lunes, 8 de agosto de 2011

Eva, mujer


      La totalidad de los escritos bíblicos fueron plasmados y conocieron su redacción actual en medio de sociedades patriarcales, en las que la mujer tenía un papel a veces importante, pero siempre secundario; sociedades en las que la mujer se convertía con facilidad en el chivo expiatorio —con frecuencia de modo literal— en situaciones de calamidad.

      Hoy es pacífica y comúnmente aceptado que buena parte del libro del Génesis (primer libro de la Biblia) no es más que la interpretación puesta por escrito de tradiciones y creencias ancestrales de pueblos semitas. De hecho, muchas de las historias que se relatan en dicho libro pueden encontrarse, con ligeras variaciones, en los albores de otras culturas y religiones.

      El relato del Jardín del Edén es buen ejemplo de ello. En dicho relato, Eva no es más que un subproducto obtenido a partir de una costilla de Adán y es ella la que (mala y tonta a la vez) se deja embaucar por la serpiente para luego llevar a su marido a la perdición. El pobre Adán (cuya inteligencia, desde luego, queda en entredicho en el relato) pagará caras las consecuencias de la ligereza de Eva, por lo que es condenado para siempre a ganarse el pan a base de esfuerzos, pues el suelo del que ha de sacarlo queda maldito por Dios. Y ¡mucho ojo!, pues el relato fundamenta la condena del varón en una doble causa: primera, por haber escuchado, por haber atendido la propuesta de su mujer (¿a quién se le ocurre?) y segundo (solo en segundo lugar) por haber comido el fruto del árbol prohibido.

      Por lo que se refiere a Eva es condenada por haber comido, seducida por la serpiente. Pero, en su caso, la condena es cuádruple:

a) Sufrirá mientras esté preñada.
b) Parirá los hijos con dolor.
c) Tendrá apetencia o ansia de su marido.
d) Vivirá dominada por su marido.

      Vuelvo a insistir en que estos capítulos no son sino la plasmación de explicaciones que las culturas antiguas (hablamos de hace, al menos, 5.000 años), daban a los hechos que jalonaban su existencia de entonces. Hoy, como ya he indicado también, está generalmente admitido que no se trata sino de relatos míticos. Con ellos trataban de dar una explicación más o menos “lógica” a porqué había que trabajar denodadamente para obtener el alimento, o porqué la gestación y el parto de nuevos hijos resultaba molesta y dolorosa. Y porqué era el hombre el que debía mandar en la tribu o el clan, y no la mujer: ¡¡era mandato divino!!. Está claro que los relatos los habían hecho hombres y también fueron hombres los que los pusieron por escrito, dejando siempre claro que el status quo era por disposición divina y, por ello, debía respetarse y no modificarse. Les venía de maravilla que nadie pudiera discutirlo.

      Lo malo es que esos mitos, que podemos aceptar en un contexto de hace cinco mil años, han servido para fundamentar explicaciones posteriores sobre las que se pretende seguir asignando a la mujer el papel de mala o tonta, cuando no de ambas cosas, en base al cual es el hombre el que, por pura lógica (porque no es ni malo ni tonto) debe llevar las riendas de todo lo que implique la más leve manifestación de ejercicio de poder.

      ¡¡Y que nadie levante el dedo para señalar a los cristianos!! Invito a observar cualquier cultura o religión. En todas pasa lo mismo. No se trata, pues, de un problema religioso. Se trata de un problema de educación cultural ancestral presente en todas las religiones y culturas.

      Ya no estamos en los albores del siglo XXI: hemos entrado en la segunda decena de dicho siglo. Teóricamente (solo teóricamente, desde luego) el hombre ha superado la etapa en que la justicia se impartía garrote en mano. También se ha superado (teóricamente, insisto) la época del derecho de pernada. Y, sin embargo, seguimos viviendo en este siglo y en todas las sociedades existentes una discriminación profunda y absurda contra la mujer. Y no me refiero a esa discriminación burda que se pretende eliminar a golpe de decreto, sino a esa otra mucho más sutil que subyace en nuestras sociedades y en la que está el germen y la razón de la otra más evidente. Todos conocemos (pero ninguno tenemos arrestos para denunciarlas pública y estentóreamente) esas sutiles discriminaciones por las que si una mujer casada pone los cuernos a su marido es que se trata de una puta; pero si quien lo hace es el hombre, colocándoselos a su mujer, es que es de “bragueta fácil”; cuando se tiene una jefa con carácter, que sabe lo que quiere y que pone a los subordinados en su sitio es otra puta que lo que necesita es que la pasen por la piedra (esto he llegado a leerlo sobre Ángela Mérkel); pero si es un hombre solamente predicamos de él que es un dictadorzuelo. Si una mujer cuida de la casa, está ejerciendo su papel. Si lo hace un hombre, es un mandilón. Que un hombre traiga él solo el pan a casa, es normal. Si es la mujer, no hay quien lo entienda (¿qué diablos hace el hombre?).

      En fin, habría un millón de pequeños ejemplos, pequeñas anécdotas, sutilezas que en infinidad de casos nos pasan desapercibidos y que todos damos por buenos. Cada uno de ellos es una brizna de hierba verde que, puesta en medio de un campo seco ni se aprecia. Pero si lográsemos poner ante los ojos todas esas pequeñeces (briznas), observaríamos que el campo seco se torna en pradera.

          Hombres y mujeres somos distintos. Pues claro que sí. Como son distintos entre sí los colores del arco iris, siendo todos colores. En esa diversidad está, precisamente, su belleza. También pasa con los humanos. Solo hay que querer verlo.

      Soy enemigo acérrimo de todo tipo de discriminación. Ni positivas ni negativas. Creo que la discriminación, en sí misma, es contraproducente. Creo que no se acabará con la discriminación ni con la violencia de género mientras no exista un acuerdo generalizado para denunciar y condenar todo tipo de discriminación (positivas y negativas) que hagan del hombre o la mujer, por el mero hecho de serlo, un ser al que marginar o enaltecer en cualquier situación. También en las más irrelevantes.


      Creo, finalmente, que a nuestros políticos (y políticas) les falta la firmeza de carácter necesaria para declarar ilegales (¡todos a una!), no solo cualquier conducta discriminatoria, sino cualquier sociedad, religión, club, asociación, partido, etc… en las que se atisbe el más leve indicio de marginación. Hacia cualquiera de ambos géneros.

 

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