lunes, 2 de abril de 2012

El abandono en la Divina Providencia (8)


Por Jean Pierre de Caussade
Capítulo VIII
Hay que sacrificarse a Dios por amor al deber. Fidelidad para cumplirlo y parte del alma en la obra de la santificación. Dios hace todo el resto Él solo.
Ofrenda sacrificial continua
«Ofreced sacrificios legítimos, y confiad en el Señor» [Sal 4,6]. En efecto, el grande y sólido fundamento de la vida espiritual es darse a Dios, y estar siempre sujeto en todo a su voluntad, en lo interior y exterior, olvidándose de sí mismo, como de una cosa vendida y entregada, sobre la cual no se tiene ya derecho alguno. Todo, pues, ha de ser para agradar a Dios, de modo que Él sea toda nuestra alegría, y que su felicidad y su gloria, su ser, venga a ser nuestro único bien.
Apoyada sobre este fundamento, el alma ha de centrar toda su vida en alegrarse de que Dios sea Dios, dejando su propio ser de tal modo entregado a su voluntad que esté igualmente contenta con hacer esto, aquello o lo contrario, según disponga el beneplácito divino, sin andar cavilando sobre lo que su voluntad santísima ordena.
Voluntad divina obligante y voluntad divina operante
La voluntad de Dios dispone de nuestro ser de dos maneras: o le obliga a hacer ciertas cosas, o simplemente obra en él. El primer modo exige de nosotros el fiel cumplimiento de esa voluntad manifestada o inspirada; el segundo, una simple y pasiva sumisión a las mociones de esa voluntad de Dios. Pues bien, el abandono comprende todo eso, pues no es sino la perfecta sumisión a las disposiciones de Dios según la condición del momento presente. Y poco le importa al alma saber de cuál de los modos está obligada a abandonarse o cuáles son las cualidades del momento presente; lo único que le importa es estar abandonada sin reservas.
El abandono es fidelidad a toda clase de voluntad divina
El abandono comprende en el corazón todas las maneras posibles de fidelidad, porque estando el propio ser entregado a la voluntad de Dios, y hecha esta cesión de sí mismo por puro amor, afecta a todas las operaciones posibles de ese beneplácito divino. Así el alma en cada instante se ejercita en un infinito abandono, pues todas las condiciones y maneras posibles están comprendidas en su virtud.
Según esto, no es en absoluto asunto del alma determinar concretamente el objeto de la sumisión que debe a Dios, sino que su única ocupación ha de ser simplemente estar sumisa en todo y presta a todo. Eso es lo esencial del abandono, eso es lo que Dios exige del alma, ésa es la donación libre del corazón que Él solicita: la abnegación, la obediencia, el amor. El resto es asunto de Dios.
Y sea que el alma actúe atentamente para cumplir el deber al que su estado y compromisos le obligan, sea que ella siga dulcemente una moción inspirada, o sea que ella se someta pacíficamente al impulso de la gracia en cuerpo y alma, en todo esto afirma en el fondo de su corazón un mismo acto universal y general de abandono, que en modo alguno está limitado por el término y efecto especial que se ve al momento, sino que, en realidad, tiene todo el mérito y la eficacia que la buena voluntad sincera siempre tiene cuando el efecto no depende de ella en absoluto; lo que ella ha querido hacer Dios lo tiene por hecho.
Si el deseo de Dios pone límites al ejercicio de las facultades particulares, no se los pone a la voluntad. El deseo de Dios, el ser y la esencia de Dios, son el objeto de la voluntad y, a través del amor, Dios se une a ella sin límite alguno, sin forma ni medida. Y si este amor no se realiza en las facultades particulares más que en un objeto u otro bien concreto, es precisamente porque la voluntad de Dios tiene en ellas su propia perfección, y se reduce, por así decir, se hace más pequeña en la cualidad del momento presente, y de esta forma pasa a las facultades y de éstas al corazón, porque éste es puro, sin límites y sin reserva, y se comunica a él a causa de su infinita capacidad, obrada por la pureza del amor que, habiendo hecho el vacío de todas las cosas, le hace capaz de Dios.
