Recientemente comentaba con una amiga sobre la lucha interior que, con frecuencia, tenemos con nosotros mismos cuando nos debatimos entre el deseo de servir a los demás y la obligación de darnos espacios imprescindibles para nuestro propio crecimiento.
Muchos tenemos el defecto (defectillo, más bien) de tratar de ser útiles a toda costa: útiles a nuestra familia, a los amigos, a los conocidos, a los compañeros de trabajo, en el entorno social en el que nos movemos y, la mayor parte de las veces, tenemos una cierta sensación de vacío cuando notamos la ausencia de esa experiencia de “utilidad”. A veces consideramos que pueden carecer de sentido todos esos momentos que vivimos en los que no hemos hecho algo por o para alguien ajeno a nosotros mismos. Muchas personas llaman a esto (yo también) “darse a los demás” y entienden (entendemos) que gozan de una vida plenificada en la medida en que más se dan, más se entregan a los demás.
Esto, que en sí mismo considerado es una actitud plausible, puede llevarnos a caer en el error del activismo que, normalmente conlleva la anulación de los espacios-tiempos que necesita nuestra propia persona para su crecimiento interior.
Creo en lo trascendente, en una realidad superior a nosotros, de la que procedemos y a la que nos dirigimos y que constituye una especie de “cemento rápido” que consolida todo ese conjunto de minúsculas anécdotas de las que se compone nuestra vida. Es como ese tablero fino sobre el que construimos un puzzle y que nos ayuda a darle forma y a que se sostenga sin deshacerse. Es la razón por la que un día alcanzamos a entender que haber hecho un viaje y haber conocido a una persona con dicho motivo no son dos casualidades en mi vida, sino que son hechos necesarios para que yo llegue a ser como soy. Hechos que, en mi opinión, encajan en un Plan de Amor existente desde siempre y que lleva, también desde siempre, mi nombre y apellidos.
A eso trascendente, a esa realidad superior que provoca esos mecanismos vertebradores de mi existencia, que diseña ese Plan de Amor, unos lo llamamos Dios, otros Gaia, otro energía universal, pero todos nos estamos refiriendo a la misma realidad. Muchas veces, desgraciadamente, los humanos consentimos que la diferencia en el simple nombre que le damos nos haga perder de vista que estamos hablando de lo mismo y llegamos a ser tan obtusos que podemos enzarzarnos en crueles enfrentamientos por una mera cuestión semántica.
Pues bien: me parece imprescindible dominar todo ese activismo de que hablaba al principio para permitirnos dedicar unos tiempos diarios (y a ser posible prolongados de, como mínimo, una hora cada día) para dirigir la mirada a nuestro interior y contemplar con paz qué somos, cómo vivimos, cómo nos relacionamos, dónde estamos, dónde nos gustaría llegar, cuántas cosas hay en nuestra escala de valores y en qué orden de preferencia las tenemos ubicadas. Y examinar en qué medida son acordes los elementos de nuestra escala de valores y su propio orden de preferencia en relación a “ESO” trascendente que decía que es el sustrato de nuestras vidas. En definitiva: examinar en qué medida se adecua mi forma de vivir al Plan de Amor que me permitirá ser un individuo absoluta (o, al menos, razonablemente) plenificado.
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