Por José Manuel Vidal
(periodistagidital,com)
Si la
Iglesia católica fuese una democracia, él sería sin duda el presidente. Si en
la Iglesia hubiese elecciones, Carlo María Martini ganaría de calle. Si
en la Iglesia votasen los católicos, el purpurado jesuita hubiese sido Papa.
Demasiado profético para ser elegido por los mayoritariamente conservadores
príncipes de la Iglesia, Carlo Maria Martini nunca llegó al solio pontificio.
Pero fue un Papa en la sombra. Con tanta autoridad moral (o más) que Juan Pablo
II y Benedicto XVI. No fue Pedro, pero fue Pablo y Juan a la vez. Hasta su
muerte, ayer, a los 85 años, tras lidiar durante los últimos 16 con el
Parkinson. Con la dignidad de un auténtico enamorado del Cristo samaritano.
Alto,
distinguido, nariz de patricio romano, ojos azules y palabra elocuente, parecía
un cardenal arrancado del Renacimiento, aunque en realidad fue la figura más
posmoderna y brillante del colegio cardenalicio. Martini, una eminencia
reconocida por su conocimiento de la Biblia, nació en Orbassano, el 15 de
febrero de 1927, en el seno de una familia burguesa –el padre era ingeniero-.
Fue ordenado sacerdote en 1952 y comenzó una carrera fulgurante, tanto en el
ámbito académico como eclesiástico. Exégeta de formación, Pablo VI lo nombró en
1969 rector del Instituto Bíblico en la prestigiosa Pontificia Universidad
Gregoriana de Roma, donde permaneció hasta 1978.
A
finales de 1979, Juan Pablo II lo designó arzobispo de Milán, la diócesis más
grande de Europa, que presidió durante 22 años. Convertido en cardenal en 1983,
presidió el Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa desde 1986 hasta
1993. En 2000 recibió el Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales. Dos
años después cumplió su sueño de retirarse a Jerusalén. En esa fecha anunció
que sufría de la enfermedad de Parkinson. Regresó a Italia en 2008, a una casa
de estudios de los jesuitas, en Gallarate, en el noroeste de Milán, donde se
fue, sereno y sonriente, al encuentro del Nazareno, a cuyo estudio y testimonio
dedicó su vida entera.
Auténtico
experto en la critica textual del Nuevo Testamento (el estudio de los papiros y
códices que contienen el texto griego de los Evangelios), quizás fuese su
formación erudita (tenía varios doctorados y dominaba seis idiomas, además del
latín, del griego y del hebreo) la que le confería esa seguridad que despedía y
contagiaba en todas sus apariciones.
Los jesuitas querían nombrarle sucesor de Pedro Arrupe, pero el Papa lo designó arzobispo de Milán . Martini se compró un anillo en un puesto de baratijas y se fue a su nueva diócesis, donde se convirtió en el cardenal más respetado, querido y seguido de la Iglesia. Escribió más de cincuenta libros, muchos de ellos “best-sellers”, como el que redactó con el semiólogo Umberto Eco. O su libro testamento "Coloquios nocturnos en Jerusalén" (Editorial San Pablo).
Los jesuitas querían nombrarle sucesor de Pedro Arrupe, pero el Papa lo designó arzobispo de Milán . Martini se compró un anillo en un puesto de baratijas y se fue a su nueva diócesis, donde se convirtió en el cardenal más respetado, querido y seguido de la Iglesia. Escribió más de cincuenta libros, muchos de ellos “best-sellers”, como el que redactó con el semiólogo Umberto Eco. O su libro testamento "Coloquios nocturnos en Jerusalén" (Editorial San Pablo).
Temido
y acosado por los conservadores, que le llamaban el "antipapa" y le
acusaban de ser demasiado “liberal” y “progresista”,
cuando, en realidad, fue siempre un hombre profundamente espiritual, dedicado a
la oración y al estudio de la Palabra de Dios. Un cardenal abierto y
dialogante, pero siempre fiel a los Papas y a la Iglesia. El genuino
representante de la otra Iglesia. O de otra forma de ser Iglesia. El epígono
del modelo eclesial salido del Concilio Vaticano II.
Martini
quería una Iglesia "pueblo de Dios", sin poder ni privilegios,
democrática, siempre dialogante y abierta al mundo. Una
Iglesia encarnada, samaritana y con una clara opción por los pobres. Una
Iglesia corresponsable, con los laicos como protagonistas, con celibato
opcional y sacerdocio de la mujer. La Iglesia por la que siguen suspirando los
fieles.
Como
los auténtico profetas, Martini nunca buscó la polémica, pero tampoco se calló
y defendió este modelo de Iglesia con todas sus fuerzas y durante toda su vida.
Incluso cuando los vientos de Roma soplaban hacia la involución y los
ultracatólicos le tachaban de 'hereje'. Quizás por eso se convirtió en el
símbolo y la referencia de todos los católicos que en el mundo buscan y luchan
por el Reino de Dios y por una Iglesia más evangélica.
