Por Jean Pierre de Caussade
Capítulo IV
El estado de abandono, su necesidad y sus maravillas
Voluntad divina, fiesta continua
¡Qué verdades tan inmensas permanecen ocultas en este estado! ¡Qué verdad es que toda cruz, toda acción, toda inclinación de la ordenación divina, comunica a Dios, lo da, de una manera que no puede explicarse sino por comparación con el más augusto misterio [de la Eucaristía]! Y por eso, ¡qué misteriosa es en su simplicidad y bajeza aparente la vida más santa! ¡Oh, banquete, oh fiesta perpetua! Un Dios que se da continuamente y que es siempre recibido no en el esplendor, en lo sublime y luminoso, sino en lo que es debilidad, desconcierto, nada. Dios elige aquello que la estimación natural desprecia y todo lo que la prudencia humana deja a un lado. Dios está en el misterio y se da a las almas en la medida en que éstas creen y le encuentran en él.
La anchura, la solidez y la firmeza de la piedra, sólo se encuentran en la vasta extensión de la voluntad divina, que se presenta sin cesar bajo el velo de las cruces y acciones más ordinarias. Es en la sombra de éstas donde Dios esconde su mano para sostenernos y conducirnos. Esta convicción debe bastar a un alma para llevarla al más sublime abandono. Y en el momento en que así lo hace, queda ya a cubierto de la contradicción de las lenguas, pues el alma no tiene nada que decir ni hacer en su defensa, puesto que su obra es la obra de Dios, y no en otra parte puede hallarse su justificación. Además, sus efectos y consecuencias le justificarán suficientemente, y bastará con dejar que todo vaya adelante. «El día al día le pasa el mensaje» [Sal 18,3].
Impulso continuo de gracia
Cuando uno no se gobierna por sus propias ideas, no necesita defenderse con palabras. Nuestras palabras no pueden expresar más que las ideas que concebimos; y si no existen estas ideas, tampoco hay palabras, porque ¿para qué servirían? ¿Para dar razón de lo que se hace? Pero si es que el ama no conoce esa razón, que permanece oculta en el principio que le hace actuar, y del que sólo siente el impulso de una manera inefable. Es preciso, pues, dejar que cada momento sostenga la causa del momento siguiente; y todo se sostiene en este encadenamiento divino, todo resulta firme y sólido, y la razón de lo que precede se ve por el efecto de lo que le sigue.
Quedó atrás una vida de pensamientos, imaginaciones, una vida de palabras múltiples. Ya no es todo eso lo que ocupa al alma, lo que la alimenta y entretiene. Ya ella no se mueve ni se sostiene con esas cosas. El alma no ve ni prevé ya por dónde habrá de avanzar. No se ayuda ya con reflexiones para animarse al trabajo y aguantar las incomodidades del camino, y va pasando por todo en el sentimiento más íntimo de su debilidad. El camino se va abriendo a su paso, entra en él, y por él marcha sin ninguna vacilación. Esta alma es pura y santa, simple y verdadera: camina por la línea recta de los mandamientos de Dios, en una continua adhesión al mismo Dios, que incesantemente encuentra en todos los puntos de esta línea.
No se entretiene ya en buscar a Dios en los libros, en las infinitas cuestiones y en la vicisitudes interiores. Abandona el papel y las discusiones, y Él se da al alma y viene a encontrarla. No sigue buscando ya caminos y vías que le conduzcan, pues el mismo Dios le traza el camino, y a medida que ella avanza, lo encuentra claro y abierto. Así es que todo lo que le queda por hacer es mantenerse bien asida de la mano de Dios, que se le ofrece directamente a cada paso y en cada momento, en los diversos objetos que encuentra día a día, y que se van presentando sucesivamente.
El alma sólo tiene, pues, que recibir la eternidad divina en el deslizamiento de las sombras del tiempo. Estas sombras varían, pero el Eterno que ocultan es siempre el mismo. Por eso el alma, sin apego a nada, debe abandonarse en el seno de la Providencia, seguir constantemente el amor por el camino de la cruz, de los deberes ciertos y de las mociones indudables.
