, la han educado, tiene necesidades básicas: familiares y sociales, no es una mera fuerza de trabajo que se admite o despide unilateralmente y durante un largo periodo de tiempo, pues, en un año de provisionalidad en el empleo (esto es lo que dice la Ley), puede ocurrir de todo, desde una gripe a un suceso familiar al que hay que atender antes que a cualquier otra urgencia de la vida de la empresa. Las personas no somos tan flexibles, tan elásticas, como nos quieren hacer creer.
¿De verdad no hay otras soluciones para crear puestos de trabajo? Parece mentira que a día de hoy tengamos que echar mano de usos del pasado que trajeron tanta injusticia y explotación a los trabajadores. Con estas medidas y sin meterme a profeta, se van a conseguir los mismos frutos de un pretendido bienestar, hasta es posible, pero no habremos avanzado nada en que el trabajador se sienta realizado con su trabajo y le sirva para llevar una vida estable y sin sobresaltos; que haga posible la familia, la educación de los hijos, el tejido social compacto y fuerte que hace personas y países fuertes para soportar las inclemencias de las coyunturas históricas. 
     Y, si no queda más remedio que aplicar hoy estas medidas, ¿no han de ser complementadas por otras en las que lo central sea la vida de las personas? ¡Tantos avances tecnológicos para esto!  
     Da la impresión de que las sociedades desarrolladas van a ser las que más poder concentren en menos manos y esto no se corresponde con las aspiraciones de una sociedad democrática avanzada.  
     Los jefes políticos europeos toman sus medidas por vía de urgencia sin apenas contar con los parlamentos respectivos; los poderes financieros se están concentrando en muy pocas manos. No sé si es muy descabellado pensar que, en el río revuelto de la Crisis, están pescando los más poderosos sin contar con la opinión de la sociedad. 
     Elevemos nuestras oraciones para que Dios nuestro Señor cuide de los más perjudicados de esta malísima situación que ya cuenta en nuestra España con más de once millones de pobres.
Vuestro obispo,
+ Antonio

Una vida apasionante

(Lema de la campaña de la Conferencia Episcopal
en busca de vocaciones sacerdotales)
Koldo Aldai
www.artegoxo.org 

      Tus huellas, tras Sus Huellas, sin portazgo, ni aduana. “Te prometo una vida apasionante”, sin alambradas dentro, ni fuera, sin límites en la búsqueda, ni en la mente; sin Dioses privativos, ni Cielos exclusivos. Tu palabra no tendrá que ser la última y tus postulados harán lugar a los postulados de otros/as.

      Te prometo una vida apasionante. Podrás abandonar el negro y vestir color y abrazar la vida. Podrás caminar con compañera y compartir con ella la fe y el servicio, el púlpito y el altar. La celebración será un círculo vivo, un aro sagrado, un participar de todos, no un sermón y un patio de oídos.
      Te prometo una vida apasionante susurrando eternidad a la gente de buena voluntad, no sólo entre las filas del credo único; revelando la buena nueva de un Cristo vivo, no de un Hijo crucificado; una vida apasionante en compañía del Jesús de la fraternidad sin fronteras, que abarca todas las gentes, todos los credos, a sabiendas de que Él no instituyó ningún credo.
      Te prometo una vida apasionante en la que no tengas que defender un territorio, ni sostener ninguna doctrina, sino compartir un testimonio; una vida que ilumine sin opacar, que oriente sin cercenar. Nadie se verá obligado a pasar por ti para llegarse a la Divinidad que le habita.
      Te prometo una vida apasionante de cielos infinitos, de cúpulas más anchas, de aulas más libres, de certezas más pequeñas y ligeras; una vida tuya, no de ningún purpurado; una vida de servicio pero desde tu voluntad irrenunciable; una vida de apóstol del amor incondicional, no de soldado de una pacífica cruzada fuera del tiempo.
      Te prometo una vida apasionante nutrida de otras fes, de otros pálpitos, de otros silencios. Te cegarán también otras luminarias, te rendirás a otras formas y manifestaciones de lo Supremo. Te invito a una vida reverente con todas las expresiones espirituales sinceras, pues todas llevan el signo de la emancipación.

      Te prometo una vida tan apasionante como incierta, sin ningún trabajo fijo, sin ninguna institución que cubra tus espaldas, ni te ingrese un sueldo, ni te pida cuenta de lo que sembraron tus labios. Porque tú eres libre y la libertad no tiene precio y la Edad Media no debe seguir avanzando sobre nuestros días.
      Te prometo una vida apasionante de verbo tuyo y no prestado; una vida de rastreo de la verdad allí en los lugares más insospechados donde late, siempre lejos del dogma, del punto último, de la afirmación incuestionable.

      Te prometo una vida apasionante de olvido de ti, de entrega entera, sin más dependencia en la que reportar que tu propia conciencia. “Llevarás la certeza de que has sido elegido”, mas no tú únicamente, sino cuantos y cuantas han hecho de sus vidas una oportunidad de donación, una ocasión de servicio.
 

La reforma y la huelga

José Arregi
(Publicado en el Diario DEIA)

      En esto que llaman la crisis económica, me siento como perdido en medio del mar, sin faro en la tierra ni estrella en el cielo, y sin una roca en el fondo adonde echar el ancla. ¿Por qué estamos donde estamos? ¿Sabemos exactamente dónde estamos? Y si la latitud y la longitud son tan inseguras, ¿cómo sabremos el rumbo a seguir? Es una profunda crisis económica que revela una crisis espiritual más profunda todavía.
 
      Vamos en una pobre barquita, pero es la barquita de todos –empresarios y asalariados y parados de toda la Tierra, y estos sauces y estos herrerillos felices que estrenan la primavera, ajenos a nuestra crisis; ajenos no, pues nada nos es ajeno–. Si no nos salvamos todos, todos nos perderemos. Y quien crea salir con vida mientras su hermano se muere, ya está muerto en su humanidad. Cuidemos entre todos nuestra pobre barquita a la deriva.
        
      “La crisis impone una reforma laboral”, dicen. Pues bien, aun sabiendo que el margen de este gobierno español en Europa es estrecho –¿acaso no sabían antes que era igualmente estrecho el margen del gobierno anterior?–, me atrevo a afirmar: esta reforma laboral no cuida nuestra pobre barquita común, y no la puedo aceptar.
        
      Alguna reforma laboral será necesaria, no lo discuto. No hace falta ser un lince para ver que aquí ha habido mucha irresponsabilidad en el trabajo: trabajadores que no trabajan, que defraudan cuanto pueden y cogen bajas sin escrúpulos para irse a esquiar. Pero ¿alguien piensa de verdad que ha habido más abuso de trabajadores que de patronos? Sea como fuere, esta reforma no puede ser el remedio. Más bien da pábulo a toda clase de abusos por parte del patrono.
        
