Durante una época de mi vida utilicé a diario medios colectivos de transporte donde nos hacinábamos cientos de personas en un reducido espacio. Es curioso (y resultaría enriquecedor conocer un estudio al respecto) observar las mil formas que tenemos los seres humanos de simular que ni siquiera existen “el otro” o “los otros” que están a nuestro lado. Puedes ir en metro o en autobús tan rodeado de personas que, incluso, te puedes encontrar en contacto físico, ciertamente estrecho, con dos, tres y hasta cuatro individuos absolutamente desconocidos. La actitud “natural” de todos es comportarnos como si viajásemos completamente solos.
Actualmente vivo en una ciudad en la que, por suerte para mi, el uso del transporte mecánico individual, y mucho más el colectivo, es pura anécdota. Cuando camino por la calle suelo hacerlo ensimismado en mi propio pensamiento. Comprendo a ese, cada vez mayor, número de personas que acostumbran a ir a todos lados con unos auriculares que les produce, generalmente, el efecto contrario: eyectarlos bien lejos de su más íntimo pensamiento, borrar del primer plano de su existencia en esos instantes, aquello que su mente o su corazón quisiera insinuarles. Los comprendo, sí, pero sería incapaz de hacerlo yo mismo.
Nos cruzamos con muchísimas personas con las que solo tenemos una cosa en común: nuestro respectivo anonimato. Generalmente no conocemos sus nombres, sus vidas, sus circunstancias. Ignoramos qué constituye una alegría para ellos o qué los entristece; desconocemos las pormenores personales por los que están pasando, tanto ellos como los seres a los que aman. Hasta su nombre permanece oculto para nosotros. Tan es así nuestra ignorancia mutua que, si nuestros ojos llegan a encontrarse, tratamos de desviar la mirada a cualquier otro lugar. ¿Porqué?. Porque mirarse es decirse, y decirse, comunicarse, revelar una parte, por ínfima que sea, de nosotros mismos.
Salir del anonimato y poder decir “tú” y “yo” supone dar comienzo al reconocimiento de nuestra existencia mutua con una implicación personal. Ello es la fuente de las alegrías más profundas del ser humano, aunque también puede serlo de las más violentas guerras.
La comunicación del ser humano con sus semejantes (utilizando el término “comunicación” en su sentido más estricto) supone acoger y compartir la realidad del otro en nosotros y ofrecer nuestra propia realidad para que sea compartida por ellos. Para lograrlo es preciso salir de nuestro anonimato y abrir el corazón para escuchar con él a los que están a nuestro lado. Esa escucha cordial, en la que ninguna predisposición acoge la palabra dicha por nuestro semejante, exige, utilizando una frase del Patriarca Atenágoras, “desarmarse de la voluntad de tener razón y de descalificar a los demás”.
Vivimos en unos momentos en que los seres humanos parecemos enrocados en un inamovible deseo de permanecer en el anonimato mutuo. Creo que es producto del miedo que nos da abrir nuestro corazón al otro y del pánico que nos produce el llegar a sentirnos parte de la vida de nuestros semejantes. Preferimos mantenernos firmes en estas posiciones que nos proporcionan una sensación de seguridad. Pero, ¡a qué precio!
Creo que, si alguien lee estas líneas, quizá tenga la oportunidad de disfrutar del texto completo del Patriarca Atenágoras del que he extraído la frase transcrita más arriba.
Hay que hacer la guerra más duracontra sí mismo, hay que lograr desarmarse.Yo hice esa guerra durante años y fue muy terrible,pero ahora ya estoy desarmado.Ya no tengo miedo de nada.Estoy desarmado de la voluntad de tener razón,de justificarme descalificando a los otros.Ya no estoy a la defensiva,celosamente crispado sobre mis riquezas.Acojo y comparto,no me aferro especialmente a mis ideas, a mis proyectos.Si me presentan mejores, o, más bien,no mejores sino simplemente buenos,los acepto sin pesares.Ya renuncié a comparar;lo que es bueno, verdadero, real,es siempre para mí lo mejor.Por eso ya no tengo más miedo.Si uno se desarma, si uno se despoja,si uno se abre al Dios–hombre,que hace todas las cosas nuevas,
entonces Él borra el pasado maloy nos devuelve un tiempo nuevo donde todo es posible.
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