19. LO QUE ESPERO
DE LOS QUE HE ESCOGIDO
¡Qué más quisiera yo que
sacerdotes y religiosas no buscasen fuera de mí el secreto de la única,
verdadera y profunda fecundidad!
En mí está el poder.
Incorporaos a mí y yo os haré participes de este poder.
Con pocas palabras, la luz
proyectaréis.
Con pocos gestos, abriréis
caminos a mi gracia.
Con pocos sacrificios,
seréis la sal que sanea el mundo.
Con pocas oraciones, seréis
la levadura que realza la masa humana.
Te he dado una gracia
especial para que estimules a mis sacerdotes a buscar en el contacto íntimo
conmigo el secreto de un sacerdocio feliz y fecundo. Ofrécemelos a menudo y
únete a mi oración por ellos. De ellos depende en gran parte la vitalidad de mi
Iglesia en la tierra y la intercesión de mi Iglesia del Cielo en favor de la
humanidad peregrinante.
El mundo pasa sin darse la
molestia de escucharme; por eso hay tantas vidas fluctuantes y malogradas.
Sin embargo, lo más
doloroso para mi corazón y lo nefasto para mi Reino, es que hasta los mismos
consagrados, por falta de fe, por falta de amor, no tienen el oído sintonizado
conmigo. Mi voz se pierde en el desierto ¡cuántas vidas sacerdotales y
religiosas por eso se vuelven estériles!
Que el sacerdote desconfíe
de todas las felicitaciones y de las señales de respeto que le tributan. El
incienso es el más sutil de los venenos para un hombre de Iglesia. Es un
excitante efímero, como muchos estupefacientes, y al cabo de cierto tiempo, se
corre peligro de salir intoxicado.
¡Cuántos sacerdotes
iracundos, amargados, desalentados, porque no han sabido ubicarse en el plan de
la Redención! Yo estoy dispuesto a purificarlos y a centrarlos una vez más con
tal que prometan ser dóciles a la acción de mi Espíritu. Te corresponde a ti
presentármelos, ofrecerlos fraternalmente a los rayos de mi amor.
Piensa en los sacerdotes
jóvenes – llenos de entusiasmo apostólico y rebosantes de celo – que creen
poder reformar la iglesia sin reformarse primero a sí mismos.
Piensa en los
intelectuales, tan útiles y tan necesarios también por poco que prosigan muy
humildemente sus estudios e investigaciones para servir, sin despreciar a
nadie.
Piensa en los sacerdotes de
edad madura que creen estar en posesión de todos sus medios y propenden tan
fácilmente a pasarse de mí.
Piensa en tus hermanos
envejecidos, blanco de las incomprensiones de los jóvenes, que se sienten
distanciados y muchas veces abandonados. Se encuentran en el período por
excelencia fecundo de su vida; en él se realiza el desprendimiento que los
santifica en la medida que lo aceptan con amor.
Piensa en tus hermanos
moribundos; consígueles que confíen, que se abandonen a mi misericordia. Sus
faltas, sus errores, sus yerros, mucho ha que fueron borrados. Yo tan solo me
acuerdo del impulso de su primera donación, de sus esfuerzos, de sus fatigas,
de los sinsabores que han sobrellevado por mí.
Yo
necesito sacerdotes cuya vida entera sea la expresión concreta de mi
oración, de mi alabanza, de mi humildad, de mi caridad.
Yo
necesito sacerdotes que con delicadeza y con un respeto infinito se
preocupen por esculpir, día tras día, mi efigie divina en el rostro de los que
les confío.
Yo
necesito sacerdotes consagrados ante todo a las realidades
sobrenaturales para, con ellas, animar toda la vida real de hoy.
Yo
necesito sacerdotes que sean verdaderos profesionales de lo
sobrenatural – no funcionarios o fanfarrones – sacerdotes mansos, bondadosos,
pacientes, dispuestos ante todo a servir y que nunca confundan la autoridad con
el autoritarismo; en una palabra, sacerdotes profundamente amantes, que no
busquen sino una sola cosa, que no se propongan sino un solo fin: que el Amor
sea más amado.
¿Tú no crees que yo puedo,
en algunos minutos hacerte ganar horas en tu trabajo y almas en tu actividad?