      “Es preciso mejorar la competitividad”, se dice: bajar el salario, endurecer la jornada, acomodar el funcionamiento a las exigencias del mercado, facilitar la movilidad (si te mandan a Laponia, vete a Laponia, tierra maravillosa por cierto, donde a veces el cielo se vuelve una danza de colores)…
 
      ¿La competitividad? De acuerdo, pero no a cualquier precio. No al precio de arrojar por la borda a los más débiles de la barquita, y que se hundan en el mar (con ellos nos hundiremos todos tarde o temprano). Inventemos una forma de competir que no sepulte a las personas y a los pueblos. Vosotros que tenéis los mayores resortes para hacerlo, inventad otra economía: una economía no dirigida a producir y ganar y consumir lo más posible, sino a distribuir lo mejor posible y dar de comer a todos.
 
      “Es preciso flexibilizar el despido en época de crisis”, se dice también, y uno tiene la impresión de que eso es, en definitiva, lo que busca esta reforma: no ya solamente flexibilizar y abaratar el despido, sino simple y llanamente permitir el despido libre. El pretexto es la creación del empleo en esta coyuntura de grave crisis, pero el despido libre ya era la aspiración de muchos patronos, los peores, en tiempos de bonanza. Que un empresario pueda echar gente a la calle, sin indemnización alguna, alegando solamente una previsión de pérdida de ganancias o de disminución de ventas durante tres trimestres consecutivos… es cruel e inhumano. (¿Y razonable? ¿Es económicamente razonable? Si empobrecen a los trabajadores, no sé a quién venderán los fabricantes sus productos…).
 
      Se me erizan los pelos cuando oigo a algunos empresarios felicitarse por esta Reforma. Pero me horrorizo más todavía cuando veo… que el cardenal Rouco, presidente de la Conferencia Episcopal Española, mediante una carta a todos sus sacerdotes de Madrid, ha desautorizado una crítica que la HOAC (Hermandad Obrera de Acción Católica) había elaborado contra esta reforma.
 
      Al fin y al cabo, un gobierno de derecha que promueve esta reforma o unos empresarios que se felicitan por ella, defienden sus intereses, que no son los de la pobre gente. Pero ¿qué intereses y a quién defiende el cardenal Rouco cuando no acepta ni siquiera que se critique la reforma laboral? Sus intereses no son los de Jesús. Lo digo rotundamente. ¿Entonces qué? Será que está diciendo al gobierno de Rajoy: “Tú me das dinero, tú me aseguras la enseñanza de la religión católica en la escuela pública, tú me reformas la ley del aborto… y yo te salvaré los votos”. Pero eso es como la bofetada que dio el sumo sacerdote a Jesús en el Sanedrín, es como la burla que le hizo la guardia romana en el Pretorio, es como la lanzada del soldado en la cruz.
 
      La cosa sigue. Anteayer me horroricé cuando supe que el obispo de Bilbao, Mario Iceta, ha prohibido al secretario diocesano de pastoral obrera firmar un documento de la HOAC y de la JOC (Juventud Obrera Católica) de Bizkaia a favor de la huelga general del 29. ¿Quién es el obispo para prohibir tal firma? ¿A quién defiende el obispo? Quizás no haya leído nunca los sermones de san Ambrosio de Milán, san Agustín, san Gregorio de Nisa, san Basilio o san Juan Crisóstomo defendiendo a los pobres contra los abusos de los ricos. Ni la Mater et Magistra de Juan XXIII: "Si el funcionamiento y las estructuras de un sistema productivo ponen en peligro la dignidad del trabajador, o debilitan su sentido de responsabilidad, o le impiden la libre expresión de su iniciativa propia, hay que afirmar que este orden económico es injusto” (n. 83). Ni la Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II: “La huelga puede seguir siendo medio necesario, aunque extremo, para la defensa de los derechos y el logro de las aspiraciones justas de los trabajadores” (n. 68).
 
      Una huelga general no es una medida deseable, y menos en una situación económica tan crítica como la presente. Pero, a veces, la situación puede hacerse tan crítica que no hay más remedio que hacerla más crítica todavía, y a lo peor nos hallamos en esa situación. Por algún lado hay que romper este círculo vicioso, y ahora menos que nunca podemos consentir que vuelva a romperse como siempre por el lado del más débil.
 
      ¿Que esta huelga puede empeorar más todavía el drama del más débil? Puede ser, y me asusta. Pero si fuera así, a lo mejor habrá que pensar en hacer otra huelga. ¿Hasta cuándo? Hasta que todos reconozcamos la dignidad del más débil, hasta que juntos inventemos otro modelo más digno para todos. Si todos queremos, podemos. Y no podemos cejar hasta que todos queramos y entre todos podamos.
 
      Señores banqueros, empresarios, presidentes, y también vosotros, hermanos obispos: no nos impidáis este sueño despierto. Si lo impedís, será la ruina de todos. Será la ruina del sueño de Dios.
 
      ¡Ojalá sea ésta la última huelga y no sea necesaria ninguna más! ¡Ojalá baste para que todos entendamos hasta dónde es justo acatar las órdenes de la señora Merkel y del señor Sarkozy, servidores sumisos del dios Mamón y de todos sus agentes! ¡Ojalá sirva para que juntos secundemos la sagrada divisa inscrita en el origen de nuestra historia: “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”. Con sudor, sí, pero ganarás. Con sudor, sí, pero con dignidad.
 
      Entonces encenderíamos un farito en la tierra, una estrellita en el cielo, y el ancla de la esperanza nos sostendría. Y estaríamos de regreso a un paraíso por estrenar.
 

miércoles, 28 de marzo de 2012

La fe en entredicho

 Gabriel Mª Otalora
(en feadulta.com)

     Si la fe supone creer en Alguien y no en algo, como una experiencia más allá de una mera creencia intelectual de que Dios existe, aquella no puede quedarse en una simple adhesión intelectual; la fe implica una respuesta personal como corresponde a cualquier encuentro amoroso, sobre todo cuando quien toma la iniciativa siempre es el Otro.

     Hace muchos años, seguro que más de veinticinco, el arzobispo de París, François Marty, que años más tarde llegaría a cardenal, se atrevió a decir que “Dios no es conservador”. Y añadió de corrido: “Dios está por la justicia. Por eso los creyentes no podemos, no debemos consentir esas situaciones actuales que provocan violencia a los débiles, destruyendo la salud, aplastando la dignidad y la libertad de millones de hombres y mujeres. Por no haber sido realizadas a tiempo ciertas reformas, se imponen ahora bruscamente y se hacen absolutamente necesarias”.

