lunes, 2 de abril de 2012

El abandono en la Divina Providencia (10)


Por Jean Pierre de Caussade
Capítulo X
El secreto de la espiritualidad está en amar a Dios y servirle, uniéndose a su santa voluntad en todo lo que hay que hacer o sufrir
Ver al Señor en todo lo que sucede
Todas las criaturas viven en la mano de Dios. Los sentidos no ven otra cosa que la acción de la criatura, pero la fe cree en la acción divina y la ve en todo. La fe ve que Jesucristo vive y obra en todo el curso de los siglos, y que el menor instante y el más pequeño átomo contienen una porción de esta vida oculta y de esta acción misteriosa. La acción de las criaturas es un velo que cubre los profundos misterios de la acción divina.
Jesucristo, después de su resurrección, sorprendió a los discípulos en sus apariciones, presentándose a ellos bajo figuras que le disfrazaban. Y en cuanto le reconocían, desaparecía. Ese mismo Jesús, que vive por siempre, siempre operante, también hoy sorprende a las almas que no tienen una fe suficientemente pura y penetrante. No hay momento alguno en que Dios no se presente bajo la apariencia de alguna pena, obligación o deber.
Todo lo que sucede en nosotros, alrededor de nosotros o a través de nosotros, envuelve y encubre su acción divina invisible. Muchas veces nos sorprende, y cuando reconocemos su presencia, desaparece. Pero si viésemos a través del velo, si estuviéramos más vigilantes y atentos, Dios se nos revelaría sin cesar y nosotros gozaríamos de su acción en todo lo que nos sucede. Entonces, en dada instante y circunstancia diríamos: «¡Es el Señor!» [Jn 21,7]. Y en todas las situaciones que vamos recibiendo descubriríamos un don de Dios, que las criaturas son muy débiles instrumentos, que nada nos falta, y que la solicitud continua de Dios le hace darnos todo lo que nos conviene.
Esta fe nos guarda en la paz y el gozo
Si tuviéramos fe, nos serían gratas todas las criaturas, las acariciaríamos, agradeciéndoles interiormente que sirvan y sean tan favorables a nuestra perfección, aplicadas por la mano de Dios.
La fe es la madre de la dulzura, de la confianza y del gozo. Es incapaz de sentir otra cosa que ternura y compasión por los enemigos, que tanto se enriquecen a sus expensas. Cuanto más dura es la acción de la criatura, más beneficiosa para el alma la vuelve la acción de Dios. No hay instrumento que la estropee, pues las manos del Obrero sobrenatural solamente son implacables para alejar del alma todo lo que pueda perjudicarla.
La voluntad de Dios solamente tiene dulzura, favores y gracias para las almas fieles. Es imposible confiar en ella demasiado o abandonársele en exceso. Ella puede y quiere siempre lo que más contribuirá a nuestra perfección, con tal, claro está, que le dejemos hacer a Dios. La fe no duda de esto. Cuanto más se revuelven los sentidos, incrédulos, desesperados, inseguros, con más fuerza asegura la fe: «¡aquí está Dios! ¡Todo va bien!». No hay cosa que la fe no sea capaz de asimilar y superar. Atraviesa todas las tinieblas, y por mucho que se esfuercen las sombras, penetra en ellas hasta llegar a la verdad, la abraza con fuerza y nunca se separa de ella.
Más temo yo mi propia acción y la de mis amigos que la de mis enemigos. No hay prudencia mayor que ésa de «no resistir al malvado» [Mt 5,39], y la de no hacerle más oposición que el simple abandono. Esto es ir adelante viento en popa, guardando el corazón siempre en paz. Con esas persecuciones nuestros enemigos hacen de galeotes, que nos llevan a puerto con el trabajo de su remar.