Santo desasimiento
Oh santo desasimiento, tú abres lugar a Dios. Oh pureza, disposición a todo, sumisión sin reserva, tú atraes a Dios al fondo del corazón. Sea lo que fuere de todo lo demás, tú, Señor, eres todo mi bien. Haz todo lo que quieras de este pequeño ser. Que actúe, que tenga inspiraciones, que reciba más o menos tus mociones, todo es lo mismo, y todo es tuyo, de ti y para ti. Yo no quiero por mí mismo ver o hacer nada, pues todos los instantes de mi vida son tuyos, y ninguno está bajo mi disposición. Todo es tuyo, y yo no debo añadir nada, ni disminuirlo, ni buscar, ni reflexionar. La ordenación de todo es tuya. A ti corresponde ordenarlo todo: la santidad, la perfección, la salud, la dirección, la mortificación. Todo es asunto tuyo, y el mío no es otro, Señor, que estar contento de ti, sin apropiarme acción ni pasión alguna, dejándolo todo a tu libre voluntad.
Amor puro es puro don de Dios
La doctrina del amor puro no se adquiere más que por la gracia Dios, y no por el propio esfuerzo. Dios instruye el corazón no por medio de ideas, sino por penas y reveses. Esta ciencia es un conocimiento práctico por el que se gusta de Dios como único bien. Para adquirir esta ciencia es preciso estar desasido de todos los bienes particulares; y para llegar a ello, hace falta verse privado de ellos. Y así, no es sino por medio de contrariedades continuas y de una larga serie de mortificaciones de todas clases, respecto a inclinaciones y afecciones concretas, por lo que llega a vivirse en el puro amor.
Amor puro es total indiferencia
Hay que llegar, pues, a un punto en que, para uno, todo lo creado no sea ya nada, y Dios lo sea todo. Y por eso es necesario que Dios se oponga a todas las afecciones particulares del alma, de manera que, desde el momento en que ella se adhiere a alguna forma especial, a una cierta idea de espiritualidad, a algún medio de perfección o devoción, a unos planes, a tales vías o caminos que den acceso a ciertas metas, a algunas personas que presten su ayuda, o en fin, a cualquier criatura que sea, Dios confunde nuestros planes y permite que en vez de conseguir nuestros proyectos, no encontremos en todo eso sino confusión y turbación, vacío y desatino.
Apenas el alma se ha dicho: «Por ahí es por donde hay que ir, con esta persona es con quien tengo que hablar, así es como hay que actuar», en seguida Dios dice todo lo contrario y retira su virtud de esos medios decididos por el alma. Y así, no encontrando en todo sino pura criatura y, consiguientemente, pura nada, el alma se ve obligada a recurrir al mismo Dios y a contentarse con Él.
Vacío de sí, abnegación perfecta
Un alma para quien el bien y la felicidad de Dios son los suyos, no se inclina ya por amor, ni por confianza en las cosas creadas, y las admite solamente por deber, es decir, por voluntad de Dios, y por la concreta determinación de su voluntad. Ella, por encima de la abundancia y por debajo de la privación, vive en la plenitud de Dios, que es su bien permanente.
Dios encuentra, pues, esta alma completamente vacía de inclinaciones propias, de movimientos propios, de elecciones propias. Es como un sujeto muerto, abandonado a una indiferencia universal. La plenitud del ser divino, manifestándose así en el fondo del corazón, tiende sobre la superficie de todos los seres creados un velo de nada, que elimina todas sus distinciones y variedades. Así la criatura, en el fondo de su corazón, queda sin virtud ni eficacia, y el corazón se ve sin tendencias e inclinaciones hacia las criaturas, pues la majestad de Dios llena toda su capacidad.
El corazón que vive de Dios de esta manera queda muerto a todo el resto, y todo lo demás queda muerto para él. Corresponde a Dios, que da la vida a todas las cosas, vivificar el alma en relación a las criaturas, y a éstas en referencia al alma. La voluntad de Dios es esta vida. El corazón, movido por esta voluntad divina, es llevado hacia las criaturas y, por esta misma voluntad, las criaturas son llevadas hacia el alma, para que puedan ser acogidas por ella.
