I
No te entiendo, Señor, cuando te miro
frente al mar, ante el mar crucificado.
Solos el mar y Tú. Tú en la cruz, anclado,
dando a la mar el último suspiro.
No sé si entiendo lo que más admiro:
que ante el mar estando Dios callado,
que brote el agua, muda, a su costado,
tras el morir, de herida sin respiro.
O el mar o Tú me engañas, al mirarte
entre dos soledades, a la espera
de un mar de sed, que es sed de mar perdido.
¿Me engañas Tú o el mar, al contemplarte
anda celeste en tierra marinera,
mortal memoria ante inmortal olvido?
II
Ven ya, madre de monstruos y quimeras,
paridora de música radiante:
ven a cantarle al Hombre agonizante
tus mágicas palabras verdaderas.
Rompe a sus pies tus olas altaneras,
deshechas en murmullo suspirante.
De la nube sin agua al desbordante
trueno de tu voz, enciende tus banderas.
Relampaguea, de tormenta suma,
la faz divinamente atormentada
del Hijo a tus entrañas evadido.
Pulsa la cruz con dedos de tu espuma.
Y mece, por el sueño acariciada,
la muerte de tu Dios recién nacido.
III
No se mueven de Dios para anegarte
las aguas por sus manos esparcidas;
ni se hace lengua el mar en tus heridas,
lamiéndolas de sal, para callarte.
Llega hasta ti la mar, a suplicarte,
madre de madres por tu afán transidas,
que ancles en sus entrañas doloridas
la misteriosa voz con que engendraste.
No hagas tu cruz, espada en carne muerta;
mástil en tierra y sequedad hundido,
árbol en cielo y nubes arraigado.
Madre tuya es la mar, sola, desierta.
Mírala tú que callas, tú caído.
Y entrégale tu grito arrebatado.
José Bergamín
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