Por José Luis Vilanova
Alonso
"Os
lo aseguro, están en el infierno." Lapidario. Como si fuera Dios. El que
ellos entienden, claro. La frasecita es de uno de los prelados españoles, no
hace todavía demasiados meses, en referencia a los homosexuales. Con todo, lo
más triste es que ni uno solo de sus "colegas" saltó a los medios
para decir: mire usted, pues yo no estoy de acuerdo, porque lo veo de otra
forma... Corporativismo, le llaman.
Supongo
que no importa amar ni sentirse amado. Ni la soledad cósmica que nos rodea. No
cuentan los corazones hechos trizas, ni la limpieza interior, ni la honradez
personal, ni la tendencia natural de conciliar el propio instinto. Basta una
simple condición para ir al infierno: simple, monocolor y despiadada.
Pero
no preocuparos, hermanos, que no sois los primeros; y me temo que tampoco los
últimos. Allí (en el infierno) están también los libres de espíritu y
pensamiento, y los que apelan a su conciencia. Naturalistas y modernistas,
comunistas y socialistas. Filósofos que no tengan en cuenta la "revelación
sobrenatural". Y los que abrazan religiones distintas de "la
verdadera". Por eso fueron enviados al infierno protestantes y anglicanos.
No digamos judíos y musulmanes. Y los que defendieron la separación entre
Iglesia y Estado. Y Galileo... Bueno, a Galileo parece que le han sacado de
allí, pero después de pasar más de cuatrocientos años preso de llamas y fuego,
horripilantes sufrimientos y tremendas torturas, no se sabe si malignas o
divinas.
También
fueron exiliados al fuego eterno quienes propugnaron las teorías evolucionistas
frente a las creacionistas (el Génesis "al pie de la letra"), y
quienes no aceptaran las interpretaciones radicales de la Sagrada Escritura. Y
entre ellos también os encontraréis a los que se les ocurrió la posibilidad de
incinerar los cadáveres, y a los divorciados. Cruzaréis satánicos paseos
crepusculares con quienes hayan hecho "uso de matrimonio sin intención de
procrear", con masturbadores (aunque sea por obtener esperma para el diagnóstico
de enfermedades) y con defensores de que ambos cónyuges tengan los mismos
derechos. Y muchas mujeres. Las putas, las primeras, claro. No digamos las que
hayan recurrido a los métodos anticonceptivos en curso desde los años sesenta.
Y por supuesto, las que pretendan librarse de las cargas maternales (no
importan las razones).
Tampoco
han corrido mejor suerte los defensores de la justicia, ni los críticos con el
orden social imperante. Ni siquiera los últimos rescatadores de los pobres y
desheredados, porque sólo Dios (su dios) valida la caridad. De esta caterva
parece que sólo se libra María, Virgen Santísima y Madre de Dios, a pesar de
haber derribado del solio a los poderosos y enaltecido a los humildes. Y como
llevan tan mal que haya sido, simplemente mujer, tratan desde hace siglos de
despojarla de tal condición, de ocultarla tras vestiduras de luces y mantos de
estrellas, de colgarla del cielo en el cielo, de enviar relámpagos desde sus
manos, y de convertirla en depositaria de secretos apocalípticos y de milagros
infumables. Y aún tienen la desvergüenza de afirmar, sin que les tiemble el
pulso, que aquella niña judía, víctima de su sociedad civil y religiosa, se ha
convertido en la mediadora (o sea, la manipuladora) de las gracias que su hosco
dios se resiste a ofrecernos, tacaño, displicente, rígido, violento y airado.
Una interesante mezcla de burda deificación y blasfema idolatría.
Pues
no, monseñores. No creo en vuestro dios "nacionalizado" por vuestras
estructuras. No creo en el dios que "salva" solo desde vuestra
imposición única, oficial e intransferible. No creo en el dios de la ortodoxia
que declara herejes a diestro y siniestro. No creo en el dios que reduce la
práctica de fe a media hora semanal sumisa, complaciente y aburrida. Ni creo en
el dios de los templos desmesurados, enjoyados y amarmolados, que muestran todo
su esplendor en los funerales de los ilustres, las coronaciones reales, las
frívolas bodas de los famosos y las canonizaciones "a todo trapo".