Eso es lo que tienes que decir al mundo, particularmente al mundo de los
sacerdotes cuya fecundidad espiritual no puede evaluarse por la intensidad de
su deseo de producir, sino por la disponibilidad de su alma a la acción de mi
Espíritu.
Lo que a mis ojos cuenta,
no es leer mucho, hablar mucho, hacer mucho; es que me permitáis obrar por
medio de vosotros.
Puedes estar seguro de que
si yo llego a ocupar en una vida de sacerdote, en un corazón de sacerdote, en
una oración de sacerdote, todo el sitio que deseo, entonces él encontrará su
equilibrio, su felicidad, la plenitud de su paternidad espiritual.
¡Qué cosa grande y terrible
es un alma de sacerdote! ¡De tal manera puede un sacerdote continuarme y atraer
hacia mí! – o, por el contrario, ¡ay! ¡decepcionar y alejar de mí, a veces por
querer atraer hacia sí mismo!
Un sacerdote sin amor es un
cuerpo sin alma. Más que cualquier otro, el sacerdote debe estar entregado a mi
Espíritu, dejarse conducir y manejar por Él
Piensa en los sacerdotes
caídos; muchos tienen tantas disculpas: falta de formación, falta de ascesis,
falta de ayuda fraterna y paterna, mala utilización de sus posibilidades y,
como consecuencia, decepción, desaliento, tentaciones y lo demás…Nunca llegaron
a ser felices de verdad - ¡con las veces que experimentaron la nostalgia de lo
divino! ¿Tú no crees que yo tengo en mi corazón más poder para perdonar que
ellos para pecar? Admítelos fraternalmente en tu pensamiento y en tu oración.
También por medio de ellos opero yo la Redención, pues no todo en ellos es
malo.
Trata de verme en cada uno
de ellos – a veces lastimado, desfigurado – y adora lo que de mí queda en
ellos; así harás revivir mi resurrección en todos.
En realidad, tan sólo una
categoría de sacerdotes me consterna de verdad: los que por una progresiva
deformación profesional se han vuelto orgullosos y duros. La voluntad de poder,
el aferrarse a su “yo”, han vaciado poco a poco su alma de esa caridad profunda
que debiera inspirar todas sus actitudes y todas sus actividades.
¡Cuánto daño hace un sacerdote
duro! ¡Y un sacerdote bueno, cuanto bien! Repara por los primeros. Alienta a
los segundos.
Yo perdono muchos yerros al
sacerdote que es bueno. Yo me retiro del sacerdote que se ha endurecido. En él
ya no hay sitio para mí. Me asfixio en él.
El ruido interior y
exterior impide a muchos hombres oír mi voz – y descifrar el sentido de mis
llamadas. Importa por lo tanto que, en este mundo superactivado y
superexcitado, se multipliquen islotes de silencio y de tranquilidad, donde los
hombres puedan encontrarme, conversar conmigo y entregarse libremente a mí.
Ofréceme con frecuencia los
sufrimientos de tus hermanos sacerdotes: sufrimientos del espíritu, del cuerpo,
del corazón; únelos a los míos durante mi Pasión y sobre la Cruz para que
saquen de su conexión con los míos todo su valor de sosiego y de corredención.
Pide a mi Madre que te
ayude en esta misión y piensa en ella especialmente en cada una de las misas
que celebras, en unión con Ella y en su maternal presencia.
Si supieses cuán grande es
mi alegría cuando causo la tuya… y por mi parte así es para con todos los
hombres. Para comprenderlo, necesitan encontrar sacerdotes que lo hayan
experimentado. Cuanto más viva es esta experiencia, tanto más comunicativa es y
tanto más atrae hacia mí.
No lo olvides: la Redención
es primero una obra de amor, antes de ser una obra de organización.
¡Ah! Si todos tus hermanos
sacerdotes aceptasen creer que yo les amo, que sin mí ellos nada pueden hacer,
y que, no obstante, yo los necesito para pasar por ellos tanto como lo desea mi
Corazón!