En la simplicidad del abandono
No hay defensa más segura contra la prudencia de la carne que la simplicidad. Sabe eludir ésta admirablemente todas las trampas sin conocerlas, sin sospecharlas incluso. La acción divina le mueve a tomar medidas tan justas, que llega a sorprender a los que querían sorprenderle. Se aprovecha de todos sus esfuerzos, y los intentos para abatirla le sirven de escalones para elevarse. Todas las contradicciones se vuelven en su favor, y dejando hacer a sus enemigos, que son instrumentos, obtiene de ellos un servicio tan continuo y suficiente, que lo único que ha de temer es participar y trabajar en una obra de la que Dios quiere ser el único principio.
La simplicidad no ha de hacer otra cosa que contemplar en paz lo que Dios hace, y seguir con sencillez las mociones de la gracia, que siempre son felizmente guiadas por la prudencia sobrenatural del Espíritu divino, que abarca infaliblemente las circunstancias más íntimas de cada cosa, y que conduce al alma tan hábilmente, sin que ella lo sepa, que todo lo que se le opone es siempre destruido.
El movimiento único e infalible de la acción divina mueve siempre oportunamente el alma sencilla, y ésta corresponde a todo muy sabiamente, llevada por su íntima dirección. Por eso quiere todo aquello que le sucede, todo lo que ocurre, todo lo que experimenta, excepto el pecado.
Esto unas veces lo hace conscientemente, otras sin darse cuenta, movida sólo de un instinto secreto que la impulsa a decir, hacer o dejar las cosas, sin una razón clara. Muchas veces la ocasión o la razón que determinan al alma fiel son simplemente de orden natural, sin que a sus ojos o a los de los demás se muestre ningún misterio especial en ese puro azar o necesidad o conveniencia. Y sin embargo, la acción de Dios, que es la inteligencia, sabiduría y consejo de sus amigos, se sirve en su favor de todas esas cosas tan simples, se las apropia y las endereza de tal modo que vienen a frustrarse los planes de quienes pretendían dañar al alma.
Atentar contra un alma sencilla es lo mismo que atentar contra Dios. ¿Qué podrá hacerse contra el Omnipotente, «cuyos caminos son inescrutables» [Rm 11,33]? Dios mismo toma como suya la causa del alma sencilla. No hace falta, pues, que ella investigue las intrigas de sus enemigos, que enfrente su inquietud a la inquietud de ellos, espiando atentamente todos sus movimientos. Su Esposo la descarga de todos estos cuidados, y ella, confiándose a Él, descansa llena de paz y seguridad.
El abandono todo lo simplifica
La acción divina libera al alma y le evita tener que usar de todos esos medios rastreros e inquietos, tan empleados por la prudencia humana. Todo eso va bien para Herodes y los fariseos, pero los Reyes magos no tienen más que seguir en paz su estrella. Y al niño le basta dejarse llevar en los brazos de su madre. Cuando sus enemigos lleven adelante sus manejos, cuanto más hagan por perjudicarle, hostilizarle y sorprenderle, más libre y tranquilo irá, sin pretender rehuirles, sin tratar de halagarles para evitar sus golpes, envidias y malas intenciones: sus persecuciones le son favorables.
Así vivía Jesucristo en Judea, y así es como vive todavía en las almas sencillas. Sigue siendo generoso, dulce, libre, pacífico, sin temer nada ni necesitar de nadie, viendo todas las criaturas como instrumentos en las manos de su Padre para servirle, unas por sus pasiones criminales, otras por sus santas acciones, aquéllas por sus contradicciones, éstas por su obediencia y fidelidad. Todo viene a ser ordenado maravillosamente por la acción divina, y nada falta ni sobra, ni hay más males o bienes de lo preciso.
La voluntad de Dios dispone en cada momento el instrumento que conviene, y el alma sencilla, sostenida por la fe, encuentra todo bien y no desea ni más ni menos de lo que tiene. Bendice, pues, en todo momento la mano divina, que derrama suavemente sus aguas tan santificantes en el fondo del alma; y así recibe con igual dulzura a los amigos y a los enemigos, pues ésa es la forma que tiene Jesús de tratar como instrumento divino a todas las cosas.
