domingo, 24 de julio de 2011

Contemplar


     Llevo un montón de años levantándome a horas a las que muchos se van a la cama y la mayor parte de las personas se encuentran sumidas en la parte más profunda del sueño reparador. Siempre me ha gustado madrugar. Ello me ha proporcionado la oportunidad de vivir intensamente esos primerísimos momentos del día en que en las calles de la ciudad reina, generalmente, un silencio profundo.

     Silencio en la calle. Silencio, también, dentro de mí.

     Me encanta disponer, al inicio de cada día, de entre cuatro y cinco horas para poder estar a solas conmigo. La oscuridad exterior y la ausencia de ruidos me permiten hacer también un silencio interior profundo para que los oídos de mi alma puedan estar en disposición de escuchar lo que Aquel que sé que mora en mi quiera decirme. Son horas de contemplación. De contemplación de lo que ni precisa ser oído ni necesita ser visto.

     Hace mucho tiempo, cuando comencé a madrugar para tener estos espacios propios, sentí con frecuencia la necesidad de llenar los minutos con lecturas o escribiendo. El paso de los años me ha enseñado a estar. Simplemente a estar: lo que un buen amigo denomina “dejar de hacer” para “dejarse hacer”.

     Puedo asegurar que los momentos más luminosos de mi vida han tenido lugar en esas madrugadas silenciosas en las que no se requiere otro esfuerzo que la atención al interior de uno mismo donde están, desde siempre, todas las respuestas a todas las dudas. Solo es preciso estar en paz y atento al momento en que cada una de ellas va surgiendo. Las respuestas a tantas preguntas que muchas veces ni nos atrevemos a formularnos, están ahí. Si les damos tiempo y silencio, ellas solas se presentarán ante nosotros.

     Qué duda cabe que, en ocasiones, la serenidad interior se encuentra alterada por los diversos acontecimientos de la vida. Sí es momento, entonces, de compartir el silencio con la confidencia que algún buen amigo haya dejado plasmada en sus escritos en los que “se dice”, en los que comparte sus pensamientos más intensos e íntimos. En tales ocasiones, más que leer, escucho. Dejo que, a través de las páginas del libro y en la confidencia de la noche, ese amigo me cuente qué le ha hecho vibrar, qué le ha hecho sentir esas emociones personales y profundas que convirtieron su vida en una aventura permanente. Así, Jean Lafrance, Teresa Martín, Rafael Arnáiz, Romano Guardini, Juan de la Cruz, Jaime Boada y algunos otros me permiten ser parte de sus vidas, haciendo míos los mejores y más profundos momentos vividos por ellos. No leo escritos que relaten el pensamiento del autor. Solo aquéllos en los que cuentan qué han vivido y cómo han sentido ese vivir.

     La experiencia personal de esos amigos a los que aludo nunca me ha animado a imitar sus vidas. Lo que ha hecho ha sido abrirme un amplio abanico de sugerencias sobre las que partir para resolver situaciones que se dan en mi propia vida. Así, vivo mi vida a la luz de la experiencia de gente más sabia que yo que me permite ir disponiendo de mi propia luz. Esto me ha permitido siempre gozar de la libertad de elegir mis opciones para transitar la senda de mi propia vida. Tener mis aciertos y cometer mis errores. Y aprender, siempre con paz, tanto de unos como de otros.

     La vida me ha enseñado (o, mejor, me está enseñando) a dejar que fluya con serenidad toda la sabiduría que está en nuestro entorno y en nuestros semejantes. Estoy aprendiendo a mirar en la oscuridad y con los ojos cerrados y a escuchar en el más profundo de los silencios. Estoy aprendiendo a contemplar.


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