jueves, 11 de agosto de 2011

     Desde pequeño me enseñaron a dirigirme a las personas mayores y a los desconocidos utilizando el “usted” como fórmula de respeto apriorística, dando con ello por sentado que la persona a la que te dirigías, por el mero hecho de ser mayor que tú, ya era digna de respeto y, en el caso de los desconocidos, porque se partía de la base de que era “per se” merecedora de tal respeto. Al menos hasta que se demostrase otra cosa. El uso de dicho tratamiento no declinaba hasta en tanto no se te invitaba, de modo expreso, a utilizar el “”.

     Al igual que yo, prácticamente todos los amigos de mi edad adquirieron aquélla buena costumbre. A veces (recuerdo casos concretos) observábamos, llenos de admiración, que algunos amigos también utilizaban el “usted” al relacionarse con sus padres. Aquello nos descolocaba un tanto, pues en nuestro entorno de pequeña ciudad provinciana era habitual tutearse con los padres, aún cuando sabíamos que lo era menos en el ámbito rural.

     Los tiempos, desde luego, han cambiado y todavía hoy me sigo sorprendiendo cuando en alguna ocasión te vas a tomar un café y el camarero, escasamente veinteañero, se dirige a ti con absoluto desparpajo y, golpeándose la palma de una mano con el abrebotellas que lleva en la otra, te espeta un: “¿qué te vas a tomar?”. Automáticamente me suele salir un: “Pues mire USTED, un café con leche”, remarcando de forma más que evidente el usted, que pronuncio con una dicción perfecta y arrastrando la “d” final, como si de un vallisoletano se tratara, para que se entienda perfectamente que yo a él SÍ le trato del modo adecuado. Mi lección de urbanidad cae, generalmente, en saco roto, porque lo normal es que el barbilampiño camarero me responda con un “Enseguida TE lo pongo” que consigue que el dichoso café me sepa un tanto amargo hasta el último sorbo.

     Durante siglos, la costumbre del “usted” ha estado más que extendida habiendo sido habitual, incluso, en las relaciones entre cónyuges o, al menos, así parece deducirse de parte de nuestra literatura. Y no digamos en el ámbito espiritual, en que hasta finales del siglo XIX y principios del XX lo habitual al dirigirse a Dios era hacerlo con un “VOS”. Y era normal, porque la influencia del jansenismo en los ámbitos católicos (pese a las sucesivas condenas por Roma) fue muy fuerte.

     Esa influencia a la que aludo, que podría ser meramente anecdótica si se circunscribiera al uso del distante “VOS”, se extendió también a otros ámbitos de la relación del hombre con Dios. Y lo hizo espacialmente, en cuanto que profundizó kilómetros y más kilómetros en dirección al centro del corazón del hombre; y lo hizo también temporalmente, en cuanto que su influencia sigue vigente hoy día. El resultado es que seguimos encontrándonos con gente que, todavía hoy, trata a Dios como lo hacían aquéllos extraños amigos de la infancia: tratan con Dios de “usted”. Y no me refiero a un “usted” meramente verbal, sino a un “usted” cordial, un “usted” que sale del corazón.

     Creo que a cualquiera nos resultaría llamativo que un niño pequeño intentara establecer una relación “de igual a igual” con sus progenitores. Me refiero a una relación en la que niño y progenitores fueran titulares de los mismos derechos y deberes. Todos coincidiremos en que no puede ser así, pues el niño tiene una serie de derechos ínsitos a su condición de niño y los padres los correspondientes a dicha condición. Y lo mismo en cuanto a obligaciones. Pues esto, que lo vemos normal en una relación paterno-filial humana, acontece de modo idéntico en la relación paterno-filial divina. Somos criaturas de Dios, pues hemos sido creados conforme a las leyes de que Dios ha dotado a la naturaleza. Somos sus criaturas. Y nuestra naturaleza responde, de modo exacto, a leyes divinas. Ninguno de nosotros es fruto de una casualidad. Nuestro color, estatura, rasgos de carácter, virtudes naturales, etc… son las que Dios, al crearnos ha puesto en nosotros. Cada uno de nosotros es, como a mi me gusta decir, una pieza exclusiva de orfebrería artesanal surgida de las manos del Creador. Y porque somos artesanía surgida de sus manos nos ama como somos, sin “peros”. Y no lo digo yo: “Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces, pues si algo odiases, no lo habrías hecho” (Sab. 11, 24). Y, ojo, digo esto refiriéndome a todas las criaturas, sin exclusión de nada ni de nadie porque, insisto, cada uno ES como Dios lo ha hecho (con independencia de que después, uno pueda desvirtuarse).

     Entre los atributos que se me han dado al crearme está mi propia libertad que Dios, que es consecuente consigo mismo, respeta hasta las últimas consecuencias. En base a dicha libertad puedo aceptar el hecho de que soy criatura divina o rechazarlo. Puedo aceptar a Dios o volverme contra él. Puedo hacer el bien en mi entorno o hacer el mal: esto no será “culpa” de Dios, sino solo del uso que hago del don de la libertad que a mí, como a mis congéneres, se me han otorgado. Culpar a Dios de los males que hacen los hombres sería tan ridículo como culpar a nuestros padres o abuelos por el crimen que tú o yo podamos cometer.