Sin esta virtud divina de la libre disposición de Dios, lo creado no es recibido por el alma, y el alma no se dirige a ello. Esta reducción de todo lo creado, primero a la nada y seguidamente al punto de la ordenación de Dios, hace que en cada instante Dios sea para el alma Dios mismo y todas las cosas. Pues cada momento es, en el fondo del alma, un contentamiento de Dios solo y un abandono sin límites a todo lo creado posible, o mejor, a todo lo creado o creable por la voluntad de Dios. Y así cada momento lo contiene todo.
Vía simple y universal
La práctica de una teología tan admirable consiste en una cosa tan simple, tan fácil, tan presente, que no hay más que quererla para tenerla. Este desasimiento, este amor tan puro y universal, es actividad y es pasividad; consiste, pues, en aquello que el alma debe hacer con la gracia y en aquello que la gracia debe obrar en ella, sin exigir otra cosa que abandono y consentimiento pasivo, es decir, todo aquello que Dios quiere hacer por sí mismo -eso que la teología mística explica mediante una infinidad de concepciones sutiles, que con frecuencia más vale ignorar, pues para vivirlo sólo se necesita el puro olvido y el abandono.
Al alma le basta con saber lo que debe hacer, que es lo más sencillo del mundo: amar a Dios como a su gran y único todo, estar contenta de cómo es Él, y aplicarse a sus obligados deberes con solicitud y prudencia. Un alma sencilla, por este único ejercicio, por este camino tan recto, tan luminoso y cierto, adelanta con pasos seguros y con toda confianza. Y todas las maravillas explicadas por la teología mística, cruces y favores interiores, son obradas en ella por la voluntad de Dios sin que ella lo sepa, pues no se ocupa de otra cosa que de amar y obedecer.
Pasividad fielmente activa
Dios mismo, «Él solo hizo grandes maravillas» [Sal 135,4], Él solo es el que hizo todo esto y lo hizo por tales medios que, cuanto más se abandona el alma, se distancia y separa de todo lo que pasa en ella, más y mejor perfecciona Él su obra. Por el contrario, las reflexiones, búsquedas e industrias del alma, no valdrían ya sino para oponerse a la manera de obrar de Dios, en la que está todo su bien, porque Él la santifica, la purifica, la dirige, la ilumina, la eleva, la dilata, la hace útil a los demás, y la vuelve apostólica, por medios y maneras en los que la reflexión no alcanza sino a ver lo contrario.
Todo, cada momento presente, parece contribuir a sacar el alma de su camino de amor y de sencilla obediencia. Es necesario, pues, tener un abandono y un coraje heroico para mantenerse estable en la simple fidelidad activa, haciendo el alma su parte con seguridad, mientras que la gracia hace la suya con un aire y estilo que hace creer al alma que estuviera engañada y perdida.
La Pasión del Señor
Esto es, al menos, lo que llega a los oídos del alma, y si tiene el valor de no inmutarse por el ronco gruñido de truenos y relámpagos, tempestades y rayos, y marcha con paso firme por el sendero del amor y de la obediencia al deber y a la gracia presente, puede decirse que el alma se hace semejante a Jesús, y que está participando del estado de su Pasión, durante la cual este divino Salvador camina serenamente en el amor de su Padre y en la sumisión a su voluntad, dejándose hacer aquello que en apariencia parece lo más contrario a la dignidad de un alma tan santa como la suya.
Los Corazones de Jesús y de María afrontan el rugido de esta noche tan obscura, y dejan que el huracán les envuelva en su torbellino. Un diluvio de calamidades, todas ellas aparentemente opuestas a los designios de Dios y a su voluntad, hunden en el abismo las almas de Jesús y de María, y, sin embargo, sacando ánimos de la flaqueza, siguen caminando sin venirse abajo por el camino del amor y de la obediencia. Fijan sus ojos solamente en aquello que deben cumplir y, dejándole hacer a Dios, que les está mirando, sienten sobre sí todo el peso de esta acción divina. Gimen bajo este peso, pero ni vacilan con dudas, ni se detienen un solo instante. Tienen fe en que todo irá bien, con tal de que el corazón deje obrar a Dios y permanezca en su camino.
