miércoles, 10 de agosto de 2011

Segundo

      Al incorporarme a lo que ha sido mi vida profesional durante más de treinta años, una de las primeras cosas que tuve que adquirir fueron conocimientos suficientes de normas de protocolo, tanto público como empresarial, dado que la frecuencia con que, no solo participaba, sino que tenía que responsabilizarme de la organización de actos en los que intervenían personalidades públicas sobrepasaba lo meramente anecdótico.

     Si tuviera que explicar con brevedad qué es eso del protocolo, diría que es la ciencia (aunque es, más bien, un arte) mediante la que se consigue que cuando se juntan diez personas que se creen importantísimas, ninguna se sienta molesta por el lugar que se le asigna. Y existen verdaderos maestros en este arte; no solo por el conocimiento profundo que tienen de la materia, sino por la magnífica sonrisa y el fantástico talante con el que saben poner a cada uno en su lugar sin que nadie se sienta molesto.

     Los seres humanos tenemos una tendencia natural (“querencia”) a ocupar los primeros puestos. En su expresión, quizá, más elemental no hay que fijarse más que en una cola para comprar cualquier cosa, para entrar en el cine, en el teatro, en cualquier espectáculo; colas en la churrería, en el mercado… llevamos metido en nuestros genes el “colarnos” si nos es posible. Existe un ámbito en que esta actitud aflora de modo patético: es en las bodas, bautizos, comuniones, celebraciones populares, comunitarias, etc… en que existan mesas con bebidas y pinchos, tapas, raciones, bocaditos, etc… a la libre disposición de los asistentes. Suele producirse un verdadero asalto a las mesas; examinando estas situaciones con un poco de humor, podríamos decir que asistimos a encarnizadas luchas por un pincho de tortilla, donde cada cual defiende a codazos, o con agilísimos movimientos de cadera y cintura el ubicarse en primera línea de mesa, para “picar” los más prudentes, y para levantar platos enteros los más atrevidos, platos que llevan al lugar donde se ha ubicado el respectivo clan.

     Algún antropólogo, quizá, nos explicaría que es un mecanismo de defensa del hombre tendente a asegurarse elementos de supervivencia.

     Posiblemente debido a esa apetencia natural a ocupar el primer puesto, llevamos esas mismas actitudes a las relaciones personales, en las que es absolutamente habitual observar (más fácilmente en los demás y con mayor dificultad en nosotros mismos) que el YO suele prevalecer sobre el TÚ. Y eso en los mejores casos, porque muchas veces el TÚ queda sencillamente anulado. No existe más que el YO.

     La grandeza del alma humana comienza cuando, por virtud natural o adquirida, la persona acepta ubicarse en segundo lugar, cediendo de modo voluntario, conscientemente o no, el primer puesto al “otro”. Y esta es una de las claves de las relaciones de pareja. De cualquier tipo de pareja: familiar, amistosa, vecinal, etc… No he conocido ni un solo entorno social en el que hubiera inapetencia del “primer puesto” y en el que el ambiente de relación no fuera absolutamente cordial. Es más: por regla general, cuando nadie tiene apetencia de ocupar el primer lugar, todos se empeñan en que lo ocupe “el otro”. Y las relaciones suelen ser fluidas y alegres.

     Todo esto también es trasladable, palabra por palabra, al ámbito espiritual. Soy radicalmente creyente. Y cuando digo “radicalmente” no me refiero a que crea con radicalidad, sino a que creo desde la misma raíz de mi existencia. Precisamente por eso pienso que las personas que me rodean pueden ser (interpretando el término en el mismo sentido) radicalmente no creyentes. De ahí mi absoluta dificultad para entender a los que viven con violencia el que mi raíz pueda ser distinta de la suya y, por ende, “enemiga”. Utilizando el ejemplo del post anterior, sería como si el azul del arco iris se considerase enemigo del amarillo. Simplemente porque son distintos, perdiendo de vista el que, gracias a su preciosa diferencia, surge la maravilla del verde.

     Observo la infinitud del Universo y las maravillas de la naturaleza y uniendo mi pensamiento al de todos aquellos muchos más sabios que yo y que me han precedido en el tiempo, me sé y me reconozco criatura de Dios, hecho por Él con amor y para ser amado y para amar. Mi finalidad principal como persona no es otra que el amor: ser objeto del amor de Dios que me ha creado y del amor de mis semejantes. A la vez, ser causa de amor para con Dios y para con mis semejantes. Y creo que ese debe ser el desarrollo natural de la existencia del hombre. Y afirmo mi creencia en que cuando esto no se da (el amor en ambas direcciones) se produce la infelicidad.

     En mi relación con Dios debo ocupar el segundo lugar. En mi relación con mis semejantes también. Cambiar ese orden es cambiar el orden radical que estructura la existencia del ser humano. De otro orden se derivará infelicidad, para mi y para los otros.

     Grandes hombres y mujeres han existido muchos a lo largo de la historia de la humanidad. Sin embargo resulta curioso observar que existe práctica unanimidad en presentar como ejemplos de hombres y mujeres dignos de ser imitados a aquéllos que supieron o quisieron ponerse en segundo lugar, cediendo el primero a los demás. Ejemplos: Teresa de Calcuta, Francisco de Asís, Vicente Ferrer, Vicente de Paúl, Juan de Dios. Son personas que han hecho felices a los demás y ellos mismos han encontrado la felicidad en esa opción por el segundo lugar.

     En la relación personal con Dios sucede exactamente lo mismo que en las personales: cuando se acepta dar la preferencia al de Dios, ubicándose uno mismo en el segundo lugar, comienza una relación privilegiada. Pero a ello volveremos en otro momento.

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