Camino llano y recto del abandono
¡Qué claro y luminoso es este camino! Lo defiendo y lo enseño sin ningún temor, y estoy seguro de que todos me comprenden cuando digo que toda nuestra santificación consiste en recibir en cada instante las penas y deberes de nuestro estado como velos que nos ocultan y nos dan al mismo Dios.
En el abandono la única regla es el momento presente. En este estado el alma es ligera como una pluma, fluida como el agua, simple como un niño, móvil como una pelota, para recibir y seguir todos los impulsos de la gracia. Estas almas no tienen la consistencia y rigidez de un metal fundido. Cómo éste acepta todos los trazos del molde donde le fundieron, así estas almas se amoldan y ajustan con la misma facilidad a todas las formas que Dios les va dando. Su disposición, en una palabra, es semejante a la del aire, siempre dócil a todo soplo y siempre configurado a todo.
Vivir muriendo
Una observación importante a todo esto es que en esta actitud de abandono, en esta vía de fe, todo lo que va pasando en el alma y en el cuerpo, en los asuntos y diversos acontecimientos, presenta una apariencia de muerte, que no debe extrañar. ¿Y qué esperabais? Es la condición propia de este estado. Dios tiene sus designios sobre las almas y, bajo oscuros velos, los ejecuta todos muy felizmente. Y entiendo por esos velos las contrariedades, las enfermedades corporales, las debilidades espirituales. En las manos de Dios todo eso prospera, todo se resuelve para bien. Precisamente por esas cosas que son desolación para la naturaleza, Él prepara el cumplimiento de sus más altos designios: «Todas las cosas cooperan para el bien de aquéllos que son escogidos por su libre elección» [Rm 8,28].
El justo vive de la fe
Él vivifica así bajo las sombras, cuando los sentidos se ven aterrorizados, y es entonces la fe la que, llena de valor y seguridad, obtiene de cuanto sucede lo bueno y lo mejor. La fe sabe que la acción divina todo lo dispone y conduce, menos el pecado, y por eso entiende que es su deber adorarla en todo cuanto sucede, amarla y recibirla siempre con los brazos abiertos. La persona cobra así en todo un aire alegre, de confianza, elevándose en todas las cosas por encima de unas apariencias que sólo sirven para las victorias de la fe. Éste es el medio que yo os doy para honrar a Dios y tratarlo como a Dios.
Vivir de la fe es, pues, vivir la alegría, la seguridad, la certeza, la confianza de que todo lo que es preciso hacer o sufrir en cada momento es por disposición de Dios. Y si a veces este designio resulta incomprensible, es para animar y fortalecer esta vida de fe; para eso Dios hace entrar al alma en medio de estas olas tumultuosas de tantas penas y turbaciones, contradicciones, desfallecimientos y fracasos. En efecto, es precisa la fe para encontrar a Dios en todo eso, y hallar esta vida divina que ni se ve ni se siente, pero que se da en todo momento de forma desconocida, pero bien cierta. La apariencia de muerte en el cuerpo, de condenación en el alma, de trastorno en las empresas, eso es lo que alimenta y sostiene la fe. Ella atraviesa todo eso y llega a apoyarse en la mano de Dios, que le da la vida en todo aquello en lo que no haya pecado cierto. Por eso es necesario que el alma de fe camine siempre segura, tomando todo como un velo y disfraz de Dios, cuya presencia más íntima estremece y atemoriza las potencias.
Fuerza y fidelidad de la fe
No hay corazón más valiente que un corazón lleno de fe, que no ve más que vida divina en los trabajos y peligros más mortales. Si fuera preciso beber un veneno, atravesar la brecha de un muro, servir como esclavo entre los apestados, en todo eso encontrará una plenitud de vida divina, que se le da no solamente gota a gota, sino que, en un instante, inunda y sumerge el alma. Un ejército de soldados semejantes resultaría invencible. Y es que el impulso de la fe eleva el corazón y lo dilata más allá y por encima de todo lo que se presente.
La vida de la fe o el instinto de la fe son una misma cosa. Este instinto hace gozarse en la bondad de Dios, es una confianza fundada en la esperanza de su protección, que vuelve agradable todo y que hace recibir todo con buen ánimo; es, pues, una indiferencia que nos dispone a todos los lugares, a todos los estados y a todas las personas. La fe nunca es desgraciada, nunca enferma, ni nunca está en pecado mortal. La fe viva está siempre en Dios, siempre en su acción, más allá de las apariencias contrarias que oscurecen los sentidos. Y cuando éstos, espantados, le gritan de pronto al alma: «¡desgraciada, estás perdida, ya no hay solución!», la fe al instante afirma con una voz más fuerte: «aguanta firme, avanza, y no temas nada».