Cara fea y cara bella del tapiz
Cuando el alma va bien, todo va bien, porque aquella parte que corresponde a Dios, es decir, su acción, es, por así decirlo, el centro y la consecuencia de la fidelidad del alma: ella impulsa al alma, y el alma se apoya en ella. Ésta viene a ser como la cara de un tapiz magnífico, que va siendo tejido punto por punto por el revés. El obrero no alcanza a ver más que cada punto y su aguja, y todos estos puntos, dados sucesivamente, van trazando figuras bellísimas, que no van manifestándose hasta que, una vez acabada la obra, se expone a la luz de cara. Pero mientras dura el tiempo del trabajo toda esa maravilla permanecía oculta.
Lo mismo sucede en un alma que se abandona a Dios. Solamente alcanza a ver la voluntad divina y su propio deber. Y el cumplimiento de este deber viene a ser en cada momento un punto imperceptible que se añade a la obra. Y sin embargo, mediante estos puntos, Dios va obrando sus maravillas, de las que alguna vez hay indicios visibles ya en el tiempo, pero que no podrán ser conocidas del todo hasta el día grande de la eternidad.
Fieles a los mandamientos, dóciles a la ordenación providente
¡Qué llena de bondad y de sabiduría está la acción de Dios! De tal modo ha reservado Él a su sola gracia y acción todo lo más sublime y elevado, lo más grande y admirable, en el camino de la perfección y santidad, y de tal modo ha dejado a las almas, ayudadas por el auxilio de su gracia, lo que es pequeño, claro y fácil, que no hay nadie en el mundo a quien no sea dada la posibilidad de llegar a la perfección más eminente. Todo lo que pertenece al estado de la vida, a los deberes, a las condiciones corporales, todo está al alcance del cristiano. Y en todo eso, dejando a un lado el pecado, es en lo que Dios quiere que el hombre empeñe su fidelidad activa. Él no espera de nosotros más que vernos cumplir su voluntad significada por el deber, según nuestras fuerzas corporales y espirituales, y permanecer celosos en nuestras otras obligaciones, en la medida en que nos sea posible.
¿Puede haber algo más fácil y razonable? Ése es todo el trabajo que Dios exige al alma en la obra de su santificación. Y eso sí, lo exige a grandes y pequeños, sanos y enfermos, es decir, a todos, en todo tiempo y en todo lugar. Es cierto que Él sólo pide de nuestra parte algo asequible y fácil, ya que basta con mantener esa actitud sencilla para llegar a una gran santidad.
Deberes generales y deberes particulares
¿Y cuál es, pues, ese deber que constituye por nuestra parte toda la esencia de la santidad? Se da de dos modos. Hay, en primer lugar, un deber general, que Dios impone a todos los hombres. Y en segundo lugar, unos deberes particulares, que prescribe a cada uno, y por los que vincula a cada hombre a estados concretos. Así es, por consiguiente, como Dios nos manda cumplir los mandamientos que nos obligan a su amor, y así es como nos invita a seguir sus consejos, en la medida en que su realización se hace posible por las mociones de la gracia. Por tanto, lo que Él pide de cada uno nunca va más allá de las fuerzas que ha recibido, y esto manifiesta su equidad.
Escuchadme vosotros, que aspiráis a la perfección, y que desfallecéis a la vista de lo que hicieron los santos y de lo que os prescriben los libros de espiritualidad; vosotros, que estáis abrumados por las tremendas ideas que os habéis forjado sobre la perfección. Conoced esto que parecéis ignorar. Dios quiere que yo escriba todo esto para vuestra confortación.