La
prensa inglesa le definió como el "Papa perfecto para el siglo
XXI". Punto de referencia del catolicismo que soñó con el Concilio,
querido por las bases y temido por la Curia romana, Martini fue un cardenal
enamorado de Jerusalén, a la que solía definir como “la ciudad más cargada de
recuerdos y de memoria religiosa de todo el mundo, la ciudad donde murió Jesús
para la salvación del mundo y donde se venera su sepulcro vacío y se hace
memoria de su resurrección”.
Martini,
el deseado, fue siempre el ejemplo vivo de que otra Iglesia es posible. El
contrapunto, primero del Papa Wojtyla y, después, del Papa Ratzinger. Juan
Pablo II reconoció su valía y le nombró arzobispo de Milán, a pesar de que
estaba en sus antípodas eclesiásticas. Benedicto XVI accedió al papado, porque,
en 2005, el ya anciano y enfermo cardenal Martini, que entró en el cónclave
apoyado en un bastón, bendijo su candidatura. Dos grandes intelectuales de la
Iglesia, que siempre se mostraron profunda estima, a pesar de ser los
abanderados de dos corrientes eclesiales bien diferenciadas.
El
Papa le abrazó por última vez en público en el arzobispado de Milán hace apenas
tres meses. Las dos columnas de la Iglesia moderna. Pedro y Pablo.
"Eminencia, también yo vengo con bastón", le dijo Benedicto XVI. Y
Martini, que ya no podía hablar, le contestó con una mirada agradecida.
"Seguiré rezando por él y por la Iglesia en estos momentos
difíciles", escribió a los pocos días del famoso encuentro. Ahora, desde
el cielo.
Su libro-testamento
Su
testamento espiritual lo escribió hace cuatro años en un libro, titulado “Coloquios
nocturnos en Jerusalén” (Editorial San Pablo). Claro, directo y
divulgativo. Quizás por tratarse de respuestas a las preguntas que, en nombre
de los jóvenes, le plantea su amigo y compañero jesuita austriaco, Georg
Sporschill. Y a los jóvenes, como bien sabe el cardenal, no les gustan los
rodeos. Quieren claridad y piden audacia. Y por eso, cuando tenía 81 años y
estaba ya muy enfermo de parkinson, Martini puso blanco sobre negro lo que
muchos jerarcas piensan pero no se atreven a decir públicamente. “Por amor a la
verdad”, como dice su lema episcopal.
Con
siete capítulos, como los 7 días de la creación, y 193 páginas densas y
polémicas, en las que el purpurado abordó las grandes cuestiones de la Iglesia
y de nuestro tiempo a tumba abierta. Con arrojo y valentía. Como los grandes
profetas del Antiguo Testamento a los que tanto admiraba y cuya estela siguió
de cerca en la ciudad santa. La ciudad en la que las piedras conservan los ecos
de Isaías o Jeremías. Un libro para reforzar el mito Martini.
Hoja de ruta para la
Iglesia del siglo XXI
Sin
nada que perder y sólo fiel a su conciencia, Martini diseña en el libro la que
a su juicio debería ser la hoja de ruta de la Iglesia actual. Para que mire al
futuro sin angustia, pero con coraje. Su idea fuerza: “La Iglesia debe tener
el valor de reformarse”. La consigna suena a desafío en una Iglesia que
vive el apogeo de una de las épocas más antirreformistas de su historia
reciente. Pero huele a anhelo esperanzado de millones de católicos en todo el
mundo. ¿Anti-Papa? “En todo caso, seré un ‘ante-Papa’, alguien que se
adelanta al Santo Padre como colaborador suyo y trabaja para él”, explica.
“La
Iglesia necesita reformas internas. La fuerza de la renovación tiene que
venir desde dentro”, asegura el cardenal. Hasta se atreve a poner de ejemplo a
Martín Lutero, “el gran reformador” y recuerda que, no hace mucho, “la Iglesia
católica se dejó inspirar por las reformas de Lutero en el Concilio Vaticano
II”.
La
Iglesia actual tiene “miedo” y, si Jesús regresara, “lucharía con los actuales
responsables de la Iglesia” y “les recordaría que no deben estar
encerrados sobre sí mismos, sino mirar más allá de la propia institución”. La
Iglesia actual tiene que soñar, como sueña el cardenal “con una Iglesia que
recorre su camino en la pobreza y en la humildad, con una Iglesia que no
depende de los poderes de este mundo”, con una Iglesia “que diera çanimos, en
especial a los que se sienten pequeños o pecadores”, con “una iglesia joven”.
Y el
cardenal sigue desgranando las cualidades de “su” Iglesia. Y paunta siempre a
donde más le duela a la institución. “Una Iglesia sencilla, con menos
burocracia”. Un Iglesia que vuelva al Concilio, porque “existe la tendencia
de apartarse del Concilio” por parte de algunos obispops que “están tentado
de regresar a los buenos viejos tiempos”.