     Todos los cristianos, sacerdotes, purpurados y laicos deberíamos aunar esfuerzos para hacer nuestra, de cada uno, la adecuación de la Iglesia a los nuevos tiempos y a la búsqueda de la paz, que en Marty era la prioridad de cualquier católico de un espíritu ecuménico, con todos y abierto a todos.

     Desde una fe adulta, los cristianos tenemos que ser los principales instigadores de la gran revolución a favor del ser humano, entendiendo el término revolución en su sentido transformador de la realidad fundamentada en la solidaridad del amor fraterno.

     Nada que ver todo esto ni el pensamiento de Marty con la respuesta extemporánea del cardenal Rouco Varela contra los sindicatos católicos HOAC y JOC, dos movimientos apostólicos de acción católica que se presentan a sí mismos “como parte de la Iglesia en el mundo obrero y del trabajo”. Por si fuera poco, también el cardenal ha dejado en evidencia al sacerdote delegado de Pastoral del Trabajo. Lo único que le pedían estos católicos a la jerarquía es que no estuviera tan escorada hacia el capital en esta crisis tan descarnada para el mundo del trabajo.

     Nuestra asignatura pendiente como cristianos es la desconfiguración de una Iglesia cada vez más extraña a las personas y complaciente con el poder. No es de extrañar que las personas de nuestro tiempo no acierten a ver a Cristo a través de la Iglesia, posiblemente porque sus representantes no parecen testigos del evangelio.

     Necesitamos identificarnos institucionalmente con la autenticidad y la solidaridad para que no se acumulen razones con los poderes de este mundo. Nos ven cobardes y faltos de arrojo a la manera evangélica, prisioneros de nuestras contradicciones y falsas seguridades. Diríase que desde la Reforma estamos a la defensiva con el lapsus del Concilio Vaticano II.

     La fe debe refrendarse en obras no solo en ritos. La fe adulta compromete desde el momento que debe propiciar una actitud que alumbre a este mundo secularizado, sin excluir el justo valor que tiene todo lo humano. Los cristianos aceptamos la autonomía de las leyes naturales con todas las consecuencias, sin miedos ni anatemas, y con la comunidad científica de la mano. Porque los avances de la ciencia también son cosa de Dios. Lo que en realidad tiene nuestra jerarquía es un problema de credibilidad e inseguridad que desfigura la esencia del mensaje cristiano.

     No podemos seguir interrogándonos por qué la fe cristiana en el Primer Mundo está en entredicho. Lo sabemos de sobra todos, empezando por bastantes de nuestros desprestigiados pastores. Se nos ve con desánimo y nos sabemos sin fuerzas; somos cuestionados en la humildad rodeados de mucho más poder humano del que Jesús de Nazaret recomendó a sus seguidores.

     Los cambios son muy rápidos y el camino es difícil, como en todo tiempo. Pero la fe solo está en entredicho cuando el amor fraterno no es la senda que nos caracteriza. Fe y amor van de la mano, por lo que nuestra institucionalizada Iglesia debería ponerse, cuanto antes, manos a la obra, y caminar al frente dando ejemplo. “Lo” del cardenal Rouco solo es la prueba de cuán lejos estamos de la senda de Cristo, en medio de tantos que le buscan y no le reconocen entre nosotros. 


La iglesia y los dineros

José Arregi
(Publicado en el Diario DEIA)

     Cuando digo “iglesia”, no me refiero a la “Iglesia” propiamente dicha: la gran comunidad de Jesús, discípulas y discípulos, hermanas y hermanos de Jesús que miran y aman el mundo con los ojos de Jesús, que disfrutan de la Vida y sienten compasión con las entrañas de Jesús. Santa Iglesia de Jesús sin límites de catecismos ni pretensiones de verdad ni monopolios de virtud. No. Cuando aquí digo “iglesia”, me refiero a la institución, la jerarquía, el aparato eclesiástico: “iglesia” con minúscula.
 
     ¿Qué le pasa a la iglesia con el dinero? Pues le pasa exactamente lo mismo que nos pasa a casi todos: codicia, avaricia y dependencia. Y, ante todo y sobre todo, adicción al Poder que da el Dinero, poderoso caballero. Pero si es así, y todo indica que es así, está de sobra Jesús, el Evangelio está de más, y harían bien los obispos en apearse de todo ese montaje, o en renunciar a llamarlo “Iglesia” y en dejar de tomar el nombre de Dios en vano. Cuando lo más sagrado se mezcla con los dineros (o con el poder), la religión se convierte en sacrilegio. 

     No vengo a denunciar la riqueza del clero. El clero no es rico, no lo es al menos por el sueldo que cobra ni por los ahorros de sus cuentas. El clero es más bien pobre, y en general es muy austero. Por lo demás, entre los curas que conozco, nadie se hizo cura para “tener un trabajo fijo” –¡qué mal gusto, por Dios, y qué despropósito!–, como dice este año la publicidad del día del Seminario; un seminario que necesita de tal marketing me parece a mí una mala empresa, además de un muy mal seminario. 

     Hasta los obispos son en general pobres y austeros. Pero el poder, ¡ay el poder…! El hecho es que la iglesia (en minúscula: la institución eclesiástica, incluyendo en ella las numerosas congregaciones y órdenes religiosas) es propietaria de inmensas riquezas, en particular inmuebles. ¿De quién son esas riquezas y para quién? ¿De quién acabarán siendo esas innumerables propiedades de la iglesia: templos, ermitas, casas (parroquiales o no), fincas, parcelas, monasterios, conventos, monumentos, colegios, clínicas, hoteles y casas de espiritualidad? 

     La iglesia católica es, como se sabe, una de las mayores propietarias inmobiliarias de este país. En tiempos pasados, y de buena o de mala gana, una sociedad enteramente católica puso todos esos bienes en manos de las instituciones eclesiásticas o religiosas. Sea. Eran otros tiempos. Pero hoy, en una sociedad donde los católicos ya son franca minoría y disminuyen sin cesar, ¿es justo que la iglesia católica siga gozando de tantas propiedades y en condiciones tan ventajosas? No pregunto si esta situación es evangélica, a saber, si responde al Espíritu de Jesús. Huelga la pregunta, de tan evidente que es la respuesta. Pregunto si esta situación es justa, si es éticamente admisible. Me parece que no lo es.

     La iglesia católica, como también se sabe, está exenta del impuesto sobre bienes inmuebles (IBI). Justamente, acaba de plantearse en el Congreso español la exigencia de que la iglesia española pague el IBI, como parece que va tener que hacerlo la poderosa iglesia italiana. (Dicho sea de paso: ¡qué casualidad que al Partido Socialista se le haya ocurrido justamente ahora que no gobierna una exigencia que estuvo en su mano imponer a la iglesia pero no lo hizo mientras gobernaba!). 

