lunes, 16 de abril de 2012

Cuando el Señor habla al corazón (3)


3. PIENSA EN MÍ
Piensa algo más a menudo en lo que me regocija: mi entrada en el alma de los niños, la pureza de sus corazones y de sus miradas, sus sacrificios por amor –a veces tan generosos-, la sencillez y la totalidad del don de sí mismos. Yo me deleito en numerosas almas de niños, cuando la neblina perniciosa no ha empañado su cristal, cuando los educadores han sabido conducirlas, guiarlas, estimularlas hacia mí.
Otra cosa que me regocija: el sacerdote que, fiel al espíritu Santo y a mi madre, ha conseguido paso a paso la percepción casi ininterrumpida de mi presencia y obra en consecuencia. Lo que me regocija es, en todos los ambientes, en todos los países, el número de almas sencillas que se emancipan del orgullo, que no se hacen las importantes, que no piensan tanto en sí mismas como en los demás, en una palabra, que se olvidan naturalmente para vivir al servicio de mi amor.
Ámame como yo quiero que me ames y ¡que se note! Ámales a todos como yo quiero que les ames y ¡que se note! Despréndete de ti mismo, descéntrate de ti para centrarte en mi y ¡que se note!
No me olvides. ¡Si supieses cuántas veces me olvidan, hasta mis mejores amigos, hasta tú mismo! Pídeme a cada paso la gracia de no olvidarme. Puedes adivinar sin dificultad el enriquecimiento que procuraría a un alma, y por ella a todas las almas que de ella dependen, el hecho de no perderme de vista ni un momento, en la medida por lo menos en que se lo permitan las circunstancias.
No olvides mi presencia cerca de ti, en ti, en el prójimo, en la Hostia. El hecho de recordar mi presencia es una transfiguración de todo lo que haces, asoleas divinamente tus pensamientos, tus palabras, tus acciones, tus sacrificios, tus penas y tus alegrías.
No olvides mis deseos:
- Los que atañen a la gloria de mi Padre, a la propagación de mi Reino en el corazón de los hombres, a  la santificación de mi Iglesia.
- Los que a ti mismo te conciernen, es decir, los referentes a la realización de la voluntad del Padre sobre ti… su sueño eterno respecto a ti, a tu puesto en la historia santa de la humanidad.
Yo te guío. Mantente en paz –pero no me olvides. Yo soy  el que lo transforma todo, el que todo lo transfigura por poco que se solicite mi ayuda. Cuando me invitas a unirme contigo, todo lo que haces o cuanto sufres adquiere un valor especial, un valor divino. Aprovéchate, pues, ya que así das a tu vida toda su dimensión de eternidad.
Te tienes que sacudir de vez en cuando para no reincidir en tus problemas personales. Constantemente yo estoy obrando en ti y contigo; yo elevo el debate y el combate de tu vida cada vez que me lo pides. No vayas a creer que lo que he de pedirte sea tan difícil. Yo te quiero conducir más bien por tu comunión constante y amorosa a mi divina presencia que por sufrimientos heroicamente sobrellevados.
Comparte todo conmigo. Ponme en todo lo que haces. Pídeme con más frecuencia ayuda y consejo. Doblarás tu gozo interior, porque yo soy el manantial del que brota alegría viva. ¡qué lástima que me representen como un ser austero. Inhumano, entristecedor! La comunión con mi amor excede todas las penas transfigurándolas en alegrías apacibles y pacificantes.
Esmérate siempre en complacerme. Que ésa sea la orientación fundamental de tu corazón y de tu voluntad. Yo soy mucho más sensible de lo que se piensa a las pequeñas delicadezas y a los miramientos reiterados.
Si supieses cuánto te quiero, nunca me tendrías miedo. A ojos ciegas te precipitarías en mis brazos. Te abandonarías a mí, confiarías en mi inmensa ternura y, sobre todo, hasta en medio de tus ocupaciones más absorbentes, conseguirás no olvidarme y todas las cosas, las harías en mí.
Para oír mi voz te tienes que poner en una disposición de espíritu que facilite la armonía de nuestros pensamientos.
1. En primer lugar, abre lealmente tu alma hacia mi –lealmente significa sin reticencia, con el deseo ardiente de escucharme, con la voluntad de llevar a cabo los sacrificios que mi Espíritu te pueda sugerir.