Camino fácil hacia la santidad
Nuestro Dios bondadoso ha puesto a nuestro alcance todas las cosas necesarias y comunes del orden natural, como el aire, el agua, la tierra. No hay nada más necesario que respirar, dormir, comer, y al mismo tiempo, nada más fácil que eso. Pues bien, en el orden sobrenatural el amor y la fidelidad son igualmente necesarios, y no es posible que nos sean tan difíciles como a veces nos lo presentan. Y Dios quiere contentarse en todas estas cosas, incluidas las más pequeñas, con la parte que el alma debe poner en la obra de su perfeccionamiento. Él mismo lo explica claramente, eliminando toda duda: «Venera a Dios y cumple sus mandatos, y eso es todo el hombre» [Qoh 12,13].
Es decir, eso es todo lo que el hombre debe hacer de su parte, y en eso consiste su fidelidad activa. Que él cumpla su parte y Dios hará el resto. La gracia reserva para sí sola las maravillas que sabe obrar, y que van más allá de toda inteligencia humana, pues «ni oído oyó, ni el ojo vio, ni el corazón del hombre llegó» [1Cor 2,9] a captar lo que Dios ha concebido en su mente, ha decidido en su voluntad y ha ejecutado por su potencia en las almas que se le abandonan con sencillez.
Lienzo o piedra que se abandonan al artista
Ese lienzo tan armonioso, esa capa tan bien aplicada, esos rasgos tan bellos, tan bien acabados, estas figuras admirables, sólo las manos de la Sabiduría divina saben hacerlo, partiendo de la sencilla tela de amor y obediencia que el alma tiende sin reflexionar, sin buscar, sin andar cavilando por saber lo que Dios hace, pues se fía de Él, se le abandona, y concentrada en su deber, no piensa ni en sí misma, ni en lo que necesita, ni en los medios para procurárselo.
Cuanto más se aplica el alma a sus pequeños trabajos, tan sencillos y ocultos, tan inadvertidos y menospreciables al exterior, más la llena Dios de cualidades diversas, la embellece, la enriquece con los bordados y colores que va mezclando: «El Señor hizo milagros en mi favor» [Sal 4,4].
Un lienzo abandonado simplemente a ciegas a la acción de un pincel no siente en cada momento sino la simple aplicación del pincel. Y una piedra inerte en cada golpe de cincel que recibe no puede sentir otra cosa que una punta cruel que la destruye. Esta piedra, al recibir tantos golpes, en modo alguno capta la figura que el obrero va realizando en ella. No siente más que un cincel que la disminuye, la raspa, la corta, la desfigura. Y esta pobre piedra, por ejemplo, en la que se va configurando un crucifijo o una estatua, y que lo ignora, si se le preguntara: «¿pero qué te está pasando?», respondería: «no me lo preguntes a mí, pues lo único que yo sé y hago es aguantar firme bajo la mano de mi artista, amarle y sufrir su acción para la obra a que me ha destinado. Él es el que sabe cómo ejecutarla. Yo no tengo ni idea de lo que hace y de cómo me voy transformando bajo su operación. Lo único que sé es que lo que él hace es lo mejor y lo más perfecto, y por eso recibo cada golpe de cincel como lo más excelente para mí, aunque, si te he de decir la verdad, no puedo menos de sentir cada golpe como una ruina, una destrucción, una desfiguración. Pero dejo a un lado este sentimiento y, contenta del momento presente, no pienso sino en lo que es mi deber, y recibo la operación de este hábil artista sin entenderla y sin cavilar sobre ella».
Dejémosle hacer a Dios
Sí, queridas almas, almas sencillas, dejad a Dios lo que le corresponde y, con paz y dulzura, id hilando vuestro copo. Estad convencidas de que lo que os pasa tanto interior como exteriormente, es lo mejor. Dejadle hacer a Dios y estadle abandonadas. Permitid que la punta del cincel y de la aguja actúen. No sintáis en todas estas vicisitudes tan grandes una simple aplicación de colores, que parecen emborronar vuestra tela. Y a todas esas operaciones no reaccionéis sino con la manera totalmente uniforme y simple de un completo abandono, con el olvido propio y con el cumplimiento de vuestro deber. Seguid, pues, vuestra marcha y, sin saber el mapa del país, los alrededores, los nombres, las circunstancias, los lugares, seguid a ciegas vuestro camino y todo lo preciso se os dará pasivamente. Buscad únicamente el reino de Dios y su justicia por el amor y la obediencia, y todo se os dará por añadidura [Mt 6,33].