     La iglesia institucional, como era de esperar, ha puesto ya el grito en el cielo. Pero no le hemos oído citar al respecto ninguna frase del Evangelio, ningún dicho de Jesús (¿cómo podría hacerlo? En balde buscaría ningún dicho de Jesús en su favor en toda esta cuestión). Se ha limitado, como era también de esperar, a defender sus intereses enmascarados de derechos o incluso de caridad. Vayamos por partes.

     Primero: intereses enmascarados de derechos. “La iglesia católica –se nos dice– no goza de ningún privilegio en cuestión de IBI, pues se le aplica la misma ley que rige para los bienes inmuebles de todas las asociaciones sin ánimo de lucro”. Que digan los expertos si es o no es así, pero yo apostaría a que, también en lo que se refiere al Impuesto de Bienes Inmuebles, la iglesia católica goza de muchos privilegios, si la comparamos con otras religiones o asociaciones o fundaciones sin ánimo de lucro. Eso por un lado. 

     En cuanto a que las instituciones católicas posean “sin ánimo de lucro” tantos bienes inmuebles como poseen, ¿qué queréis que os diga? Toda la credulidad del mundo no bastaría para creerlo. ¿Cómo es que la iglesia institucional posee tantas casas, fincas, conventos, monumentos, colegios, clínicas y hoteles sin ánimo alguno de lucro? Misterio. Y si de verdad no tienen ánimo de lucro, ¿cómo es que les cuesta tanto deshacerse de tantos bienes? Otro misterio. 

     Segundo: intereses enmascarados de altruismo o incluso de caridad. “No hay en el Estado –se apresuran a decir los obispos sacando pecho– ninguna institución que desempeñe una labor social tan altruista y caritativa como la Iglesia. ¿Qué sería, por ejemplo, si los colegios religiosos dejaran de escolarizar a casi la mitad de nuestra sociedad? ¿Y qué sería de tantos y tantos pobres si no existiera Caritas, que depende de la iglesia? Vosotros, socialistas e izquierdosos todos, ¿queréis acaso fiscalizar la caridad, someterla a impuestos?”. 

     Yo también pienso que casi todos los colegios y universidades religiosas desempeñan una magnífica labor educativa –y lo hacen tanto mejor cuanto más libres son de las directrices de la jerarquía eclesiástica–, pero no es la iglesia institucional sino los padres (religiosos o no) de las alumnas/os los que pagan (muy “religiosamente”) de su propio bolsillo la esmerada educación que reciben sus hijas e hijos en esos centros religiosos. Se puede discutir si los centros educativos ahorran algo al Estado, pero en ningún caso el mérito sería de las instituciones religiosas, sino de los sufridos padres que pagan. 

     En cuanto a Caritas… ¡Qué feo es apelar a Caritas, admirable Caritas, para justificar el injustificable apego de la iglesia al poder, al privilegio y al lucro! ¿No pretenderán hacernos creer que son los obispados, despojándose de sus bienes o vaciando sus tesoros, los que proporcionan a Caritas las enormes sumas de dinero que permiten comer y vivir y tener una casa a tanto necesitado? 

     Caritas sí es evangelio puro. Caritas sí es auténtica Iglesia de Jesús. La historia de la Caridad sí es la verdadera historia de la verdadera Iglesia. Pero el mérito no es de la iglesia con minúscula. Y mencionar a Caritas para justiciar la exención del IBI es puro sofisma. El dinero que gestiona y distribuye Caritas –por cierto, de manera muy fiable– no es dinero de la iglesia, es dinero de la gente, dinero de gente compasiva y generosa, religiosa o no religiosa, afín u hostil a la iglesia católica. Y aunque no existiera Caritas, la Caridad seguiría existiendo, y estoy seguro de que la gente buena seguiría dando de su dinero para la gente necesitada.

     Jesús, el profeta manso y resuelto, el que expulsó y seguiría expulsando a los mercaderes del templo, dijo: “No podéis servir a Dios y al Dinero”. Y también dijo: “El que tenga oídos para oír que oiga”.


domingo, 25 de marzo de 2012

Identificado con las víctimas

(Reflexión a Mc. 14, 1-15.47) 
     Ni el poder de Roma ni las autoridades del Templo pudieron soportar la novedad de Jesús. Su manera de entender y de vivir a Dios era peligrosa. No defendía el imperio de Tiberio, llamaba a todos a buscar el reino de Dios y su justicia. No le importaba romper la ley del sábado ni las tradiciones religiosas, solo le preocupaba aliviar el sufrimiento de las gentes enfermas y desnutridas de Galilea.
     No se lo perdonaron. Se identificaba demasiado con las víctimas inocentes del imperio y con los olvidados por la religión del templo. Ejecutado sin piedad en una cruz, en él se nos revela ahora Dios, identificado para siempre con todas las víctimas inocentes de la historia. Al grito de todos ellos se une ahora el grito de dolor del mismo Dios.
     En ese rostro desfigurado del Crucificado se nos revela un Dios sorprendente, que rompe nuestras imágenes convencionales de Dios y pone en cuestión toda práctica religiosa que pretenda dar culto a Dios olvidando el drama de un mundo donde se sigue crucificando a los más débiles e indefensos.
     Si Dios ha muerto identificado con las víctimas, su crucifixión se convierte en un desafío inquietante para los seguidores de Jesús. No podemos separar a Dios del sufrimiento de los inocentes. No podemos adorar al Crucificado y vivir de espaldas al sufrimiento de tantos seres humanos destruidos por el hambre, las guerras o la miseria.
     Dios nos sigue interpelando desde los crucificados de nuestros días. No nos está permitido seguir viviendo como espectadores de ese sufrimiento inmenso alimentando una ingenua ilusión de inocencia. Nos hemos de rebelar contra esa cultura del olvido, que nos permite aislarnos de los crucificados desplazando el sufrimiento injusto que hay en el mundo hacia una "lejanía" donde desaparece todo clamor, gemido o llanto.
     No nos podemos encerrar en nuestra "sociedad del bienestar", ignorando a esa otra "sociedad del malestar" en la que millones de seres humanos nacen solo para extinguirse a los pocos años de una vida que solo ha sido muerte. No es humano ni cristiano instalarnos en la seguridad olvidando a quienes solo conocen una vida insegura y amenazada.
     Cuando los cristianos levantamos nuestros ojos hasta el rostro del Crucificado, contemplamos el amor insondable de Dios, entregado hasta la muerte por nuestra salvación. Si lo miramos más detenidamente, pronto descubrimos en ese rostro el de tantos otros crucificados que, lejos o cerca de nosotros, están reclamando nuestro amor solidario y compasivo.
José Antonio Pagola 

jueves, 22 de marzo de 2012

El atractivo de Jesús

(Reflexión a Jn. 12, 20-33)
 