2. Destierra enérgicamente de tu espíritu todo lo que no soy yo o que no es según yo. Aleja las preocupaciones inútiles o inoportunas.
3. Humíllate. Recalca –hay que repetirte con frecuencias que por ti mismo no eres NADA- que por ti mismo no eres capaz de ningún bien, de ninguna fecundidad, de ninguna eficacia profunda y duradera.
4. Aviva en ti todo el amor del que te he hecho capaz. A causa de tu vida exterior, las ascuas tienden a enfriarse. Tienes que reavivar regularmente el fuego de tu corazón- y para eso, echa en él generosamente las ramitas de tus sacrificio; suplica reiteradamente al Espíritu Santo que te ayude; repíteme algunas de tus palabras de amor que me atraerán hacia ti y afinarán tu oído espiritual.
5. Después, adórame silenciosamente. Quédate quedo a mis pies. Escúchame llamarte por tu nombre.
Hazte todo capacidad, todo deseo, todo aspiración de mí –el único que puede llenarte sin hartarte jamás. Da por perdido todo el tiempo que no has empleado en amarme. Lo que no quiere decir que has de estar siempre consciente de amarme, sino que tengas la voluntad y el deseo profundo de hacerlo.
  Donde mejor me encontrarás es en coloquios “mudos y familiares” conmigo. Confianza. Cada alma tiene su manera de conversar conmigo, ésta le es personal.
Únete a todos los místicos desconocidos que viven actualmente sobre la tierra. Tú debes mucho a tal o cual sin saberlo, y tu inserción en su coro puede ser de ayuda para muchos. Después de todo ellos son los que provocan mis gracias de redención para la humanidad. Desea intensamente que se multipliquen las almas auténticamente contemplativas hasta entre la gente del mundo.
Sería imprescindible que tu pensamiento y más aún tu corazón se orienten instintivamente hacia mí, como la brújula hacia el polo. El trabajo, las relaciones humanas te impiden pensar explícita y continuamente en mí, empero si, en cuanto dispones de un momento libre, me envías fielmente una ojeadita, poco a poco estos actos de amor ejercerán su influencia en tus quehaceres diarios. Verdad es que ya son para mi –lo sé- hasta cuando no me lo dices –pero ¡cuánto mejor es cuando me lo recuerdas!
Yo nunca te dejo solo. ¿Por qué tú me abandonas aún tantas veces cuando, mediante un esfuerzo mínimo, podrías buscarme –si no encontrarme- en ti y en los demás? ¿qué no lo piensas? Entonces piensa en pedirme la gracia. Es una gracia selecta que yo siempre concedo si se me pide con lealtad y con insistencia. Después, repíteme sin cansarte: “Yo sé que tú estás ahí y te quiero”. Estas sencillas palabras, pronunciadas con amor, te conseguirán reavivar la llama. Por fin, afánate por vivir conmigo en tu corazón: poquito a poco irás viviendo más conmigo en el corazón de los demás. Entonces, les comprenderás mejor, en ellos te unirás a mi oración por ellos y les ayudarás con mayor eficacia.
Todas vuestras oraciones, vuestras actividades, vuestros sufrimientos producirán sus frutos gracias a la intensidad de vuestra unión conmigo. Soy yo mismo en vosotros el que adora, el que alaba al padre, el que da gracias, el que ama, el que se ofrece, el que ora. Uníos a mi adoración, a mi alabanza, a mi acción de gracias, a mis arrebatos de amor, a mi oblación redentora, a mis inmensos deseos y constatares la irradiación de vuestra oración interior confluyeron con la mía. Pues tan sólo cuenta una oración, mi oración, que yo expreso en vosotros interiormente y que aflora en sentimientos diversos, en palabras o en silencios de calidad variable –pero que sacan todo su valor de mi presencias incesantemente orante.
Esa es la adoración en espíritu y en verdad.
Sólo la contemplación habitual permite esta interiorización de la oración, de la fe, de la caridad, al mismo tiempo que la irradiación de mi bondad, de mi humildad y de mi profunda alegría.
Sólo ella me permite ejercer mi delicada influencia en un alma, estrechar con ella mi abrazo divino y grabar en ella mi progresiva impronta.

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