Y
como todo profeta que combina la denuncia y el anuncio, Martini propone
reformas concretas. Por supuesto, sin tocar al dogma. Primero, reformas en la
estructura. Quiere una Iglesia más colegial y con unos obispos que dejen de
estar “atrincherados”. Y con el altar, abierto a los curas casados y a las
mujeres. “No todos los que están llamados al sacerdocio tiene el carisma
del celibato”. Y pide a la Iglesia “inventiva”. Po rejemplo, “discutir la
posibilidad de ordenar a viri probati, es decir a hombres experimentados y
probados en la fe y en el trato con los demás”.
Y
hasta se atreve a abogar por el acceso de la mujer al sacerdocio consagrado.
Todo un tabú en Roma. Cuenta, a propósito que, ya en 1990 visitó al entonces
arzobispo de Canterbury, George Carey, para “darle ánimos a la hora de asumir
ese riesgo, algo que podría ayudarnos también a nosotros a ser más justos con
las mujeres”. Más aún, a Martini no le duelen prendas a la hora de reconocer
que, por eso y por otras muchas cosas, “los hombres de Iglesia tienen que
pedir perdón a las mujeres”.
Una sexualidad “sana y
humana”.
Amén
de las reformas estructurales, Martini preconiza cambios doctrinales. Sobre
todo en el ámbito de la moral sexual. En busca de una sexualidad que no esté
“reservada al confesonario y al ámbito de la culpa”. Un sexualidad “sana y
humana” o “una nueva cultura que promueva la ternura y la fidelidad”.
Algo
a lo que no contribuye la Humanae Vitae, la célebre encíclica de Pablo VI que
fijó la doctrina sobre la sexualidad de la Iglesia. “La encíclica es en
parte culpable de que muchos ya no tomen en serio a la Iglesia como
interlocutora o como maestra”. Una encíclica por la que “muchas personas se
han alejado de la Iglesia”. Por eso, pide al Papa que, para “recuperar la
credibilidad”, “puede escribir una nueva (encíclica) e ir en ella más lejos”.
Reconoce,
asimismo, con sentido del humor, que por defender la utilización del
preservativo, como mal menor, en la lucha contra el Sida, en Brasil le llaman
el “cardenal da camisinha”, es decir el cardenal del preservativo. O el
cardenal que comprende las relaciones prematrimoniales. “Ningún obispo ignora
hoy que se da la cercanía corporal antes del matrimonio. Los jóvenes salen de
vacaciones y duermen juntos en una misma habitación. A nadie se le ocurriría o
cultarlo o plantear problemas al respecto”.
Martini
infringe otro tabú eclesial al “bendecir” incluso la homosexualidad. “En mi
círculo de conocidos hay parejas homosexuales...nunca se ma habría ocurrido
condenarlas”. Y añade, “en la Iglesia hemos de reprocharnos que, a menudo,
hemos sido insensibles en el trato con la homosexualidad”.
Y
ciertos cambios también en la doctrina de los novísimos. Por ejemplo, dice que
no puede imaginarse “cómo pueden estar junto a Dios Hitler o un asesino que ha
abusado de niños”. Aún así, asegura que “existe el infierno, sólo que nadie
sabe si hay alguien en él”, porque, al final “el amor de Dios es más
fuerte”. Y para los grandes pecadores está el purgatorio, donde “son sometidos
a terapia hasta que se abren y pueden recibir el amor de Dios”.
Los consejos de un sabio
El
Martini místico e intelectual ofrece, al atardecer de su vida, una serie de
consejos vitales y espirituales. Con la humildad del que reconoce incluso sus “dudas
de fe”. “Reñí con Dios, porque no podía comprender porqué hizo sufrir a su
Hijo en la cruz” y porque “cuando contemple el mal en el mundo me quedo sin
aliento y entiendo a los hombres qu ellegan a la conclusión de que Dios no
existe”.
Y del
que abre su alma sin complejos. Para declararse un enamorado de la justicia,
“el atributo fundamental de Dios”. Y pone nombre incluso a sus personajes
bíblicos preferidos, que van desde María Magdalena (“un modelo de creyente,
porque ama hasta el exceso”) a Jesús de Nazaret. Para él, “lo característico de
Jesús es el amor a los enemigos” o poner la otra mejilla, es decir “sorpende a
tu enemigo y fíjate qué pasa”.
Partidario
del coraje y de arriesgar, porque “donde hay conflicto arde el fuego” y,
porque, además, “la vida me ha demostrado que Dios es bueno”. Un Dios al que
siente “en las estrellas, en el amor, en la música, en la literatura y en la
palabra de la Biblia”
Y no
tiene empacho en declararse admirador del Dalai Lama o de Ghandi.
Algunos
de sus consejos: “Todo lo bueno puede ser objeto de abuso, hasta lo más
excelso”. O “hay que aprender a regalar dicha a otras personas”. O “el asombro
puede llevar a Dios”.
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