Vivimos en una sociedad harto competitiva. Hemos sido educados en un ambiente en que casi todo se presenta como una especie de competición en la que se marca un objetivo, una meta, un premio que todos tratan de alcanzar. Y, al plantearse como una competición, no se trata SOLO de alcanzar el objetivo o el premio: hay que hacerlo excluyendo a los demás, siendo el primero. Muy expresivo de esto es la anécdota que oí contar de no sé qué corredor de Fórmula 1 que decía que el único puesto importante del podio es el primero, pues el segundo no es más que el “primero de los perdedores”.
He de confesar que a mi eso de competir nunca me ha gustado. Bien temprano descubrí que “comparar” es un ejercicio que no genera más que desasosiego, desaliento, desánimo; es una práctica cuyo único resultado es quitar la paz a las personas porque de toda comparación siempre resulta un “mejor” y un “peor”, un “bueno” y un “malo”, un “más” y un “menos”, un “alto” y un “bajo”, un “gordo” y un “delgado”, un… “tonto” y un “listo”. Vamos, que de toda comparación se deduce un “ganador” y un “perdedor”. Y siempre he considerado que competir es una forma especialmente cruel de comparar. Y es cruel porque la comparación se puede hacer en el ámbito de lo privado, pero la competición, por definición, tiene una dimensión pública que universaliza el resultado de la comparación. Y al final, cuando compites, o eres el “listo” o no lo eres. Y si no lo eres, es que eres el tonto.
Toda esta elucubración, evidentemente, nunca fue elaborada por mi mente infantil, pero sí por mi corazón. Nunca supe porqué no me gustaba competir. Pero siempre sentí que no me gustaba. Me daba cuenta que mientras yo disfrutaba enormemente con un 6 en matemáticas, o un 8 (¡¡¡un 8, qué barbaridad!!!!) en lengua, había, sin embargo, condiscípulos que sacaban habitualmente nueves y dieces y les resultaban amargos si otro compañero obtenía más que su nueve o si era alguno más el que conseguía la inalcanzable nota del diez. He tenido la suerte de no haber tenido jamás esa vivencia.
En deportes he practicado algunos, pero solo he disfrutado (enormemente) de dos. Uno de ellos el tiro con arco, deporte en el que nada de lo que hiciera cualquier otro deportista influía lo más mínimo en mis resultados: conseguir 800, 900, 1000 puntos dependía solo de mí. Y el único contrincante a “batir” era mi técnica y mi propio récord de puntuación. Y el otro deporte al que me refiero ha sido correr en solitario de madrugada por las afueras de mi ciudad. Aquí mi contrincante era mi propia forma física y mi crono. Y en ambos deportes cuando más he disfrutado ha sido cuando me he limitado a practicarlo, sin medirme siquiera conmigo mismo.
Resulta curioso que en el ámbito de lo espiritual se pueda afirmar, con certeza, que se equivoca quien trata de conseguir, alcanzar, conquistar, subir, lograr, prosperar, traspasar…, porque quien tiene tales pretensiones trata de interactuar con Dios como un adulto sabedor de sus virtudes y sus posibilidades, dominador de un vocabulario rico que le permite presentar su pensamiento a través de una oración elaborada y elevada… en tanto que Dios lo que nos pide es que adoptemos otra actitud: la del niño que no sabe de palabras complicadas, que solo presenta sus manos manchadas porque sabe que deben ser limpiadas, sin plantearse ni cómo ni con qué van a serlo. Solo presenta suciedad sabiendo que recibirá limpieza.
En palabras de mi buen Jean Lafrance, enfrentarse a Dios como un niño es un secreto inaccesible a los sabios, pues cuando pretendes ser alguien a sus ojos (de Dios) pierdes todo tu encanto al no darte cuenta de que tu pobreza es, precisamente, tu tesoro con el que obtendrás misericordia (etimológicamente, “sentir la desdicha ajena”).
Creo que nadie negará a la pequeña Teresa (de Lisieux), la Doctora más joven de la Iglesia (24 años) lo acertado del caminito que descubrió y que va directo al corazón de Dios: “Lo que agrada a Dios en mi pequeña alma es verme amar mi pequeñez y mi miseria; es la esperanza ciega que tengo en su misericordia”. No es, entonces, el conquistar metas maravillosas lo que me acerca al corazón de Dios, sino reconocerme ante Él lo que soy: un sencillo ser humano, cacharro de barro con todos los defectos implícitos a esa materia. Ni más, ni menos.
Otro Doctor de la Iglesia, mucho más culto en letras, pero no más sabio en orientación espiritual, San Juan de la Cruz, expresa lo mismo en los “versillos del Monte de Perfección” que se incluyen al principio de su obra “Subida al Monte Carmelo”, y de los que me quedo con estos:
Para venir a gustarlo todo, no quieras tener gusto en nada.
Para venir a saberlo todo, no quieras saber algo en nada.
Para venir a poseerlo todo, no quieras poseer algo en nada.
Para venir a serlo todo, no quieras ser algo en nada.
Como se ve, lo de conseguir, trepar, alcanzar, lograr y subir no es, precisamente, el camino que nos recomiendan los mejores para encontrar la paz interior a que nos lleva nuestro encuentro con Dios.
No me resisto a transcribir a continuación la “Parábola de la mendiga: manos vacías”, tal y como la cuenta Jaume Boada en una de sus reflexiones que, quien lo desee, puede encontrar completa pulsando en este enlace.
Para encontrar a Dios renuncié al mundo. Años de penitencia encorvaron mi cuerpo, horas de meditación surcaron de arrugas mi frente. Mis ojos se hundieron a fuerza de no mirar. Y, por fin, me atreví a llamar a las puertas del templo, a extender delante de Dios mis manos cansadas de pedir limosna a los hombres, mis manos vacías.¿Vacías? ¡Pero si estaban llenas de orgullo!.Y volví a salir del templo en busca de humildad.Era verdad, era verdad, yo había llevado una vida de penitencia. Los hombres lo sabían y me honraban, y a mí me complacía.Ahora procuré hacerme despreciar de todos. Busqué humillaciones sin cuento, hice que me trataran como al polvo del camino.Me presenté de nuevo en el templo y dije al Señor: "Mira mis manos" y el Señor me responde "Todavía están llenas, llenas de tu humildad. No quiero ni tu humildad ni tu orgullo. Quiero tu nada".Y volví a salir del templo para desprenderme de mi humildad. Y ando por el mundo tratando de aprender la lección de mi nada. Entonces, cuando mis manos estén vacías de todo, sí, de todo, vacías de mí misma, volveré al templo y Dios depositará en mis manos, verdaderamente vacías, la limosna infinita de su divinidad.
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