José Antonio Pagola
Jesucristo: Catequesis Cristológicas (F.1)
Ante los rasgos sorprendentes que caracterizaron la vida de Jesús de Nazaret (ver 1 a. catequesis) y, sobre todo, ante el hecho inaudito de la resurrección (ver 3a. catequesis), la comunidad cristiana confiesa, llena de fe, el hecho más original y central del cristianismo: en Jesús de Nazaret el Hijo de Dios se ha hecho hombre por nuestra salvación. Vamos a tratar de descubrir qué significa esto para un creyente.
1. La fe en Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre
Jesús, experimentado como hombre
Los contemporáneos de Jesús, los discípulos que convivieron cerca de él y todos sus seguidores vieron en Jesús un hombre, en el sentido propio y pleno de esta palabra. Un hombre cuya vida es semejante a la nuestra. Basta recorrer las páginas de los evangelios para ver cómo Jesús pasa hambre y sed, frío y calor como nosotros (Mt 4,2; Jn 19, 28); llora y goza como nosotros (Jn 11, 35; Lc 10,21); se indigna (Mc 1, 41; 6, 34), se sorprende (Mc 6,6), se compadece (Mc 1, 41; 6,34), se desilusiona (Mc 8, 17; 9,19), hace preguntas para informarse (Mc 6, 38; 9, 16; 9, 21; 9,33), ignora cuándo llegará el último día (Mc 13, 32); le entra una angustia mortal ante la proximidad de su muerte (Mc 14, 34).
Jesús, distinto del Padre
Jesús es un hombre que no puede ser confundido con Yavé, el Dios de Israel. en los escritos de las primeras comunidades cristianas, Jesús aparece siempre como alguien claramente distinto de ese Dios a quien Jesús llama Padre, a quien ora con fe y confianza en sus largas horas de silencio y soledad (Mc 1, 35; Lc 5, 16), a quien obedeció hasta la muerte (Mc 14, 36) y en cuyas manos abandonó su vida al dar el último aliento (Lc 23, 46).
La unión de Jesús con el Padre
Ya el comportamiento y la personalidad excepcional de Jesús obligan a preguntarse quién es este hombre que actúa de manera tan sorprendente y única. ¿Cómo puede Jesús descubrir a sus contemporáneos la verdadera voluntad de Dios con una autoridad tan soberana, tan inmediata, derivada directamente de Dios? ¿Cómo puede Jesús con su palabra, sus gestos y su vida hacer presente ya entre los hombres el Reinado de Dios? ¿Cómo puede Jesús intervenir en la vida de los demás curando sus males y concediendo el perdón del mismo Dios? ¿Cómo puede confrontar a todos directamente con Dios presentándose como factor decisivo de la salvación de los hombres? ¿Cómo puede invocar a Dios como Padre y vivir con El una relación única e incomparable? ¿Qué misterio encierra su persona?
Pero además, este hombre al morir no ha quedado abandonado en la muerte sino que ha sido resucitado por el mismo Dios. Ante este acontecimiento único y sorprendente, surge obligadamente una pregunta: ¿Quién es este hombre cuya vida, ya desconcertante por sí misma, no ha terminado en la muerte como la de los demás hombres sino en resurrección?
La Resurrección descubre a los cristianos que Dios se hace presente en la vida y en la muerte de este hombre de una manera única, que supera todo lo que nosotros podemos concebir de otros hombres. No se puede hablar de Jesús como de un hombre cualquiera. En ningún otro encontramos una unión parecida con Dios. Ningún otro vive tan inmediatamente desde Dios y para Dios. Desde este hombre, Dios nos habla y se dirige a nosotros de manera tan directa e inmediata que a Jesús no se le puede considerar como un mero profeta o enviado de Dios. En la vida de este hombre, la Palabra de Dios y su actuación salvadora están tan totalmente presentes que debemos decir que el mismo Dios se nos presenta, se nos descubre y se nos acerca en Jesús de Nazaret de una manera única e irrepetible.
Jesús confesado como Hijo de Dios
Los primeros creyentes tratan de expresar esta realidad acudiendo a lenguajes diferentes y variados. Trataremos de entender algunas de sus expresiones más significativas.