            Unos peregrinos griegos que han venido a celebrar la Pascua de los judíos se acercan a Felipe con una petición: «Queremos ver a Jesús». No es curiosidad. Es un deseo profundo de conocer el misterio que se encierra en aquel hombre de Dios. También a ellos les puede hacer bien.
         A Jesús se le ve preocupado. Dentro de unos días será crucificado. Cuando le comunican el deseo de los peregrinos griegos, pronuncia unas palabras desconcertantes: «Llega la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre». Cuando sea crucificado, todos podrán ver con claridad dónde está su verdadera grandeza y su gloria.
         Probablemente nadie le ha entendido nada. Pero Jesús, pensando en la forma de muerte que le espera, insiste: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí». ¿Qué es lo que se esconde en el crucificado para que tenga ese poder de atracción? Sólo una cosa: su amor increíble a todos.
         El amor es invisible. Sólo lo podemos ver en los gestos, los signos y la entrega de quien nos quiere bien. Por eso, en Jesús crucificado, en su vida entregada hasta la muerte, podemos percibir el amor insondable de Dios. En realidad, sólo empezamos a ser cristianos cuando nos sentimos atraídos por Jesús. Sólo empezamos a entender algo de la fe cuando nos sentimos amados por Dios.
         Para explicar la fuerza que se encierra en su muerte en la cruz, Jesús emplea una imagen sencilla que todos podemos entender: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto». Si el grano muere, germina y hace brotar la vida, pero si se encierra en su pequeña envoltura y guarda para sí su energía vital, permanece estéril.
         Esta bella imagen nos descubre una ley que atraviesa misteriosamente la vida entera. No es una norma moral. No es una ley impuesta por la religión. Es la dinámica que hace fecunda la vida de quien sufre movido por el amor. Es una idea repetida por Jesús en diversas ocasiones: Quien se agarra egoístamente a su vida, la echa a perder; quien sabe entregarla con generosidad genera más vida.
         No es difícil comprobarlo. Quien vive exclusivamente para su bienestar, su dinero, su éxito o seguridad, termina viviendo una vida mediocre y estéril: su paso por este mundo no hace la vida más humana. Quien se arriesga a vivir en actitud abierta y generosa, difunde vida, irradia alegría, ayuda a vivir. No hay una manera más apasionante de vivir que hacer la vida de los demás más humana y llevadera. ¿Cómo podremos seguir a Jesús si no nos sentimos atraídos por su estilo de vida?
                 
José Antonio Pagola

domingo, 11 de marzo de 2012

Mirar al Crucificado

(Reflexión a Jn. 3, 14-21)
            El evangelista Juan nos habla de un extraño encuentro de Jesús con un importante fariseo, llamado Nicodemo. Según el relato, es Nicodemo quien toma la iniciativa y va a donde Jesús «de noche». Intuye que Jesús es «un hombre venido de Dios», pero se mueve entre tinieblas. Jesús lo irá conduciendo hacia la luz.
         Nicodemo representa en el relato a todo aquel que busca sinceramente encontrarse con Jesús. Por eso, en cierto momento, Nicodemo desaparece de escena y Jesús prosigue su discurso para terminar con una invitación general a no vivir en tinieblas, sino a buscar la luz.
         Según Jesús, la luz que lo puede iluminar todo está en el Crucificado. La afirmación es atrevida: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna». ¿Podemos ver y sentir el amor de Dios en ese hombre torturado en la cruz?
         Acostumbrados desde niños a ver la cruz por todas partes, no hemos aprendido a mirar el rostro del Crucificado con fe y con amor. Nuestra mirada distraída no es capaz de descubrir en ese rostro la luz que podría iluminar nuestra vida en los momentos más duros y difíciles.
         Sin embargo, Jesús nos está mandando desde la cruz señales de vida y de amor.
En esos brazos extendidos que no pueden ya abrazar a los niños, y en esa manos clavadas que no pueden acariciar a los leprosos ni bendecir a los enfermos, está Dios con sus brazos abiertos para acoger, abrazar y sostener nuestras pobres vidas, rotas por tantos sufrimientos.
         Desde ese rostro apagado por la muerte, desde esos ojos que ya no pueden mirar con ternura a pecadores y prostitutas, desde esa boca que no puede gritar su indignación por las víctimas de tantos abusos e injusticias, Dios nos está revelando su "amor loco" a la Humanidad.
         «Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él». Podemos acoger a ese Dios y lo podemos rechazar. Nadie nos fuerza. Somos nosotros los que hemos de decidir. Pero «la Luz ya ha venido al mundo». ¿Por qué tantas veces rechazamos la luz que nos viene del Crucificado?
         Él podría poner luz en la vida más desgraciada y fracasada, pero «el que obra mal... no se acerca a la luz para no verse acusado por sus obras». Cuando vivimos de manera poco digna, evitamos la luz porque nos sentimos mal ante Dios. No queremos mirar al Crucificado. Por el contrario, «el que realiza la verdad, se acerca a la luz». No huye a la oscuridad. No tiene nada que ocultar. Busca con su mirada al Crucificado. Él lo hace vivir en la luz.
José Antonio Pagola

miércoles, 7 de marzo de 2012

Quitapesares

MARI PAZ LÓPEZ SANTOS
MADRID
ECLESALIA, 05/03/12.-

He visitado recientemente un bello monasterio situado en la Ribera Sacra (Orense) y convertido en hotel tras años en ruinas. Me produjo una buena sensación la estancia destinada a la enfermería de monjes que cuenta con un gran balcón en el piso alto de la misma en donde, según consta en una placa explicativa, “los enfermos se recuperaban de sus dolencias con baños de sol, aire puro y el frescor aportado por el río Sil, al tiempo que disfrutaban de las extraordinarias vistas”.

Los monjes llamaron a este idílico espacio: “Quitapesares”. Creo que no tenía noticias de esta palabra, ni hablada ni escrita, desde que era pequeña y entonces no sabía a qué se refería.

Dice el diccionario de la Real Academia que un “pesar” es un sentimiento o dolor interno que molesta y fatiga el ánimo; y el antídoto “quitapesares” es consuelo o alivio en la pena. Tengo la impresión de que aunque esta palabra sigue en el diccionario ha desaparecido del lenguaje habitual por su falta de uso. Y sin embargo, pesares existen y de las formas y modalidades más diversas.