Yo estoy en cada una de
esas vírgenes consagradas que me han ofrendado su juventud y su vida al
servicio de las misiones, al servicio de la misión de mi Iglesia. En ellas
estoy yo, caridad de sus corazones, energía de sus voluntades, luz de sus
inteligencias. En ellas estoy yo, Vida de sus vidas, testigo de sus esfuerzos,
de sus sacrificios, pasando por ellas para llegar a las almas a las que se
dediquen.
Ofréceme esas hostias
vivas, en las que estoy escondido, y en las que trabajo, oro, deseo. Piensa en
esos miles de mujeres que me están consagradas y que han recibido la misión
insustituible de continuar la acción de mi Madre en la Iglesia, con una
condición: que se dejen penetrar por Mí en la contemplación.
Lo que actualmente falta a
mi Iglesia, no es la abnegación, no son las iniciativas ni las empresas; es una
dosis proporcionada de vida contemplativa auténtica.
Lo ideal es que haya en un
alma consagrada mucha ciencia al mismo tiempo que mucho amor y mucha humildad.
Pero es preferible un poco menos de ciencia con mucho amor y humildad, que
mucha ciencia con un poco menos de amor y de humildad.
No dejes de pedirme que
suscite, hasta en el mundo, almas contemplativas que, gozando del espíritu
universal, asuman la parte de oración y de expiación de muchos hombres
actualmente sordos a las llamadas de mi gracia.
Recuerda: Teresa de Ávila
ha contribuido a la salvación de tantas almas como Francisco Javier con sus
carreras apostólicas, y Teresa de Lisieux ha merecido ser proclamada Patrona de
las Misiones.
No son precisamente los que
se agitan, ni los que elaboran teorías, quienes salvan al mundo; son los que,
viviendo intensamente de mi Amor, lo propagan misteriosamente sobre la tierra.
Yo soy el Sumo Sacerdote y
tú no eres sino un sacerdote que participa de mi sacerdocio y lo prolonga.
Cuando me encarné en el seno de mi madre, mi persona divina asumió la
naturaleza humana y así recopilé en mí todas las necesidades espirituales de la
humanidad.
Todos los hombres pueden y
deben ser por lo tanto incluidos en este movimiento de sacralización, pero el
sacerdote es el especialista, el profesional de lo sagrado. Nada en él es
profano, ni siquiera cuando trabaja, aunque tan sólo sea con sus manos. Pero si
lo hace con la conciencia lúcida de que me pertenece, si por lo menos
virtualmente, lo realiza por mí y en unión conmigo, entonces yo estoy en él, yo
trabajo con él para gloria de mi Padre, al servicio de sus hermanos. Él se hace
mi poseído, mi alter ego y yo mismo,
en él, atraigo hacia mi Padre a los hombres con quienes trata.
Comparte mis preocupaciones
por mi Iglesia y particularmente por mis sacerdotes. Son mis “queridísimos” –
incluso los que, por causa de la tempestad, me abandonan por un tiempo. Tengo
gran compasión de ellos y de las almas que les fueran confiadas – pero mi
misericordia para con ellos es inagotable si, gracias a las oraciones y a los
sacrificios de sus hermanos, se precipitan en mis brazos… Su ordenación les ha
marcado de manera indeleble, y aun cuando ya no puedan asumir un sacerdocio
ministerial, su vida puede, juntándose con mi oblación redentora, ser una
ofrenda de amor que yo sabré utilizar.
Aprovecha el tiempo que te
dejo sobre la tierra – única fase de tu existencia en la que puedes merecer –
para pedir intensamente que se multipliquen las almas contemplativas, las almas
místicas. Ellas son las que salvan al mundo y las que consiguen para mi Iglesia
la renovación espiritual que necesita.
En la actualidad, algunos
seudo-teólogos lanzan a todos los vientos sus elucubraciones intelectuales
creyendo purificar la fe, cuando no hacen sino perturbarla.
Sólo los que me han
encontrado en la oración silenciosa, en la lectura humilde de la Sagrada
Escritura, en la unión profunda conmigo, pueden hablar de mí con competencia,
ya que en este caso soy yo mismo quien inspira sus pensamientos y habla por sus
labios.