     Cuando una persona acepta su condición de criatura, su condición de hijo de Dios, no solo deja de ignorarle, sino que se pone en situación de establecer con Él una relación de confianza que le permite utilizar los términos “” y “yo”. Por ese orden: primero TÚ, Dios, creador que me has dado todo cuanto tengo como persona y que estás en condición de dar todo cuanto tienen, no solo los demás, sino la propia naturaleza. Y luego, y solo en segundo lugar, YO.

     Aceptado lo anterior, la consecuencia es lógica: no estoy en condiciones de ofrecer nada a Dios, porque todo cuanto yo pudiera ofrecerle Él ya lo tiene y en mucha mayor abundancia en que pudiera tenerlo yo. ¿Todo? No, no todo. Los seres humanos tenemos algo de lo que Dios carece y que le enamora de nosotros de modo absoluto: nuestra miseria. Porque en ella puede darse a nosotros con lo que Él es en esencia: Amor. Utilizando palabras de Jean Lafrance, nuestra miseria es el arma absoluta que nos da poder sobre el corazón de Dios, pues eso es lo que le seduce en nosotros.

     Cuando a lo largo de todos estos años me he encontrado con alguien que me ha hablado de la dificultad que representa su miseria para su relación con Dios, siempre le he dado el argumento anterior: esa miseria, precisamente, es lo que más enamora a Dios del hombre. Tanto, tanto, tanto que Jesús, Hijo de Dios, se hizo hombre no por los justos, sino por los pecadores.

     Se te hace cuesta arriba aceptar que Dios está prendado de ti. Pero una vez que lo aceptes y le autorices a entrar en tu corazón Él lo hará. Y nunca más querrás que salga de ahí.

     Creo que pocos han sabido expresar esa experiencia de sentirse amado por Dios y, finalmente, darle el “” como lo ha hecho Michel Quoist en una de las composiciones que integran esa precioso libro titulado “Oraciones para rezar por la calle”. A pesar de que este post tiene ya mucha más extensión de la que pretendía al comenzar a escribirlo, no puedo dejar de ponértelo aquí, por si te apetece echar un rato con él. Si lo haces, léelo despacio. Muy despacio. Al mismo ritmo que, probablemente, Quoist debió escribirlo.


Tú me has cautivado

Señor, Tú me has cautivado y no he podido resistirte.
Largo tiempo escapé, pero me perseguías,
yo corría en zig-zags, pero Tú lo sabías.
Me alcanzaste.
Y yo me debatí.
¡Me venciste!

Y hoy heme aquí, Señor: he dicho “sí” cansado y sin aliento, a pesar mío casi.
Yo estaba allí, temblando, como un vencido a merced del vencedor,
cuando Tú pusiste sobre mí tu mirada de Amor.

Ya está hecho, Señor, ya no podré olvidarte,
en un instante Tú me has conquistado,
en un instante Tú me has cautivado,
has barrido mis dudas,
mis temores volaron.
Te reconocí sin verte,
te sentí sin tocarte,
te comprendí sin oírte.
Ya estoy marcado con el fuego de tu amor,
ya está hecho: nunca podré olvidarte.

Ahora yo te sé presente junto a mí y trabajo en paz bajo tu mirada de Amor,
ya no he vuelto a saber lo que es tener que hacer esfuerzos para orar:
me basta con levantar los ojos de mi alma hacia Ti para encontrar tus ojos
y no hace falta más: nos comprendemos, todo está claro, todo es paz.

En algunos momentos -oh, gracias Señor- vienes irresistible a invadirme como un brazo de mar que lento inunda la playa.
O bruscamente me coges como el amante estrecha a la esposa que se abandona a él.
Y yo no evito nada: cautivo como estoy, te dejo hacer, seducido, contengo la respiración, y todo el mundo se desvanece, Tú detienes el tiempo.
¡Ah, como quisiera que estos minutos durasen horas y horas!
Cuando Tú te retiras dejándome encendido, trastornado de gozo,
yo no sé cosas nuevas, pero que Tú me posees más aún,
alguna nueva fibra de mi ser queda herida,
la quemadura ha crecido
y yo estoy un poco más cautivo de tu amor.

Señor, sigues haciendo el vacío en torno a mí, pero ahora de un modo muy distinto:
es que Tú eres demasiado grande y eclipsas todas las cosas.
Todo cuanto yo amaba ahora me parece bagatela,
mis deseos humanos se funden como cera bajo el fuego de tu Amor.
¡Qué me importan las cosas!
¡Qué me importa mi bienestar!
¡Qué me importa mi vida!
Ya no deseo más que a Ti.
Tan sólo a Ti te quiero.

Los demás van diciendo “Está loco”.
Pero son ellos, Señor, los que lo son.
Ellos no te conocen,
ellos no saben de Dios, ellos no saben que no se le puede resistir.
Pero a mi... a mí me has cautivado, Señor y yo estoy seguro de Ti.
Tú estás aquí y yo salto de gozo,
el sol lo invade todo y mi vida resplandece como una joya,
todo es fácil,
todo es luminoso,
todo es puro,
¡todo canta!

Gracias, Señor, gracias.
¿Por qué a mí, por qué me has escogido a mí?
¡Oh, alegría, alegría, lágrimas de alegría!

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