El diccionario de la Real Academia define “vocación”, en primer lugar, como “Inspiración con que Dios llama a algún estado, especialmente al de religión”, y solo en tercer lugar indica que también se entiende por vocación la “inclinación a cualquier estado, profesión o carrera”.
Como vemos, “vocación” no se refiere solo al estado religioso, sino también a él, pero es predicable de cualquier estado: músico, panadero, médico, farmacéutico, albañil, escritor, etc…
Si en el mismo diccionario buscamos “profesión”, en primer lugar dice que es la “acción y efecto de profesar”; la segunda es la de “ceremonia eclesiástica en que alguien profesa en una orden religiosa” y, ¡¡tan solo en tercer lugar!!, nos encontramos con la que cualquiera hubiéramos creído que iba a ser la primera: “empleo, facultad u oficio que alguien ejerce y por el que percibe una retribución”.
La realidad es que una cantidad inmensa de personas no siguen la vocación más íntima a la que, en algún momento, se sintieron llamados; y ello puede deberse a diversos motivos pero que, si quisiéramos, podríamos englobar en dos: objetivos y subjetivos. Entre los primeros la imposibilidad material de seguir la vocación por falta de medios económicos que permitan sufragar los estudios, o de tiempo para cursarlos, o porque no existen los centros donde adquirir dicha formación. En estos casos, muchas veces se conforma uno con vivir una vocación parecida: así, el que se siente llamado a salvar vidas y se hace enfermero, o auxiliar de clínica, o quien quisiera ser criminalista o juez y debe conformarse con ser policía municipal o agente judicial. Es un modo alternativo de realizar la propia vocación.
Entre los subjetivos, la falta de compromiso con la propia vida, o el temor a las exigencias que un seguimiento consecuente de la vocación puede conllevar. Por cobardía, vamos.
Pues bien, entre una y otra situación (seguir o no seguir la propia vocación) existe una posición intermedia que es, en mi opinión, la que más abunda: la de aquellos que decidieron un día ponerse en camino para VIVIR la vocación a la que se sintieron llamados pero que, en el devenir de sus vidas, no han llegado a ser sino una triste caricatura de lo que un día soñaron. Y así nos encontramos con quienes se imaginaron Pilares de la Justicia (con mayúsculas) impartiéndola desde un puesto en la Administración Judicial y terminan siendo meros aplica-normas de un código cualquiera en cuyas vidas no existe otra justicia, stricto sensu, que la del duro sol estival. Y así, son jueces y fiscales que teniendo, como todo funcionario, un horario de 8 a 3, aparecen por sus trabajos a eso de las diez para ir a tomar café durante una hora; celebrar deprisa y corriendo un par de vistas alternadas con chácharas con los colegas y ausentarse de sus puestos a las 2 de la tarde “agotados” por la labor realizada.
También hay médicos que soñaron un día convertirse en derroches de generosidad mediante su entrega para salvar vidas y paliar el dolor ajeno y acaban convirtiéndose en meros facturadores de servicios sanitarios que ni les preocupa ni les importa la situación de los enfermos a los que atienden.
Siempre será lamentable que alguien acabe convirtiendo su vocación en una mera profesión. Pero a mí me resulta especialmente doloroso ver a personas que se sintieron llamados (vocados) por Dios para convertirse en alter Christus, otros Cristos, para partirse y deshacerse en servicio a sus hermanos y han acabado convirtiendo esa vocación religiosa en una mera profesión que les permite vivir. A algunos, para su vergüenza, de modo ostentoso y mucho más que desahogado.
Pertenezco, por vocación, a una Iglesia fundada en base a las enseñanzas de Cristo. La base de esa enseñanza es el amor, la entrega gratuita a los demás, el perdón, la comprensión, la tolerancia, la igualdad, el abrazo a todos, incluso a los enemigos. No existe en los evangelios ni un solo caso en que Jesús haga acepción de personas en el ejercicio de su ministerio. Y, sin embargo, veo con dolor como grandes sectores de esta Iglesia que se dice “seguidora de Jesús” arremete contra sus semejantes que opinan de modo distinto, discrimina a las mujeres, estigmatiza a gays y lesbianas, margina a los celíacos, hace ostentación de riqueza y moviliza todo tipo de recursos para mayor gloria de un simple hombre, desoyendo el clamor hambriento de millones de personas. Una Iglesia que evita, despreciándolo, la aplicación de las enseñanzas del Concilio Vaticano II auspiciado por un Papa al que todos llamaron “Bueno”.
Los que nos llamamos cristianos (católicos y no católicos) llevamos impreso de forma indeleble el sello de nuestra vocación. Esa vocación se patentiza en la entrega gratuita a los demás. Y cuando digo entrega no me refiero solo al dinero: la entrega de nuestras personas, de nuestro propio tiempo, de nuestra sonrisa, nuestra mirada, nuestras caricias, nuestros abrazos, nuestros cuidados. La entrega o renuncia, incluso, de nuestra propia opinión, cuando con ello podemos dar a luz el amor. Eso es (debería ser) la consecuencia primera de nuestra vocación de cristianos.
Ese gran maestro hindú, Gandhi, que admiraba a Jesús y no entendía la inconsecuencia de los cristianos, lo expresaba utilizando una de las frases más hermosas que he conocido: "Te encontrarás a ti mismo, perdiéndote en el servicio a tus semejantes, a tu país y a tu Dios".
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