En esa actitud espiritual no se necesita de nadie, y sin embargo de todos se necesita. Hay que recibir la acción divina, cuya ordenación es en todo necesaria, según su calidad y naturaleza, y corresponder con dulzura y humildad. Así lo enseñó San Pablo [1Cor 9,19-23], y así lo había vivido Jesucristo, tratando con sencillez a los sencillos y con bondad a los groseros.
Pertenece exclusivamente a la gracia marcar con ese sello sobrenatural a las almas, distinguiendo y apropiándose maravillosamente de la naturaleza de cada persona. Es esto algo que no puede aprenderse en los libros, pues es verdaderamente un espíritu profético, el efecto de una íntima revelación. Es, en fin, una enseñanza del Espíritu Santo. Y para vivirlo es necesario haber llegado al último grado del abandono, al desasimiento más completo de todo objeto, deseo o interés propio, por santo que sea.
Es preciso tener como único asunto en este mundo el dejarse pasivamente en la acción divina, para entregarse a todo lo que exigen las obligaciones del propio estado, dejando hacer al Espíritu Santo en el interior, sin ir mirando lo que hace, incluso estando bien a gusto de no saberlo. Todo cuando sucede en el mundo es solamente para el bien de las almas fieles a la voluntad de Dios.
La estatua imponente del mundo, hecha de oro y bronce, hierro y barro
La figura del mundo es presentada bajo el aspecto de una estatua de oro, bronce, hierro y barro [Dan 2,31-35]. Este misterio de iniquidad [mostrado en sueños al rey Nabucodonosor] no es sino el oscuro conjunto de todas las acciones interiores y exteriores de los hijos de las tinieblas, que son la Bestia salida del abismo para hacer la guerra a los hombres espirituales [Apoc 13]. Y todo lo que sucede en la historia hasta el presente es la continuación de esa guerra. Las Bestias se suceden unas a otras, el abismo las devora y las vomita de nuevo en medio de nuevos vapores.
El combate entre Lucifer y San Miguel comenzó en el cielo y perdura en la tierra [Dan 122,13.21; Apoc 12,7]. El corazón de este ángel soberbio y envidioso es un abismo insondable de toda clase de males. Por él entró en el cielo la revuelta de ángeles contra ángeles, y desde la creación del mundo todo su empeño es suscitar entre los hombres nuevos malvados que ocupen el lugar de los que él se ha tragado. Lucifer es, pues, el jefe de aquellos que se le someten libremente.
Este misterio de iniquidad está hecho de odio a la voluntad de Dios y produce un desorden diabólico, un caos misterioso, pues oculta bajo hermosas apariencias males irremediables e infinitos. Todos los malos, desde Caín hasta los que hoy arrasan la faz de la tierra, han tenido siempre apariencia de grandes, de príncipes poderosos, que centraban la atención del mundo y que suscitaban la adoración de los hombres [Apoc 13,3-4]. Y esta apariencia fascinante y engañosa es un misterio: no hay en ella sino Bestias surgidas del abismo, unas detrás de otras, con el fin de trastornar y falsificar el orden dispuesto por Dios.
Pero la ordenación divina, que es otro misterio, ha suscitado siempre hombres verdaderamente grandes y poderosos, que han dado el golpe mortal a esas Bestias. Y a medida que el abismo ha vomitado otras nuevas, el cielo ha hecho nacer también héroes capaces de vencerlas. La historia antigua, sagrada y profana, es la historia de esta guerra, en la que la voluntad de Dios permanece siempre victoriosa. Los que se han alineado con ella, igualmente, han vencido y son felices por toda la eternidad. Por el contrario, la maldad nunca ha sido capaz de proteger a los desertores, sino que les ha pagado con la muerte y una muerte eterna.