La meta del viaje no era el lugar donde encontré la palabra “quitapesares” así que había que continuar hasta llegar al monasterio cisterciense de Santa María de Armenteira (Pontevedra), otro entorno monástico, este sí habitado por una comunidad de monjas cistercienses en donde pasar unos días de sosiego, oración y silencio.

Una palabra, una sonrisa o un abrazo pueden ser manifestación del primer signo de acogida pero en este caso lo primero que percibí fue una deliciosa fragancia, al entrar en la tienda y portería del monasterio. El olfato se adelantó a la vista y a la palabra: el olor de los jabones que hacen las monjas invade el espacio antes de entrar por la puerta; enseguida la amplia sonrisa de la hermana portera y, al mismo tiempo, los ojos informan de que aquellos múltiples y brillantes colores del mostrador son los jabones producto del trabajo de esta comunidad contemplativa. A esto le llamo: acogida instantánea.

Han sido cuatro días sencillos pero intensos en el monasterio de Armenteira compartiendo la oración varias veces al día, desde la oscuridad antes del amanecer, las primeras luces del día, el camino del sol hacia lo alto, y su declive en la tarde, hasta llegar de nuevo a las sombras del fin del día, recibiendo la bendición de la oración final del día, que trae recuerdos del sosiego de una nana y el beso de buenasnoches.

He recorrido el camino de la oración insertada en la luz y la sombra, como es la vida; dejando que los salmos desgranados sin prisa, más allá de si todos me gustan o no, si los entiendo para este tiempo o no; notando que, si me dejo, una palabra, un punto, una coma o un silencio tocarán mi fibra interior.
El día pasa en un ambiente de sencillo silencio, algo así como la mansa lluvia típica de Galicia, que te permite pasear al aire libre como sin darte cuenta de que te estás calando. Sin olvidar el arroyo que atraviesa el jardín del monasterio y que, si te animas a escuchar, te contará confidencias de su recorrido, hasta que caes en la cuenta de que su vida y la tuya algo tienen que ver, como le pasó a Siddharta.

Hay árboles que han crecido en el mismo cauce del río… quizás quisieron seguir la conversación y no perderse nada de la sabiduría que transmite el incansable murmullo del agua de paso hacia su fin.

Meditando las palabras de Jesús (Mt 11, 28-30): “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré…” durante un rato de meditación (lectio divina) la palabra encontrada antes de llegar a Armenteira se hizo de nuevo presente: ¡Quitapesares!… sí, Jesús practicaba el arte de ayudar a quitar pesares, de aliviar de agobios. Y animaba a vivir la vida de otra forma: “Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy sencillo y humilde de corazón y hallaréis descanso para vuestras vidas”. En una palabra era un auténtico “quitapesares” ofreciendo soluciones: su yugo es el Amor, se vive desde la Sencillez y la Humildad del corazón y provoca Descanso para la auténtica Vida.

En el monasterio recibimos alivio para dejar muchas cargas con las que llegamos porque nos ofrecen: oración, silencio, soledad, meditación, acogida (nos acogen como si se tratara de que es el mismo Cristo quien llega, siguiendo la Regla de San Benito, que lo deja bien claro); entramos en contacto con la naturaleza sosegada, y otras muchas cosas que parece hemos olvidado en el mundo en que vivimos.

Sin darnos cuenta nos vamos alejando de lo que nos mantiene firmes, alegres, fuertes, estables y la vida empieza a perder brillo: nos duele la espalda, acusamos ceguera, sordera, cansancio y una sensación de vapuleo por todo lo que se mueve a nuestro alrededor.

Necesitamos sana escucha, algún que otro abrazo, jugar con los niños, tener tiempo para los amigos, para los que no pueden salir de casa, ir al monte a abrazar árboles, a la montaña a mirar con perspectiva y a la plaza a pedir justicia…

Necesitamos refuerzos internos para aliviar el peso propio y, a su vez, ser “quitapesares” unos de otros con los dones recibidos, que son muchos.

Invito a un paseo a través de la web del monasterio Armenteira

www.monasteriodearmenteira.org aunque no llegue la estupenda fragancia de sus jabones ni el murmullo del arroyo de forma virtual, eso ha de ser presencial.

lunes, 5 de marzo de 2012

Ante la reforma laboral

La Juventud Obrera Cristiana (JOC) y la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC), como parte de la Iglesia en el mundo obrero y del trabajo, ofrecemos esta reflexión ante la aprobación por el Consejo de Ministros de una nueva reforma laboral.
reforma
Nos encontramos con la 16ª reforma del mercado de trabajo en democracia. Hasta ahora las sucesivas reformas laborales llevadas a cabo por los gobiernos, de uno u otro signo político, bajo el pretexto de modernizar y flexibilizar dicho mercado laboral, han transformando la concepción y función del trabajo asalariado en nuestra sociedad y están socavando los derechos de las personas trabajadoras y de sus familias.

Estas reformas siempre se han presentado como una necesidad para combatir el desempleo, pero sólo han conseguido:
-        incrementar el empleo temporal, especialmente para los jóvenes;
-        diversificar las modalidades de contratación a la carta;
-        abaratar el coste del despido;
-        reducir el crecimiento de los salarios;
-        devaluar lo público (servicios sociales, educación y sanidad).

En definitiva, han profundizado en el trabajo precario y en el empobrecimiento de las familias trabajadoras. Un ejemplo lo tenemos en los años de crecimiento económico anteriores a la actual crisis: aún creándose riqueza y empleo, estos no sirvieron para disminuir la pobreza en nuestro país.

