domingo, 22 de abril de 2012

El gran gesto de Dios: hacerse hombre

José Antonio Pagola
Jesucristo: Catequesis Cristológicas (F.2)
Nunca hubiéramos sospechado nosotros hasta qué extremos Dios ama al hombre y se preocupa por nosotros. Pero, en Cristo ha sucedido algo que, bien pensado, resulta desconcertante y solo puede explicarse por amor: Dios ha querido hacerse hombre, compartir nuestra propia vida y saber por experiencia propia qué es ser hombre y qué es vivir esta vida dura, dolorosa y difícil (1 Jn 4, 9.16).
El acontecimiento decisivo de la historia
En Jesús de Nazaret, Dios ha decidido de una vez para siempre ser hombre, con todas sus consecuencias. Ya no hay un Dios cuya vida pueda discurrir al margen de la humanidad, independiente de nuestra vida. Dios ya no es Alguien que desconoce nuestra vida y no sabe “ponerse en nuestro lugar”. Dios ha querido ser para siempre hombre, con nosotros y para nosotros.
Esto quiere decir que el Creador no ha querido ser solamente fuente y origen de la vida creatural. Ha querido, además, conocer personalmente cómo es la vida débil de la criatura. En Jesucristo, Dios se ha acercado al mundo creatural de una manera única, insuperable, irrepetible. En Jesús, Dios vive y se hace presente de una manera tan total, tan inmediata y personal, que de este hombre no podemos decir solamente que es “imagen de Dios” como nosotros. En este caso, tenemos que confesar que es “Hijo de Dios”, es decir, Jesús es Dios viviendo nuestra vida humana, Dios compartiendo nuestra existencia débil de criaturas.
Para nosotros, éste es el acontecimiento decisivo de toda la historia. No ha sucedido ni podrá suceder en el mundo nada más importante. Dios ha querido, de verdad, ser nuestro hermano, pertenecer a la especie humana Dios ha querido ser uno de los nuestros y ya no puede dejar de amar y de preocuparse por esta humanidad en la que se ha encarnado y a la que El mismo pertenece.
Semejante en todo a nosotros
Dios ha querido ser hombre con todas sus consecuencias y vivir nuestra experiencia humana hasta el fondo, deteniéndose solo ante lo imposible. La Encarnación no ha sido un teatro bien montado ni un paseo de Dios por el mundo, vestido con ropaje humano. Dios no ha querido jugar a ser hombre. No ha querido vivir una vida de “super-hombre”, una vida que no sea la nuestra. Dios ha querido conocer nuestra vida.
Por eso, Dios ha querido saber lo que es ir haciéndose hombre a lo largo de la vida, ir creciendo en edad, en conocimiento y en madurez, ir descubriendo la vida progresivamente cada vez con mayor claridad y lucidez, ir aprendiendo a vivir escuchando a los demás, dejándose enseñar por los acontecimientos, recordando la historia de su pueblo, meditando las Escrituras (Lc 2, 40. 52).
Dios ha querido saber qué es para un hombre gozar y sufrir, trabajar y luchar, esperar y desalentarse, confiar en un Padre y experimentar su abandono (Mc 15, 34). Ha querido conocer cómo se vive desde una conciencia humana la ignorancia, la duda, la incertidumbre, la búsqueda dolorosa de la propia misión (Mt 4, 1-11); Mc 14, 32-42). Ha querido tener experiencia humana de lo que es nuestra pobre vida acosada de preguntas, miedos, esperanzas y expectativas.
Dios ha querido comprobar personalmente el sufrimiento, las limitaciones, los riesgos, tentaciones y dificultades que encuentra un hombre para ser verdaderamente humano (Hb 2, 18; 4, 15). Se ha visto sometido a los condicionamientos de carácter biológico, sicológico, histórico, cultural que sufre todo hombre. Por eso, ha tenido que vivir su libertad humana con esfuerzo, con lucha, con trabajo, con vigilancia y oración
Ha sufrido en su propia carne y en su propia alma las consecuencias del egoísmo, la injusticia y la agresividad que domina a los hombres. Dios sabe ahora por experiencia que el amor más limpio, generoso y servicial a los hombres puede ser siempre rechazado por ellos. Más aún. Ha querido saber cómo se vive desde la conciencia oscura y limitada de un hombre la experiencia de la fe en un Padre que parece abandonarnos en el momento del sufrimiento y de la muerte (Hb 5, 8; Mc 15, 34; Lc 23, 46).
Excepto en el pecado
En Cristo, Dios ha compartido esta vida nuestra cotidiana y desquiciada por el pecado, pero Cristo no puede ser contado entre los pecadores. En Jesús debemos excluir necesariamente todo aquello que pueda suponer desobediencia al Padre o complicidad con el pecado. Y no porque Dios no haya querido solidarizarse con el hombre hasta las últimas consecuencias sino porque en Dios es inconcebible la experiencia del pecado, ya que pecar es preferirse egoístamente a uno mismo ante que a Dios.
Lo que necesitábamos los hombres no era un Dios que nos acompañara en el pecado, el egoísmo y la injusticia, sino un Dios que se solidarizara con nosotros para liberarnos del mal.

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