Fe y abandono entre tormentas
Dejando aparte las enfermedades evidentes que, por su naturaleza, obligan a permanecer en cama y a tomar las medicinas convenientes, todos esos otros temores y desfallecimientos de las almas que viven en el abandono no son más que ilusiones y apariencias que se deben superar con la confianza. Dios las permite o las envía para ejercitar esa fe y ese abandono, que son la medicina verdadera. Por tanto, sin prestarles mayor atención, deben proseguir generosamente su camino en medio de las vicisitudes y sufrimientos que Dios les envía, sirviéndose sin dudarlo de su cuerpo con toda libertad, como se hace con los caballos de alquiler, que no valen más que para trabajar, y que se les trata sin mayores cuidados. Esto da mejor resultado que las delicadezas, que no sirven más que para debilitar al espíritu. Esta fortaleza de espíritu tiene una virtud oculta para sostener un cuerpo débil. Y vale mucho más un año de vida noble y generosa, que un siglo de temores y cuidados.
Más aún, quien vive abandonado en Dios debe procurar mantener habitualmente en su exterior el aspecto de un niño dócil y amable, porque ¿hay algo que temer cuando se avanza bajo la guía de Dios? Guiados, sostenidos y protegidos por Él, nada deben presentar sus hijos en su exterior que no se vea lleno de ánimo. ¿Qué importancia tienen los objetos espantosos que se encuentran en el camino? Si Dios los guía por allí, sólo es para embellecer sus vidas con gloriosas hazañas. Si los mete en problemas de toda clase, donde la prudencia humana no ve ni imagina salida alguna, es para que sientan toda su flaqueza y se vean incapaces y confundidos. Entonces es cuando la Providencia divina manifiesta en todo su esplendor lo que es para aquellos que se abandonan totalmente a ella, y los libra de modos mucho más maravillosos que cuantos pudieran inventar los historiadores fabulosos, cuando, esforzando su imaginación en la comodidad y sosiego de sus escritorios, discurren las intrigas y peligros de sus héroes imaginarios, para concluir felizmente sus vanas historias.
Sí, la divina Providencia conduce las almas con habilidad mucho más prodigiosa y admirable por medio de muertes, peligros y monstruos, infiernos, demonios y sus trampas, y eleva hasta el cielo a estas almas, que son materia después de aquellas historias místicas, incomparablemente más bellas y curiosas que todas cuantas puedan inventar las más cavilosas imaginaciones humanas.
Vamos, pues, alma mía. Atravesemos los peligros y horrores, que no pueden dañarnos mientras nos hallemos conducidos y sostenidos por la mano segura e invisible, pero omnipotente e infalible, de la divina Providencia. Vamos sin miedo, dirigiéndonos a nuestra meta con paz y alegría, haciendo materia de victoria de todo cuanto se nos vaya presentando. Para combatir y vencer nos hemos alistado bajo las banderas de Jesucristo. «Salió como vencedor, y para seguir venciendo» [Apoc 6,2]. Contaremos tantos triunfos como pasos demos bajo su guía.
Dios es quien escribe nuestra vida
El espíritu de Dios es el que, con la pluma en la mano, sigue escribiendo en el libro abierto de las almas la historia sagrada, que en modo alguno terminó ya, y cuya materia no se agotará hasta el fin del mundo. Esta historia no es sino la crónica del gobierno de Dios y de sus designios sobre los hombres. Y nosotros figuramos en la continuación de esa historia, si unimos nuestros sufrimientos y acciones a su guía. No, no, todo lo que se nos presenta, para hacer o para sufrir, no es para perdernos. Son únicamente medios para que se continúe esta Escritura santa, que se acrecienta todos los días.
Un alma santa es aquella que se somete libremente, con la ayuda de la gracia, a la voluntad de Dios. Todo lo que precede al puro consentimiento es obra de Dios, y en modo alguno obra del hombre, que le recibe a ciegas en un abandono e indiferencia universal. Dios no le exige sino esta única disposición; el resto, Él lo determina y elige según sus designios, como un arquitecto señala y escoge las piedras.