Cuántas veces se ven personas que se preguntan con inquietud: «¿quién nos dará la santidad y la perfección, la mortificación, la dirección?». Dejadles decir, dejad que busquen en los libros los términos y condiciones de esta maravillosa obra, su naturaleza y sus fases. Pero vosotros permaneced en paz unidos a Dios por vuestro amor, y caminad a ciegas por el camino cierto y derecho de vuestras obligaciones.
Los ángeles, en esta noche, están a vuestro lado, y sus manos os rodean como una barrera. Si Dios quiere de vosotros algo más, su inspiración ya os lo hará conocer. La voluntad de Dios da a todas las cosas un orden sobrenatural y divino. Todo lo que toca y abarca, y todos los objetos sobre los que se extiende, llegan a santidad y perfección, porque su virtud no tiene límites.
Siempre fieles a los deberes propios
Para divinizar así todas las cosas y no desviarse ni torcerse, es necesario siempre discernir si la inspiración recibida de Dios, la que como tal entiende el alma, no le separa en absoluto de sus deberes de estado; en cuyo caso, la ordenación de Dios debe ser preferida, sin que haya nada que temer, excluir o distinguir. Es para el alma el momento precioso, el más santificante para ella, y puede estar segura de que así cumple la voluntad de Dios.
Cada santo es santo por el cumplimiento de estos mismos deberes a que Dios la aplica. En modo alguno hay que medir la santidad por las cosas mismas, por su naturaleza y cualidades propias, sino por el cumplimiento de esa voluntad divina que santifica el alma y obra en ella iluminándola, purificándola y mortificándola. Toda la virtud de lo que llamamos santo está, pues, en esta voluntad de Dios. Y así nada se debe buscar, nada rechazar, sino tomarlo todo de su parte y nada sin ella. Libros, sabios consejos, oraciones vocales, afecciones interiores, vienen ordenados por la voluntad de Dios, son todo cosas que iluminan, dirigen, unifican.
Quietismo insensato
Por eso el quietismo es insensato, al no querer usar de todos esos medios y al desechar todo lo sensible, pues hay sin duda almas a las que Dios quiere llevar por esta vía, y tanto su estado como sus inclinaciones interiores lo están indicando muy claramente. Es insensato, igualmente, el quietismo cuando propone modalidades de abandono en las que se rechaza toda actividad propia y se pretende una completa quietud, pues si la voluntad de Dios es que se procure uno por sí mismo ciertas cosas, el verdadero abandono consiste en hacerlas.
En vano, pues, dicen: «lo más perfecto es la sumisión a la ordenación de Dios». Sí, es cierto, pero esta ordenación para unos se limita al cumplimiento de los deberes de su estado y a lo que viene de la Providencia sin ninguna actividad. Esto es lo más perfecto para éstos. Pero para otros, además de lo que procede de la Providencia sin actividad, esa ordenación divina señala también no pocos deberes concretos, diversas acciones que van más allá del propio estado. La gracia y la inspiración indican entonces lo que dispone la voluntad de Dios. Y lo más perfecto para estas almas es añadir todas esas cosas inspiradas, pero con las precauciones que la inspiración exige para no faltar a los deberes de estado y a las obligaciones de pura providencia.
No más santos por hacer esto o lo otro
Figurarse que estas almas son más o menos perfectas precisamente a causa de las diferentes cosas a las que son movidas, es poner la perfección no en la sumisión a la voluntad de Dios, sino en las cosas mismas. Dios se configura en los santos a su gusto, y es su voluntad la que los hace a todos, y todos se someten a su ordenación. Esta sumisión es el verdadero abandono, y en eso consiste lo más perfecto.
Cumplir los deberes de su estado y conformarse con las disposiciones de la Providencia, es común a todos los santos. Y es la vocación que Dios da a todos en general. Algunos santos viven ocultos en la oscuridad, porque el mundo es muy peligroso y ellos quieren evitar sus escollos; pero no es en eso en donde radica su santidad. Sencillamente, cuanto más se someten a la voluntad de Dios, más se santifican.