¡El malo siempre se cree invencible en su maldad! Pero, Dios mío, ¿quien podrá resistirte? [Rm 9,19-24]. Aunque un alma sola tuviera en contra suya a todas las fuerzas del infierno y del mundo, nada tendría que temer si se abandona a la voluntad de Dios. Y esa apariencia monstruosa de la maldad, que parece tan poderosa, esa cabeza de oro, ese cuerpo de plata, bronce y hierro, no es más que un fantasma de polvo brillante. Una piedrecilla, cayendo sobre ella, la derrumba, dejándola a merced del viento [Dan 2,34-35].
El Espíritu divino vence siempre a la Bestia mundana
¡Qué admirablemente va trazando todos los siglos el Espíritu Santo! Todas esas revoluciones, que conmueven tanto a los hombres, que irrumpen con tal luminosidad, como si fueran astros que brillan sobre las cabezas de los pueblos, tantos acontecimientos extraordinarios, todo eso no es más que un sueño efímero, que huye de la memoria de Nabucodonosor cuando se despierta, por fuertes que fueran las huellas que grabaran en su espíritu.
Todas esas Bestias sólo surgen en el mundo para ejercitar la valentía de los hijos de Dios. Y cuando éstos ya están suficientemente adiestrados, Dios les concede la fuerza para matar las Bestias. Y el cielo al punto eleva a los vencedores, y el infierno traga a los vencidos.
Al punto surge una nueva Bestia y Dios suscita nuevos guerreros para darle batalla. Y así, esta vida no es sino un espectáculo continuo que alegra el cielo, ejercita a los santos y confunde al infierno. Todos los enemigos del bien vienen a ser esclavos de la justicia, y la acción divina construye la Jerusalén celeste con trozos de Babilonia, compuesta por piezas usadas y rotas.
¿Sirven para algo las más altas luces, las revelaciones divinas, si no se ama la voluntad de Dios? Lucifer no fue capaz de aprobar esta voluntad. La decisión de la acción divina que Dios le revelaba al mostrarle el misterio de la Encarnación, le encendió de envidia. En cambio, un alma sencilla, iluminada por la luz de la fe, no se cansa de admirar, alabar y amar la voluntad de Dios, descubriéndola no solamente en las criaturas santas, sino incluso en el desorden y confusión más caóticos. Un grano de fe pura ilumina más el alma sencilla que a Lucifer todas sus luces tan elevadas.
La victoria cierta de la fidelidad
La sabiduría del alma fiel a sus obligaciones, tranquilamente sometida a las mociones íntimas de la gracia, dulce y humilde con todos, vale mucho más que la más profunda penetración de los mayores misterios. Si sólo viéramos la oculta acción divina en todo el orgullo y dureza de las criaturas, la recibiríamos con dulzura y respeto. Sus desórdenes, por aparatosos que sean, son incapaces de romper el orden divino.
Por eso, dulce y humildemente, nunca hay que dejar esa unión con la acción divina que esas cosas implican consigo y comunican. Como tampoco hay que detenerse a mirar la vía que siguen, sino asegurarse en el propio camino. De este modo es como, ajustándose suavemente a las cosas, caen los cedros y se derriban las rocas que no nos dejaban pasar.
Si queremos vencer infaliblemente a todos nuestros adversarios, basta que les opongamos estas armas. Jesucristo nos las ha puesto en las manos para que nos defendamos, y nada debemos temer si nos servimos de ellas sin cobardía, con generosidad, pues en eso consiste la acción de los divinos instrumentos. Es Dios quien hace lo sublime y maravilloso, y jamás una acción particular que haga la guerra a Dios puede resistir a quien está unido a la acción divina por la dulzura y la humildad.
Lucifer es la rebeldía contra la voluntad de Dios providente
¿Quién es Lucifer? Un espíritu bellísimo, el más inteligente de todos; pero un espíritu descontento de Dios y de sus designios. Pues bien, el misterio de iniquidad no es sino la extensión de esa inconformidad, que se manifiesta de todas las maneras posibles. Lucifer, en cuanto está en su mano, no querría dejar nada en el orden que Dios ha dispuesto. Y allí donde él penetra, veréis siempre una desfiguración de la obra de Dios.