Ninguna reforma ha estado orientada hacia la expansión de un empleo decente como Benedicto XVI reclama en la encíclica Caritas in veritate. Los derechos que emanan de un trabajo a la altura del ser humano no pueden estar subordinados a las exigencias económicas. Es la economía la que debe orientarse a las necesidades de las personas y de sus familias; es el ser humano el centro de la actividad económica y laboral. El respeto a la dignidad del trabajo, vinculado a la dignidad de la persona, es y debe ser el criterio central de una economía orientada por “una ética amiga de la persona”. (Benedicto XVI, Caritas in veritate, 45)
Esta nueva reforma es otra agresión al trabajo humano como principio de vida. Creemos que una reforma laboral que pretende ser completa y marcar un antes y un después en las relaciones laborales, no puede hacerse sin el suficiente consenso social entre las personas trabajadoras y el colectivo empresarial. Y tendría, además, que responder a las necesidades de las familias trabajadoras y no a las exigencias impuestas por los mercados financieros, las grandes empresas, las instituciones comunitarias y los organismos económicos internacionales.
Esta reforma laboral es una vuelta de tuerca más para flexibilizar el mercado de trabajo:
- Quiebra el derecho constitucional a la negociación colectiva y a la capacidad organizativa de los trabajadores –no existe negociación real de los trabajadores en el ámbito de la empresa cuando el 95% del tejido productivo español está compuesto por empresas de menos de 50 trabajadores. Este Real Decreto contempla la fractura de la cohesión social al habilitar la “caducidad” de los convenios colectivos desincentivando cualquier negociación entre las partes.
- Facilita y abarata la expulsión del mercado de trabajo: quita trabas al despido por causas económicas; rebaja la indemnización del improcedente (pasando a 33 días por año trabajado, con un máximo de 24 mensualidades) y elimina la autorización administrativa para poder llevar a cabo los expedientes de regulación de empleo. Los contratos indefinidos con esta nueva regulación tampoco tendrán, como los temporales, condición de estabilidad.
-   Abre el camino para ajustar los salarios a la productividad. Con esta reforma, los salarios de los trabajadores más débiles van a depender de la voluntad unilateral del empresario.
-  Dificulta, cuando no impide o precariza, el empleo juvenil. Más del 80% del empleo destruido por la crisis corresponde a empleo juvenil. El nuevo contrato de trabajo indefinido, especialmente para jóvenes (también para desempleados de larga duración), dirigido a las empresas de menos de 50 trabajadores, se puede convertir, más que indefinido, en un contrato temporal sin causa justificada. Estas nuevas modalidades de contratación y regulación ponen en serio peligro, aún más, la estabilidad presente y futura de la mayor parte de la juventud.
No compartimos la individualización de las relaciones laborales que propone esta reforma. Recordamos a nuestros gobernantes que el trabajo es una experiencia comunitaria y que una de las funciones de la empresa, según la Doctrina Social de la Iglesia, es favorecer la comunitariedad. Todo lo que suponga la individualización, dar prioridad a los intereses personales frente a los colectivos, significa romper la vocación a la comunión del ser humano
No es lícito eliminar derechos y protección de las personas trabajadoras con el argumento de combatir el desempleo y de reducir la temporalidad, cuando han sido las políticas económicas de los últimos gobiernos las que han provocado que haya un tejido productivo tan débil y un empleo tan precario. 
No podemos seguir flexibilizando  las relaciones laborales sin garantizar la seguridad de una vida digna para las personas trabajadoras y sus familias. Y esta reforma se lleva a cabo en un contexto de quiebra del Estado de Bienestar, de reducción del Sector Público y de recortes de los servicios y prestaciones sociales sin precedentes.
Esta reforma rompe el débil equilibrio conquistado históricamente entre capital-trabajo, alejándose del principio siempre defendido por la Iglesia de la prioridad del trabajo frente al capital. Además, supone un nuevo golpe al Derecho Laboral limitando su capacidad de frenar la creciente mercantilización y “cosificación” del trabajo humano. Consideramos que este gobierno ha aprovechado el estado de quietud y miedo de la mayor parte de la ciudadanía, para eliminar viejas conquistas laborales y aspiraciones conseguidas tras muchas luchas de tantas personas a lo largo de la historia.
Los retos actuales que atraviesa la economía española requieren medidas políticas concertadas en el ámbito internacional que subordinen la economía financiera a la economía productiva. Es preciso, como ha pedido insistentemente Benedicto XVI y el Pontificio Consejo Justicia y Paz, una reforma del sistema financiero internacional. Esta reforma supondría avanzar en justicia social y comunión de bienes, redistribuyendo efectivamente la riqueza existente; controlar la economía especulativa y frenar el desmedido afán de lucro, en lugar de eliminar derechos. Este es el camino que puede generar riqueza orientada a la creación de empleo decente y con derechos, y a disminuir la pobreza.
Como Iglesia en el mundo obrero, en las actuales circunstancias, pedimos a las autoridades políticas, a los agentes sociales y económicos, al conjunto de los trabajadores y de la sociedad, y especialmente a los cristianos y cristianas, que caminemos juntos, con la intención de eliminar las causas que han generado esta crisis económica y, al mismo tiempo, superemos las estructuras económicas y sociales injustas que tanto sufrimiento, deshumanización y pobreza están provocando a las personas.
También instamos a los partidos políticos a corregir y reorientar, en el proceso parlamentrario, esta reforma laboral poniendo en el centro de la misma el trabajo decente y con derechos y, al mismo tiempo, animamos a participar en las iniciativas y movilizaciones que se convoquen por parte de las organizaciones eclesiales, sociales y sindicales que ayuden a tomar conciencia y revertir esta situación tan lesiva para las personas trabajadoras y sus familias.
Madrid, 16 de febrero de 2012

domingo, 4 de marzo de 2012

La indignación de Jesús

(Reflexión a Jn. 2, 13-25)
            Acompañado de sus discípulos, Jesús sube por primera vez a Jerusalén para celebrar las fiestas de Pascua. Al asomarse al recinto que rodea el Templo, se encuentra con un espectáculo inesperado. Vendedores de bueyes, ovejas y palomas ofreciendo a los peregrinos los animales que necesitan para sacrificarlos en honor a Dios. Cambistas instalados en sus mesas traficando con el cambio de monedas paganas por la única moneda oficial aceptada por los sacerdotes.
         Jesús se llena de indignación. El narrador describe su reacción de manera muy gráfica: con un látigo saca del recinto sagrado a los animales, vuelca las mesas de los cambistas echando por tierra sus monedas, grita: «No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre».
         Jesús se siente como un extraño en aquel lugar. Lo que ven sus ojos nada tiene que ver con el verdadero culto a su Padre. La religión del Templo se ha convertido en un negocio donde los sacerdotes buscan buenos ingresos, y donde los peregrinos tratan de "comprar" a Dios con sus ofrendas. Jesús recuerda seguramente unas palabras del profeta Oseas que repetirá más de una vez a lo largo de su vida: «Así dice Dios: Yo quiero amor y no sacrificios».
         Aquel Templo no es la casa de un Dios Padre en la que todos se acogen mutuamente como hermanos y hermanas. Jesús no puede ver allí esa "familia de Dios" que quiere ir formando con sus seguidores. Aquello no es sino un mercado donde cada uno busca su negocio.
         No pensemos que Jesús está condenando una religión primitiva, poco evolucionada. Su crítica es más profunda. Dios no puede ser el protector y encubridor de una religión tejida de intereses y egoísmos. Dios es un Padre al que solo se puede dar culto trabajando por una comunidad humana más solidaria y fraterna.
         Casi sin darnos cuenta, todos nos podemos convertir hoy en "vendedores y cambistas" que no saben vivir sino buscando solo su propio interés. Estamos convirtiendo el mundo en un gran mercado donde todo se compra y se vende, y corremos el riesgo de vivir incluso la relación con el Misterio de Dios de manera mercantil.
         Hemos de hacer de nuestras comunidades cristianas un espacio donde todos nos podamos sentir en la «casa del Padre». Una casa acogedora y cálida donde a nadie se le cierran las puertas, donde a nadie se excluye ni discrimina. Una casa donde aprendemos a escuchar el sufrimiento de los hijos más desvalidos de Dios y no solo nuestro propio interés. Una casa donde podemos invocar a Dios como Padre porque nos sentimos sus hijos y buscamos vivir como hermanos.
José Antonio Pagola