Del mismo modo, no hay que creer que aquellos santos en los que Dios hace resplandecer las virtudes por acciones notables y extraordinarias, mediante gracias e inspiraciones que se concilian con los deberes dispuestos por Dios, caminen por eso menos por la vía del abandono. En absoluto. No estarían abandonados a Dios y a su voluntad, y todos sus momentos no serían voluntad de Dios, si se contentaran con los deberes de su estado y de las obligaciones de pura providencia. Ellos han de extenderse y medirse según la amplitud de los designios de Dios en esa vía que les es requerida por la gracia, siendo para ellos la inspiración un deber al que han de ser fieles. Y lo mismo que hay almas en las que todo su deber está marcado por una ley exterior y que deben mantenerse encerradas en ella, pues en ella les guarda la voluntad de Dios, también hay otras que, además de su deber exterior, han de ser fieles a esa ley interior que el Espíritu Santo grava en su corazón.
¿Y quiénes serán los más santos? Pura y vana curiosidad sería tratar de indagarlo. Cada uno debe seguir el camino que le ha sido señalado [1Cor 7,17.20 y 24]. La santidad consiste en someterse a la voluntad de Dios y a lo que de más perfecto hay en esa voluntad, sin mirar a las cosas en sí mismas, porque no es la cantidad o la calidad de ellas lo que obra la santidad, sino el perfecto cumplimiento de lo mandado. En efecto, por más que nos afanemos para multiplicar nuestras buenas obras, consiguiendo reunirlas en abundancia, siempre seremos muy pobres, si su principio no es la voluntad de Dios, sino el amor propio, o si por lo menos no rectificamos éste en cuanto captamos sus pretensiones.
Jesús, María y José
Para decirlo más claramente: hay santidad en la medida en que amamos la voluntad de Dios, y cuanto más amamos la ordenación y voluntad divina, cualquiera que sea la naturaleza contenida en su ordenación, tanto más santos seremos. Y esto lo vemos claramente en Jesús, María y José, pues en su vida particular hubo mucha más grandeza y forma que materia, y nunca se ha dicho que estas personas tan santas buscaran la santidad de las cosas, sino únicamente la santidad en las cosas. Es, pues, necesario concluir que no existen caminos particulares o singulares que sean más perfectos, sino que lo más perfecto en general es la sumisión a la voluntad de Dios, cada uno según su estado y condición.
Hay tres deberes
Hay un primer deber, referente a lo necesario, que es obligado cumplir. Un segundo deber es el del abandono y la pura pasividad. Y hay un tercero que requiere un corazón sencillo, dulce y suave, es decir, movilidad del alma al soplo de la gracia, que le mueve a hacer todo, y por la que ha de dejarse llevar, obedeciendo sencilla y libremente sus mociones. Y para evitar engaños, nunca deja Dios de dar a las almas sabios guías, con discernimiento para señalar la libertad o la reserva que convienen al seguir esas inspiraciones.
Pues bien, es el tercer deber el que propiamente excede toda ley, toda forma y toda manera determinada. Es el que hace que este designio sea tan extraordinario y singular, es él quien regula sus oraciones vocales, sus palabras interiores, el sentimiento de sus facultades y la luminosidad de su vida, ciertas austeridades, este celo, aquella prodigalidad total de sí mismo hacia el prójimo. Y como todo esto pertenece a la ley interior del Espíritu Santo, nadie se lo ha de imponer y prescribir a sí mismo, ni desearlo, ni quejarse de no tener estas gracias que nos permiten procurar esas virtudes no comunes, ya que ellas, en una u otra circunstancia, deben surgir sólo por la voluntad de Dios. Sin esto, como hemos dicho, será preciso temer las ilusiones en que nuestro espíritu podría caer.