El mundo marcha mal. Hasta
mi Iglesia está dividida; mi cuerpo sufre de esta división. Gracias de
vocaciones son sofocadas y mueren. Satanás está desencadenado. Como después de
cada Concilio en la historia de la Iglesia, él siembra por todas partes la
discordia, obceca los espíritus a las realidades espirituales, endurece los
corazones a las llamadas de mi Amor.
Es indispensable que los
sacerdotes y todos los consagrados reaccionen ofreciendo todos los
sufrimientos, todas las agonías de la humanidad conjuntos con los míos “pro mundi vita”.
¡Ah! ¡si los hombres
comprendiesen que yo soy el manantial de todas las virtudes, el manantial de
toda santidad, el manantial de la verdadera felicidad!
¿Quién mejor que mis
sacerdotes se lo puede revelar? Naturalmente si aceptan ser mis amigos y viven
en consecuencia. La cosa pide aparentemente algunos sacrificios, per éstos se
ven rápidamente compensados por la fecundidad y la alegría serena que les
invade.
Hay que acceder a darme el
tiempo que yo pido. ¿Dónde y cuándo se ha visto que el consagrarme fielmente un
día en exclusividad haya de alguna manera comprometido el ministerio?
Ya no se sabe hacer
penitencia; por eso se encuentran tan pocos educadores espirituales y tan
escasas almas contemplativas.
De la misma manera que me
opongo al “dolorismo” y al “espíritu victimal”, así deseo yo que no se arredren
por la frustración pasajera que provoca el pequeño sacrificio o la ligera
privación queridos o aceptados por amor.
Mi palabra es siempre
verdadera. Si vosotros no hacéis penitencia todos pereceréis. Mas, si sois
generosos, si prestáis atención a lo que mi Espíritu os sugiere y que nunca
será perjudicial ni a vuestra salud ni a vuestro deber de estado, si os unís
fielmente en la oblación espiritualizante que yo incesantemente ofrezco en
vosotros, entonces contribuiréis a borrar muchos pecados de la muchedumbre y
sobre todo muchas felonías de mis consagrados; conseguiréis una superabundancia
de gracias para que este período perturbado del posconcilio vea surgir, en
todos los ambientes y en todos los continentes, nuevos tipos de santidad que
enseñarán una vez más al mundo maravillado el secreto de la auténtica alegría.
Asumido por Mí, in persona mea, así es como en la misa,
el sacerdote cambia el pan en mi Cuerpo y el vino en mi Sangre.
Asumido por Mí, in persona mea, así es como en el
confesionario, borra por la absolución las faltas del pecador arrepentido.
Asumido por Mí, in persona mea, así es como cumple – o
debiera cumplir - todos los actos del
ministerio.
Asumido por Mí, in persona mea, así es como piensa,
habla, ora, se alimenta y se distrae.
El sacerdote ya no se
pertenece; se ha dado a mí libremente, en cuerpo y alma, ara siempre. Por eso
mismo ya no sabría ser totalmente como los demás hombres. Está en el mundo,
pero ya no es del mundo. A título especial y único, es de Mí.
Debe luchar por
identificarse conmigo mediante la comunión de pensamientos y de corazón,
compartiendo mis preocupaciones y mis deseos y progresando constantemente en mi
intimidad.
Debe propender a expresar
por su conducta parte de mi inmenso respeto para con mi Padre y de mi bondad
inagotable para con todos los hombres, cualesquiera que sean.
Debe continuamente renovar
el don total de sí mismo a Mí para que yo sea en él plenamente lo que deseo.
¡Cuántas almas se dejan
intoxicar por el placer falaz o la ideología embriagadora. Consecuencia: están
como enclaustradas en sí mismas y se hacen ineptas para acudir a mí con
lealtad. No obstante, yo sigo llamándolas, más ellas no me oyen. Yo sigo
atrayéndolas, más ellas se han vuelto impermeables a mi influencia.
Aquí es donde tengo una
necesidad apremiante de mis consagrados. ¡Ah! Si se les ocurriese recapitular
en sí todas las miserias de este mundo enloquecido y pedirme ayuda en nombre de
todos los que el demonio mantiene encadenados! Mi gracia conseguiría vencer más
fácilmente muchas resistencias.