sábado, 3 de marzo de 2012

Escuchar a Jesús

Por Teófilo Amores Mendoza

Hace pocos años (1995), dos profesores de la Universidad de Oviedo publicaron un Diccionario de frecuencias de las unidades lingüísticas del Castellano. Durante los trabajos de investigación que realizaron para preparar la publicación, pudieron constatar que en cada DOS MILLONES de “unidades lingüísticas” (habladas y escritas), la palabra iglesia se repite 218 veces; religión 140 veces, papa 84 veces; obispo 56 veces, mientras que evangelio, tan solo 13 veces.
El evangelista Marcos, en 9, 2-10, nos relata el episodio de la Transfiguración de Jesús que, para ser comprendido en toda su amplitud, precisa de la lectura previa de los versículos 27 y siguientes del capítulo precedente, el 8. En estos vemos cómo Pedro realiza su profesión de fe, declarando que Jesús es el mismo Cristo tan esperado. Ante esa declaración Jesús formula el primero de los tres anuncios de la Pasión que va a pronunciar, comunicándoles, con toda claridad, los padecimientos que le esperan en su ya inmediata llegada a Jerusalén, insultos, desprecios, maltratos hasta la consumación de la muerte en la cruz y siguiente resurrección al tercer día. El panorama que describe Jesús es tan terrible que Pedro no lo soporta y, llevándose aparte a Jesús, se pone a reprenderle por decir semejantes cosas.
El pobre Pedro no esperaba lo que se le venía encima: Jesús, llamándole Satanás, le ordena que se aparte de él porque no siente las cosas de Dios, sino las de los hombres. Podemos imaginar al vehemente Pedro cómo debió quedarse.
Solamente después de leer lo anterior podemos pasar al relato de la Transfiguración en el que Jesús, llevándose aparte al propio Pedro, a Santiago y a Juan, sube al Monte donde se transfigura ante ellos, mostrándose en toda su gloria y acompañado por Elías y Moisés. Y así, precisamente así, es como quería Pedro ver a Jesús: alejado del mundo, en lo alto de un monte, transfigurado y rodeado de una compañía tan selecta como la indicada. Tan a gusto se siente Pedro que quiere dilatar en el tiempo aquel estado de bienestar levantando tres tiendas para Jesús y sus acompañantes.
Pedro… ¡pobre Pedro!, que se olvida que Jesús ha venido al mundo para evangelizar a los pobres, para predicar a los cautivos la redención y devolver la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y promulgar un año de gracia del Señor (Lc. 4, 18-19) y eso no se hace en lo alto del monte acompañado por Elías y Moisés, eso no se hace en palacios, en recintos apartados, rodeado de unos cuantos escogidos y acompañado de elevados personajes. Eso se hace a pie de calle, en medio del pueblo, rodeado de pobres, ladrones, andrajosos, enfermos, prostitutas y otra gente del estilo con los que se comparte su forma de vivir, sus problemas, sus dramas; rodeado de gente que tiene la oportunidad de acercarse a ti para contarte sus problemas sin necesidad de tener que solicitar audiencias, pisando el mismo polvo del camino que se llevan en sus pies los que carecen de recursos para llegar a fin de mes, para sacar adelante a sus familias, para pagar los intereses que les cobran los prestamistas que engordan sus cuentas a costa de la miseria de sus semejantes.
La beatífica visión que ha seducido a Pedro termina de golpe mientras escuchan una voz que procede de una nube (la misma nube que impidió que el poderoso Faraón terminara con el pueblo a orillas del Mar Rojo) y que les conmina: Este es mi Hijo amado, escuchadle.
Mientras bajan del monte, los tres discípulos dan muestras, una vez más, de que no se enteran de nada: no escuchan a Jesús. Solamente le oyen. Pero no escuchan.
Aludía al principio de esta reflexión al trabajo de los dos profesores que culminó en su Diccionario de frecuencias. Y lo hacía porque creo que resulta profundamente preocupante que en el uso ordinario de la lengua castellana se hable con tanta profusión de la iglesia, de la religión, de los papas y los obispos… y tan poco del evangelio
No tenemos más que asomarnos a las páginas web, a las publicaciones de nuestras diócesis, de nuestra Conferencia Episcopal, a la misma web del Vaticano para comprobar que hay una sobreabundancia de referencias a documentos papales y episcopales, a proyectos eclesiales y diocesanos, a encíclicas y cartas pastorales, a descripción de los tira y afloja entre gobiernos e iglesias locales… y pocas, poquísimas y, en ocasiones ninguna, referencias al evangelio.
De aquella nube que da fin al episodio de la Transfiguración surgió una voz: ESCUCHADLE. Jesús dijo, al inicio de su ministerio, con absoluta claridad, a qué había venido; he trascrito más arriba los versículos del capítulo 4 de Lucas. Al marcharse de este mundo resumió toda su enseñanza en un solo mandamiento nuevo: amaos unos a otros como yo os he amado (Jn 13, 34). Y es que Él… amó hasta dar su vida por los demás. Ese, y no otro, es el modo en que él nos amó.
A veces me pregunto si nosotros, los que tan osadamente nos declaramos cristianos, realmente hacemos lo que Jesús nos dijo que quería que hiciéramos… o si en realidad nos hemos inventado otros cientos de mandamientos que nos hacen olvidarnos de lo que Jesús quiere de nosotros.
Creo que los cristianos hemos de posicionarnos de modo claro al lado de los pobres, los cautivos, los ciegos y los oprimidos, abandonando nuestra cómoda y frecuente ubicación al lado de esos banqueros, empresarios, terratenientes, dictadores, y explotadores que confiesan con la boca lo que no practican con sus actos. Creo que debemos empezar a seguir los pasos de Jesús, aceptando que su reino no es de este mundo. Creo que debemos romper con todos los convenios y concordatos que nos atan como cadenas a los poderes temporales para poder volar en libertad y promulgar, también nosotros, un año de gracia del Señor.