Tampoco,
miren, creo en el dios obsesionado por la sexualidad, como si la entrepierna
fuera el principio y el fin del equilibrio del ser humano. No creo en el dios
de carácter agrio que lanza sus condenas y anatemas contra todo lo que amenace
vuestros privilegios, que desconfía hasta de sus propios teólogos y sus propias
comunidades. Ni creo en el dios ausente de la vida real en el mundo real,
alejado de las angustias y miedos de la gente sencilla. No creo en el dios que
mide la fe según la doctrina y el dogma, y por lo tanto ni se me pasa por la
cabeza que pueda encerrarnos en el infierno eterno por comer chorizo un viernes
de cuaresma. No creo en la ira de dios ni en sus arrebatos apocalípticos.
Y lo
siento aquí dentro, desde mi pobre fidelidad evangélica, desde el dolor por mis
contradicciones frente a mi principal referencia vital, que no es otra que la
de las Bienaventuranzas. Me importan muy poco todos los entramados teológicos
construidos sobre la figura de Jesús de Nazaret. Vino a traernos la Vida y Dios
estaba con él. Eso me basta. Vino para que los ciegos vieran y los sordos
oyeran, para que los cojos caminaran y los pobres fueran rehabilitados.
Abrazaba a los leprosos, acogía con ternura a las prostitutas, se conmovía con
debilidades y flaquezas, afrontaba y compartía los problemas diarios de las
gentes sencillas y aún era capaz de desgranar sus maravillosos diálogos con los
poderosos, a los que tanto criticaba. Vivía con lo justo, y disfrutaba con la
lírica de un atardecer, con los pequeños milagros cotidianos del campo, con un
pan compartido y un vino fresco, y con los pequeños silencios tan necesarios
para reciclar la propia vida. Nos enseñó a sobrepasar nuestros complejos y
llamar a Dios Abba, papá. Dio todo el sentido a la realidad de cada día, a la
angustia, al dolor, a la belleza, a la duda, al amor, al sufrimiento, al
perdón. No vino a morir. Lo mataron. Así de claro. Él no quería morir. Amaba
demasiado la vida. ¿O es que nadie ha asistido a la patética noche de
Getsemaní? ¿O es que nadie quiere escuchar su desgarrado grito clavado en la
cruz? Desde lo más profundo de su miedo, desde su sentimiento de abandono y
soledad, desde lo más doloroso de su fracaso.
Creer
hoy en Jesús, monseñores, es ofrecer la propia vida por lo que él creyó y
defendió hasta su propia muerte; no discernir sus dos naturalezas para marcar
la frontera de la herejía, ni retorcerse la mente hasta la esquizofrenia para
hacer convivir la transubstanciación con los accidentes. Creer en Jesús implica
un salto en el vacío con el riesgo cierto de perder agarraderas y seguridades,
simplemente por salvaguardar la dignidad del ser humano, único templo vivo de
Dios. Y esto va mucho más lejos que el dogma intocable o el plazo de la
hipoteca para asegurar la parcelita en el cielo. Es más; quien cree en Jesús ni
se plantea la recompensa eterna. Aunque no existiera, aunque todo terminara con
la muerte, habría valido la pena. ¿Qué otro sentido puede tener afirmar que
Jesús es Dios?