Cuanta más luz, sabiduría y capacidad tiene una persona, mayores son para ella los peligros, si no está fundamentada en la piedad, que consiste en estar conformes con Dios y con su voluntad. Estamos unidos a la acción divina por un corazón puro, bien ordenado, y sin él todo lo que se haga viene a ser algo puramente natural y, de ordinario, es una verdadera resistencia a la acción divina. En realidad, Dios no tiene otros instrumentos que los humildes, pues siempre es contradicho por los soberbios que, sin embargo, no pueden menos de servirle como esclavos en el cumplimiento de sus designios.
El alma sencilla reconoce y acepta en todo la voluntad de Dios
Cuando veo un alma que hace de Dios y de la fidelidad a su voluntad su todo, por más pobre que esté de otras cosas, me digo: «he aquí un alma con grandes talentos para servir a Dios». Así venían a ser las apariencias de la santísima Virgen y de San José. Sin esta actitud, en cambio, todas las demás cualidades me dan miedo, temo la acción de Lucifer en ellos, y me mantengo en guardia, pues todo ese encanto no es más que un brillo sensible, como una frágil y quebradiza copa de cristal.
La voluntad de Dios es toda la estrategia de un alma sencilla, que es capaz de reconocerla hasta en aquellas acciones irregulares que el soberbio realiza para humillarla. El soberbio desprecia al alma sencilla, pero ante ésta él no es nada, pues ella solamente ve a Dios en él y en todas sus acciones.
A veces el soberbio, viendo al alma sencilla tan humilde, se imagina que se ve afectada por su desprecio; y no comprende que su humildad es solamente signo de su reverencia amorosa hacia Dios y su voluntad, a quien capta en la misma acción del soberbio. No, pobre insensato, no. Tú al alma sencilla no le das ningún miedo; lo que le das es compasión. Ella está respondiendo a Dios, cuanto tú piensas que te habla a ti. Es con Él con quien lleva su negocio y no contigo, que solamente eres para ella como un esclavo, o mejor, como una mera apariencia bajo la cual Él se disfraza. Por eso cuando tú te elevas, ella se anonada; y cuando tú crees apresarla, es ella la que te captura a ti. Tus malicias y violencias son para ella simplemente favores de la divina Providencia. El soberbio, pues, es un verdadero enigma, pero el alma sencilla, iluminada por la fe, lo descifra con toda claridad.
La ciencia suprema: conocer y aceptar la voluntad de Dios
Este conocimiento de la acción divina en todo lo que pasa en cada momento es la sabiduría más sutil que en esta vida puede tenerse de las cosas de Dios. Es una revelación continua, es un diálogo con Dios que se renueva incesantemente, es gozar del Esposo no en lo oculto, a escondidas, en la bodega o en la viña, sino al descubierto y en público, sin miedo a nadie. Es un océano de paz, gozo, amor y de conformidad con un Dios visto, conocido o, mejor aún, creído, viviendo y operando siempre lo más perfecto, en cuanto se presenta en todos los instantes. Es el paraíso eterno que, verdaderamente, se hace presente en las cosas pequeñas, cubiertas de tinieblas. Pero el Espíritu de Dios, que en esta vida compone secretamente todos estos fragmentos con su acción continua y fecunda, dirá en el día de la muerte: «hágase la luz» [Gén 1,3], y se verán entonces los tesoros que encerraba la fe en ese abismo de paz y de conformidad con Dios, que se encuentra a cada momento en todo lo que hay que sufrir o hacer.
Cuando Dios quiere darse al alma de este modo, todo lo común se hace extraordinario y, por serlo verdaderamente, no lo parece. Y es que este camino es por sí mismo extraordinario y por eso mismo no es necesario adornarlo con maravillas prestadas. Es un milagro, una revelación y un gozo permanente, con algunas pequeñas imperfecciones. Su condición propia, sin embargo, no es poseer apariencias sensibles y maravillosas, sino hacer maravillosas todas las cosas comunes y sensibles. Así es como vivía la Virgen.

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