Así pues, es preciso amar a Dios en todo, en todo su orden providencial. Es necesario amarle sea cual fuere el modo con que se presente al alma, sin desearle de otra forma. Si éstos u otros objetos son ofrecidos, eso no es asunto del alma, sino de Dios, que da lo mejor para el alma. El gran compendio, la máxima más sublime de la espiritualidad, es este abandono puro y entero a la voluntad de Dios, en un continuo olvido de sí mismo, para ocuparse enteramente en amarle y obedecerle, apartando temores y reflexiones, como también las inquietudes producidas por el cuidado de la salvación y de la propia perfección. Puesto que Dios se nos ofrece para arreglar nuestros asuntos, dejémosle hacer, y no nos ocupemos más que de Él mismo y de sus cosas.
Confiados, dejémosle hacer a Dios
Vamos, alma mía, vamos con la cabeza bien alta por encima de todo lo que pasa fuera o dentro de nosotros, siempre contentos de Dios, contentos de lo que El hace en nosotros y nos hace hacer. Guardémonos bien de enredarnos imprudentemente en interminables reflexiones inquietantes, que, como otros tantos caminos perdidos, se ofrecen a nuestro espíritu para engañarle, y para hacerle caminar sin fin pasos y pasos perdidos. Salgamos del laberinto de nosotros mismos, saltando por encima, y no tratando de recorrer sus interminables vueltas y revueltas.
Vamos, alma mía, atravesemos por medio de los desalientos, enfermedades, sequedades, durezas de carácter, debilidades del espíritu, lazos del diablo y de los hombres, desconfianzas y envidias, siniestras ideas y persecuciones. Volemos como un águila sobre todas estas nubes, fija siempre la vista en el sol y en sus rayos, que son nuestras obligaciones. Sintamos todo eso, ya que no está en nosotros no sentirlo, pero no olvidemos que nuestra vida no debe ser una vida de sentimiento, sino la vida superior del alma, donde Dios y su voluntad obran una eternidad siempre serena, siempre igual e inmutable.
Abandono y paz en todas las cosas
Es en esa estancia, completamente espiritual, en donde lo increado, lo incomprensible, lo inefable, mantiene al alma infinitamente alejada de todas las determinaciones de las sombras y demás cosas creadas. Los sentidos, sí, experimentan sus agitaciones, sus vicisitudes y sus cien metamorfosis, que pasan siempre, desapareciendo en el aire, como sin orden ni concierto. Pero Dios y su voluntad es el objeto eterno que fascina el corazón en la vida de la fe, y que, en la vida de la gloria, constituirá la verdadera felicidad.
Y este estado glorioso del corazón influirá en todo el compuesto material del hombre, que ahora es presa de monstruos, pájaros nocturnos y bestias feroces. Bajo estas apariencias horribles, la acción divina, dándole una facilidad completamente celestial, le hará brillar como el sol, porque las facultades del alma sensitiva y las del cuerpo, se preparan y trabajan aquí abajo como el oro, el hierro, el lino o las piedras. Estas diversas cosas no pueden gozar del brillo y pureza de su ser sin haber sufrido muchos golpes, destrucciones y despojos. Y del mismo modo, todo lo que las almas tienen que sufrir en la tierra bajo la mano de Dios, que es este amor, divino obrero, no sirve sino para disponerles a esa gloria eterna.
El alma de fe, que conoce el secreto de Dios, permanece absolutamente en paz, y todo lo que le pasa, en lugar de alarmarle, acrecienta su seguridad, pues está íntimamente persuadida de que es Dios quien la conduce. Por eso lo recibe todo como una gracia, y vive olvidada de sí misma, dejándole trabajar a Dios en ella, sin pensar más que en la obra que Él le ha encomendado, que es amarle sin cesar y cumplir con fidelidad y exactitud sus obligaciones.
El alma recibe distintas impresiones sensibles, aflictivas o consoladoras, por medio de los objetos a que la voluntad divina la aplica incesantemente, buscando sólo su bien. Pero todas le sirven para encontrar a Dios, que es el objeto de la fe, y para unirse a Dios en todas las diferentes situaciones y disposiciones.
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