(Reflexión a Mt. 2, 1-12)
Hay una pregunta que me ronda con frecuencia al llegar la Navidad. ¿Qué pueden ser estas fiestas para un hombre que ya no cree? ¿Qué puede vivir en medio de esta «atmósfera» tan especial que inexorablemente se apodera de la sociedad al llegar estas fechas?
No es pura curiosidad. Responde más bien a otra preocupación. ¿Se puede captar en el fondo de estas fiestas algo «bueno» para todos los hombres, sean o no creyentes?
¿Es posible escuchar todavía algún mensaje válido para todos, detrás de tanto despropósito consumista y tanta banalización sentimental? Por eso he leído con interés la experiencia personal de M. Yourcenar. Dice así la célebre escritora:
«Yo no soy católica, ni protestante, ni siquiera cristiana en el sentido pleno del término, pero todo me lleva a celebrar esta fiesta tan rica en significaciones... La Navidad es una fiesta de todos. Lo que se celebra es un nacimiento, y un nacimiento como debieran ser todos, el de un niño esperado con amor y respeto, que lleva en su persona la esperanza del mundo. Se trata de gente pobre... y es la fiesta de los hombres de buena voluntad...
Es la fiesta de la comunidad humana, ya que es la de los tres Reyes, cuya leyenda nos cuenta que uno de ellos era negro. Es, finalmente, la fiesta de la misma tierra, que en su marcha rebasa en esos momentos el punto del solsticio de invierno y nos arrastra a todos hacia la primavera».
¿Qué hay detrás de estas palabras? ¿Poesía? ¿Nostalgia? ¿Necesidad de esperanza? Al leerlas, me venían a la mente aquellas otras del teólogo alemán K. Rahner: «Es posible que todos creamos más de lo que admitimos de ordinario, más de lo que afirmamos de nosotros mismos y de nuestra vida, cuando formulamos convicciones teóricas».
Lo cierto es que el misterio rodea nuestra existencia por todas partes, obligándonos a todos, en medio de una vida a veces tan prosaica, a preguntarnos hacia dónde se encamina todo y dónde podemos poner nuestra esperanza.
En el fondo de la Navidad hay un mensaje que es para todos. Los hombres no estamos solos, perdidos en una existencia sin esperanza. Hay un Dios Salvador empeñado en que todo termine bien. Y ese Dios al que, tal vez, tememos o en el que ya apenas creemos, es un Dios en el que no hay más que bondad y amor al hombre.
Lo que se nos pide es confiarnos a ese misterio último de amor que llamamos Dios.
Acogerlo con sencillez y confianza, sin tomar demasiado en serio nuestros escepticismos y pretensiones de agnosticismo. Y aunque, después de Navidad, todo siga como antes, lo importante y decisivo es que Dios nos acepta y que la vida del hombre, de todo hombre, está salvada en esperanza.
José Antonio Pagola
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