Claro
que creo en Dios. En el que se encarna en el mundo, que vive en la gente buena
y honesta, aun sin necesidad de ritos, liturgias ni códigos. ¡Cuánta gente
sencilla caminando con limpieza por la vida! ¡Cuánto trabajo y cuántos desvelos
por un mundo más justo que nunca pasarán por la capilla! Creo en el Dios de
piel negra y llagada que agoniza en una patera, y en el que vive hacinado en
los estercoleros del primer mundo. Creo en el Dios que pasa hambre y sed, de
justicia y de la otra. Creo en el Dios que acompaña a quienes dejan su vida a
gajos ofreciendo algo de alivio a los parias de la Tierra, desperdigados por
los pueblos más pobres y los países más explotados y abandonados. Creo en el
Dios de África, de América Latina y de Asia, mucho más que en el europeo o el
del american way of life. Creo en el Dios que mira en el interior del corazón humano,
y al que le importa mucho menos cómo pensamos, cómo nos vestimos o qué
sacrificios y alabanzas ofrecemos. Creo en el Dios del perdón, de la sonrisa
entrañable, y en el que llora acompasado a nuestros llantos. Creo en el Dios
con sentido del humor y que nunca se ofende, porque, ¿quiénes somos nosotros,
tan infinitesimales, para ofender su divinidad? Creo en el Dios que se ofrece
en nuestras frías noches de soledad, en el que pierde su mirada desde la azotea
cada atardecer esperando la llegada del hijo perdido, y cuando llega ni
siquiera le deja hablar para disculparse. Creo en el Dios, tan implicado en la
historia del ser humano, que no concibe la construcción de su Reino sin contar
con nuestra libertad. Creo en el Dios que ama especialmente a quienes le
rechazan, o a quienes simplemente le ignoran. Creo en el Dios que me deja
pensar y reflexionar, que se divierte con mis preguntas y comprende mis
errores; porque, como decía el bueno de Chesterton desde ese peculiar sentido
del humor británico, para entrar en la iglesia hay que quitarse el sombrero,
pero no la cabeza. Creo en el Dios que se conmueve con los más pequeños, los
que nadie quiere, los que sufren, los rechazados, los dolientes, los
"nadies" de Eduardo Galeano. Creo en el Dios que celebra con nosotros
en la fiesta eucarística. No en el "precepto dominical" de la misa de
una, no. Sino en la comida común en la que, junto a los platos de la mesa se
ponen las dudas, los miedos, las alegrías, las esperanzas, las preocupaciones,
la ternura, la música, el silencio, la risa, el perdón, el amor, las gracias,
el abrazo... He vivido unas cuantas, y nada me ha unido más a mis hermanos y a
mi Padre. Creo en el Dios de todos, diverso, fértil, tornasolado, que nos habla
a cada uno según nuestras necesidades y nuestras vivencias personales. Y que
conoce la rigidez de nuestros esquemas, pero aún espera que aprendamos a
armonizarlos con los pensamientos y sentimientos distintos a los nuestros. Creo
en el Dios universal, tierno, paciente, sabio, dulce, misericordioso, padre y
madre, pacífico, fiel... En el que nos espera al final de nuestros días para
tranquilizarnos, especialmente a aquellos que Él sabe muy bien que vienen del
infierno vivido en la Tierra.
Sí,
ya lo sé. Que me hago una religión "a la carta". Pero es que mi fe no
tiene más remedio que "defenderse" de la religión institucional. Juro
que cada noche me pregunto si acomodo mi fe, y si algo me angustia es la
perenne cuestión sobre lo que he hecho con el capítulo 25 de Mateo. Y mi
respuesta, con tristeza, es siempre la misma. No me considero capaz de
responder a las expectativas que plantea el Evangelio. Así de claro. Sin
embargo, y con todos los respetos, percibo que la "religiosidad" de
ritos y normas proporciona tanta falsa seguridad como distorsión de Dios. Las
misas de los domingos, bautizos y comuniones, los viernes de cuaresma, no
robar, no matar, la obediencia contra toda razón (a ustedes, por supuesto) y la
confesión (sólo cuando la sexualidad se desborda más de la cuenta)
"salvan" para la oficialidad; pero, ¿alguien ha visto a Abba? El
miedo de las iglesias por no perder los rasgos diferenciadores de su fe
terminan enterrando su esencia viva. Pues miren, monseñores; si Dios fuera como
su dios, no sería Dios. Y si esto es lo que hay, casi que me tachen de la
lista. El mismo Jesús de Nazaret tuvo que proclamar el ateísmo de Dios ante la
religión institucionalizada de su tiempo. Así que, prefiero asumir el riesgo de
tratar de acercarme a la radicalidad del Evangelio. Asumo el vértigo de todo lo
que puede suponer que seamos un día capaces de trasplantarlo a nuestras vidas.
Sé de muchos que lo consiguen. Es más. Mis mejores amigos los he hecho en la
búsqueda de la Buena Noticia. ¿Errores? Seguro que muchos. ¿Me puedo equivocar?
Por supuesto. Pero sé de quién me fío, y también sé que lo que falte en mi
camino, el buen Dios lo terminará de completar. ¿Qué quieren que les diga? Él
es así...
No hay comentarios:
Publicar un comentario