Conviene dejar claro que Dios quiere mantener ciertas almas ocultas, obscuras y pequeñas a sus ojos y a los de los demás, y que muy lejos de mandarles cosas espectaculares, las va llevando justamente a lo contrario. Y si estas almas son muy cultas, se engañarían si tomasen este camino: el suyo consiste en caminar fielmente, y han de encontrar la paz en su pequeñez.
Entre las dos vías no hay, pues, más diferencia que la que pueda haber en el amor y la sumisión que se tenga hacia la voluntad de Dios. Pues si en esto un alma va más allá de lo que van aquellas otras que parecen cumplir mayores trabajos exteriores, ¿quién pondría en duda que la santidad de aquélla fuera la más alta? Ya se ve, por tanto, que cada alma debe contentarse con los deberes de su estado y las obligaciones de pura providencia. Está claro que eso es lo que exige Dios de todas las almas.
No querer sino lo que Dios quiera
Y por lo que se refiere a la gracia y moción viva recibida en el alma, es preciso no quererla por uno mismo, ni estimular el sentimiento interior. El esfuerzo natural es algo directamente opuesto y aún contrario a esa infusión gratuita y ésta debe darse en la paz. Es la voz del Esposo la que ha de despertar a la esposa [Cant 8,4], que no debe moverse sino en la medida en que le impulsa el soplo del Espíritu Santo. Si ella se mueve por sí misma, no conseguirá absolutamente nada. Cuando ella no siente ninguna gracia que le incline hacia esas maravillas que hacen admirables a los santos, es preciso que ella misma se diga honradamente: «Dios ha querido esas cosas en ciertos santos, pero no lo quiere en mí».
Si se conociera este camino...
Pienso yo que si las almas que aspiran a la perfección conocieran bien y practicaran esta doctrina, se evitarían muchos trabajos. Y lo mismo digo de las personas del mundo. Si conociesen las primeras el mérito escondido en sus deberes diarios y en las actividades propias de su estado; y si las segundas entendieran que la santidad consiste muy principalmente en cosas pequeñas, de las que no hacen caso, creyéndolas insignificantes al efecto -pues se han hecho de la santidad unas ideas asombrosas que, por muy buenas que sean, no hacen sino perjudicarles, pues la limitan a lo brillante y maravilloso-; si todas, unas y otras, comprendiesen que la santidad consiste en todas las cruces providenciales de cada momento, las inherentes al estado propio; y que todo eso que no tiene nada de extraordinario puede conducir a la más alta perfección, y que la piedra filosofal es la obediencia a la voluntad de Dios, que transforma en oro divino todas y cada una de sus ocupaciones... ¡qué felices serían! Cómo entenderían que para ser santo no es necesario sino hacer lo que hacen y sufrir lo que sufren. Cómo verían que eso que ellas dejan perder y estiman en nada bastaría para adquirir una santidad eminente.
Misionero de la voluntad divina
Dios mío, yo quiero con toda mi alma ser misionero de tu santa voluntad y enseñarle a todo el mundo que no hay cosa tan fácil, tan común y tan al alcance de todos como la santidad. Cuánto desearía yo poder convencer a todos de que así como el buen ladrón y el malo [crucificados junto a Jesús] no tenían que hacer o sufrir cosas distintas para ser santos, del mismo modo dos almas, una mundana y otra muy interior y espiritual no tienen que hacer o sufrir una más que otra; que la que se condena, se condena haciendo por capricho aquello mismo que el otro que se salva hace por sumisión a la voluntad divina; y que la que se pierde, se pierde sufriendo con rebeldía y protesta aquello mismo que la otra sufre con resignación. Es en el corazón donde está la diferencia.
Almas queridas, que leéis esto, creed que la santidad no va a costaros más. Haced lo que hacéis y sufrid lo que sufrís: es vuestro corazón solamente lo que hay que cambiar. Ese corazón que es la voluntad, y ese cambio que consiste en querer todo lo que os va sucediendo por voluntad de Dios. Sí, la santidad del corazón es un simple fiat, una simple disposición de la voluntad, que se conforma a la de Dios. ¿Hay cosa más fácil? Porque ¿quién no amará una voluntad tan amable y tan buena? Sólo por ese amor todo se hace divino.

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