miércoles, 3 de agosto de 2011

Novedad


      La verdad es que en mi vida me han pasado muchas cosas. Algunas podrían clasificarse entre esas que normalmente llamamos malas o desagradables o para olvidar. Pero cuento con la suerte de tener una memoria selectiva que echa tierra sobre los acontecimientos pasados que me han aportado algún tipo de dolor y deja en superficie el resto. Probablemente esto sea lo que hace que únicamente alcance a recordar, sin tener que hacer mayor esfuerzo, no más de tres o cuatro cosas desagradables ocurridas a lo largo de mi existencia. Qué duda cabe que habrán habido muchas más pero, sencillamente, no las recuerdo. Y no es que “no quiera”. Es que, simplemente, no las recuerdo. 

      Reconozco que es un don recibido del Señor porque esta característica me ayuda a enfrentar, normalmente, los sucesos que se van presentando sin prevenciones ni ideas preconcebidas. Suelo estar abierto a todo tipo de acontecimientos sin resabios que me pongan en guardia contra ellos. Soy, por tanto, proclive de un modo natural a eso que decimos “dar segundas oportunidades”. 

      A veces, claro está, se produce ese “déjà vu” que hace aflorar algo perdido en la memoria que, de haber sido previamente tenido en cuenta, hubiera evitado la nueva experiencia. Cuando se produce semejante situación acostumbro a cortar por lo sano, zanjando el asunto del modo más rápido que sea posible, doy media vuelta y prosigo mi camino sin mirar atrás. Experiencias de este tipo las tengo, claro. Pero son escasas. 

      Sin embargo, la inmensa mayoría de los acontecimientos que recuerdo de mi vida, una de dos: o han supuesto algo agradable en sí mismos, o en base a ellos he podido construir parte de mi pensamiento, de mis ideas, de mis creencias, de mis amores… Y suelo tener mucha, mucha facilidad (también es un don que he recibido, por lo que no hay en ello mérito alguno) para ver lo positivo de las diversas situaciones y tratar de averiguar qué puedo aprovechar para incorporar al acervo de mis experiencias. 

      Todo lo vivido me ha enseñado que lo único realmente importante en mi existencia es EL MOMENTO PRESENTE, lo que estoy viviendo ahora mismo, en este preciso instante. Lo pasado, ya pasó (tanto lo mío como lo ajeno). Lo futuro está por llegar (si es que alguna vez llega), pero lo único que tiene una verdadera consistencia es lo que vivo ahora, en este día, en esta hora, en este minuto exacto. Porque no se si dentro de un rato seguiré existiendo y, por ello, no puedo dejar transcurrir mi vida recordando mi pasado ni construyendo mi futuro. He de vivirla intensamente en cada momento presente. 

      Creo que cada instante de mi vida es único e irrepetible y que una vez que ha pasado ya no hay posibilidad alguna de recuperarlo. Ni todo el oro del mundo lo hará posible. Lo que me sucede, me sucede ahora y una vez que pasa lo ha hecho para siempre. 

      El momento presente, cada instante presente de mi vida es, pues, una absoluta NOVEDAD que he de vivir en toda su extensión y con total intensidad. Ser consciente de ello y vivir en consecuencia supone no perder el tiempo en lamentar ni en añorar cosas pasadas ni en soñar cosas futuras. 

      Jean Lafrance, uno de mis autores preferidos y de los que más he aprendido en el plano espiritual, dice que cada momento presente es el punto exacto de tu vida en que se cruza tu camino con el de Dios; si pierdes la oportunidad de mirarle a la cara en ese momento, de hablarle, estrecharle entre tus brazos y dejarte estrechar por Él… habrás perdido la oportunidad de vivir una de las mejores experiencias de las que una persona pueda disfrutar.

      Ese sol de hoy, o esa mirada de un niño, o ese canto del pájaro, o la belleza de esa flor que se me ofrece en este instante de mi vida, o esa conversación con el amigo… mañana no serán más que pasado. Si pierdo la oportunidad de disfrutar de la absoluta novedad que representan en este preciso instante de mi vida, habré dejado pasar la oportunidad de vivir mi vida real, la que tiene lugar en este momento presente.


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