Aquel Dios que había hablado tantas veces y de tantas maneras al pueblo, ahora ha hablado su última palabra desde Jesús (Hb 1, 1). Dicho con más profundidad, en Jesús no escuchamos simplemente una palabra de Dios. Jesús mismo es la Palabra de Dios hecha carne, hecha vida humana (In 1, 14). Jesús es Dios hablándonos a los hombres desde la vida concreta de un hermano.
Aquel Dios que tantas veces y de tantas maneras había intervenido para liberar a los hebreos, ahora ha actuado en Jesús y desde Jesús de una manera única y definitiva para salvar a todos los hombres. “En Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo” (2 Co 5, 19).
Ese Dios que nos resulta lejano, misterioso e inaccesible, ahora se nos ha hecho cercano y visible, de alguna manera, en la vida concreta de Jesús. cc En él reside toda la plenitud de la Divinidad corporalmente» (Col 2, 9). Este hombre es Dios viviendo una vida humana como la nuestra. Por eso, en la persona y en la vida concreta de Jesús “se nos ha descubierto la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres” (Tt 3,4).
En Jesús, Dios se ha acercado a los hombres y se ha identificado con nuestros problemas hasta tal punto que a este hombre hay que llamarlo «Enmmanuelx', es decir, «Dios-con-vosotros» (Mt 1,23). Dios ahora es para nosotros Jesús. Sólo en Jesús y desde Jesús se nos ofrece Dios como Salvador.
La comunidad cristiana ha sentido la necesidad de atribuir a Jesús diversos nombres y títulos que, dentro de sus limitaciones, tratan de recoger la fe de los creyentes. Recordaremos algunos: Jesús es el único Mediador entre Dios y los hombres (1 Tm 2, 5). El es el único Salvador en el que podemos poner nuestras esperanzas (Hch 5, 31; 13, 23; 4,12). Más aún, Jesús es confesado como «Señor”, con el mismo nombre que se le da a Dios entre los judíos de lengua griega. Jesús es el Señor, es decir el que vive ahora resucitado realizando toda la actividad salvadora que el pueblo le atribuye a Dios.
Quizás el título más significativo y el que irá adquiriendo una profundidad cada vez mayor es el de “Hijo de Dios”. Por una parte, nos indica que Jesús es Hijo obediente y fiel al Padre. Pero, por otra parte es Hijo de Dios, es decir, alguien que tiene su origen no en sí mismo sino en Dios, alguien que habla, actúa, vive y existe no desde sí mismo sino desde su Padre.
La búsqueda de nuevas fórmulas de fe en Jesucristo
Al entrar en contacto con otras corrientes de pensamiento distintas al judaísmo y ante la aparición de diversas deformaciones o visiones incompletas de Cristo, los creyentes se vieron obligados a hacer un esfuerzo mayor para buscar nuevas fórmulas que recogieran adecuadamente su fe en Jesucristo. No es posible seguir aquí con detalle el camino muchas veces difícil y doloroso que tuvieron que recorrer. Los grandes Concilios de Nicea (325), Constantinopla (381), Efeso (431) y Calcedonia (451) marcan los momentos más importantes de esta búsqueda.
Este último Concilio de Calcedonia fue la conclusión de todos los esfuerzos realizados en siglos anteriores y se ha convertido en punto de partida que orienta toda la reflexión posterior de los creyentes: En Jesucristo no podemos suprimir ni su carácter plenamente humano (semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado), ni su condición divina (verdadero Hijo de Dios nacido del Padre). Pero esto, lo debemos entender de tal manera que no destruyamos esa unión plena y perfecta que se da en Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre por nuestra salvación.
Naturalmente, este Concilio reflexiona sobre Cristo desde los problemas que se planteaban en aquella época y habla sobre El con el lenguaje propio de aquella cultura. Sería una equivocación el limitarnos a repetir monótonamente, por pereza o seguridad, aquellas fórmulas antiguas que quizás nos pueden resultar hoy difíciles de aceptar en su verdadero significado. Pero, sería una equivocación mayor tratar de pensar nuestra fe en Cristo, prescindiendo del contenido que se encierra en la enseñanza de estos Concilios.
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