Los consagrados son la sal
de la tierra. Cuando ya no sala la sal, ¿para qué sirve?
Cuando yo les llamé, ellos
contestaron SÍ generosamente, y eso yo nunca lo olvidaré. Empero, flaquezas sin
importancia han ido ocasionando más tarde mayores resistencias a mi gracia; so
pretexto, algunas veces, de una urgencia en el cumplimiento del deber de
estado.
Si se hubiesen entregado
fielmente a sus tiempos fuertes de
meditación, su intimidad conmigo hubiese prevalecido y sus actividades
apostólicas, en lugar de mermar, hubiesen resultado más fecundas.
Felizmente, aún quedan en
la tierra y hasta entre la gente del mundo, muchas almas fieles. Ellas son las
que retrasan – si no consiguen impedirlas – las grandes catástrofes que
continuamente amenazan a la humanidad.
Pide que cada día sean más
numerosos los educadores y educadoras espirituales. Ellos son los que
favorecieron la restauración de la Iglesia después de las pruebas de la Reforma
en el siglo XVll – y tras el trasiego de la Revolución. Ellos son asimismo los
que, en años venideros, facilitarán una nueva primavera en la comunidad
cristiana y prepararán, paso a paso, a pesar del sinnúmero de obstáculos de
toda clase, una era de fraternidad humana y un progreso hacia la unidad.
Lo que no impedirá que los
hombres vivan de acuerdo con su época, ni que se interesen en los problemas,
incluso materiales, de su tiempo, pero les proporcionará luz y poder para
influir sobre la opinión pública de sus contemporáneos y elaborar soluciones
benéficas.
La invitación para que
venga a mí. Yo la dirijo a todos; sin embargo, he querido necesitar de hombres
para que se oiga mi llamada. Mi incentivo ha de pasar por el destello de mi
rostro vislumbrado en el alma de mis miembros, particularmente en la de los
consagrados.
Es por medio de su bondad,
de su humildad, de su mansedumbre, de su acogida, de la irradiación de su
alegría, como yo me quiero revelar.
Las palabras son
necesarias, por de pronto, las estructuras, cosa útil, pero lo que conmueve los
corazones, es mi presencia divisada y como sentida a través de uno de los míos.
Existe, emanando de mí, una irradiación que no engaña.
Eso es lo que cada día más
espero yo de ti. A fuerza de mirarme, de contemplarme, mis radiaciones divinas
te penetran, te impregnan, sin que tú tengas que decir ni una palabra – y,
cuando se presenta la ocasión, tus palabras llevan la carga de mi luz y se
hacen eficaces.
Mi amor hacia los hombres
no es amado. ¡Es por el contrario, tan y tantas veces olvidado, menospreciado,
rechazado! ¡Estas opacidades impiden que los espíritus se abran a mi luz y los
corazones a mi ternura.
Afortunadamente aún quedan
almas humildes y generosas en todos los países, en todos los ámbitos y de todas
las edades; su amor me desagravia por mil blasfemias, por desdenes mil.
El sacerdote debe ser la primera
hostia de su sacerdocio. La ofrenda de sí mismo debe combinarse con la mía para
beneficio de la multitud. Cada denegación constituye una carencia de lucro para
muchas almas. Cada aceptación, con paciencia y amor, merece inmediatamente una
ventaja inestimable para mi crecimiento de amor en el mundo.
Confianza en mi poder; éste
se manifiesta esplendoroso en tu fidelidad que yo transformo en valor y en
generosidad.
Aprecio mucho verte pasar
una hora conmigo, vivo en la Hostia, pero no vengas solo; aúna en ti todas las
almas que yo he asociado a la tuya y, humildemente, hazte canal de mis
radiaciones divinas.
Nada es inútil es los más
mínimos sacrificios, en las más mínimas actividades, en los más mínimos
sufrimientos, cuando se viven en estado de oblación.
Sé cada día más la hostia
de tu sacerdocio. Un sacerdocio que no conlleva la oblación del sacerdote, es
un sacerdocio truncado. Corre el riesgo de ser estéril y de entorpecer la obra
de mi Redención.
El sacerdote es tanto más
“espiritualizador” cuanto más se compromete a ser corredentor.
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