Aprender ha sido una de las cosas más apasionantes en mi vida; como una sed insaciable, que solo se calma mientras se está aprendiendo.
Nunca me ha interesado, de un modo especial, si lo que aprendía tenía alguna aplicación práctica, si servía para algo de eso a lo que se suele decir “de provecho”. Lo apasionante ha sido aprender, saber…, porque desde bien pequeño comprobé que todo lo que aprendía me ayudaba a entender cosas nuevas que sucedían a mi alrededor o —¡mucho más maravilloso aún!— comprobaba que eso que había aprendido en los libros o porque alguien me lo había explicado ¡se repetía en el sucederse de los días y de las situaciones!
Bien pronto me di cuenta que casi todo lo sucedido a lo largo de la historia, con algunas variaciones, volvía a producirse. Y eso siempre me llenó de asombro. Recuerdo perfectamente que fue un descubrimiento maravilloso que llenó de luz los días de mi infancia.
A lo largo de toda mi vida he tenido maestros y profesores. De los primeros recuerdo el nombre de pila DE TODOS. De los segundos únicamente de los más recientes y, eso, con dificultad. Fray Fernando (que con tres o cuatro años me enseñó a leer y a escribir y del que no necesito foto alguna para hacerlo presente); Fray Gabriel, que me enseñó, con su persona, lo que era la bondad, y del que me pasa lo mismo que con Fray Fernando. Don Antonio, Don Narciso… y así varios más.
Hasta los treinta, más o menos, siempre aprendí de personas de mayor edad que yo y durante los quince años siguientes acepté solo con cierta dificultad que alguien que no fuera mayor pudiera enseñarme algo. Esto que me pasó es una enfermedad común y frecuente que tiene un nombre sencillo y antiguo: soberbia.
A partir de los cuarenta y cinco cambiaron algunas cosas en mi vida. A consecuencia de esos cambios tuve la oportunidad de conocer la vida y escritos de Teresa Martín que me impactaron de un modo profundo. Me resultaba, ciertamente, complicado admitir que la tal Teresa, cuya madurez me seducía, pudiera haber muerto con 24 años. Confieso que en muchas ocasiones he parado en la lectura de sus escritos para volver a su fotografía y poder aceptar que sí, que la autora había escrito aquello cuando tenía 19, 20, 22 años…
Descubrir a Teresa-Maestra cambió las condiciones de mi receptividad en cuanto al aprendizaje y empecé a admitir que había gente mucho más joven que yo y de la que podía aprender, no algunas, sino muchas, muchísimas cosas.
Hoy he caminado algunos pasos más. Veo a mi alrededor mucha, mucha gente que aún no había nacido cuando yo era ya una persona con la vida totalmente encarrilada y de los que puedo aprender, seguir aprendiendo. Y no algo, sino infinidad de cosas. El descubrimiento es especialmente reconfortante cuando esas personas-maestras han tenido o están teniendo una vida difícil o complicada e incluso, en algunos casos, llena de experiencias dolorosas. Y digo que es especialmente reconfortante porque en estos casos lo que me enseñan es su experiencia más íntima de la vida, ¡y hay tan poca gente que te diga, no lo que piensa, sino lo que vive o ha vivido y de qué modo lo ha hecho…!
He aprendido a ver el lado positivo de los gestos de la gente que me rodea. Si llegas a verlos, en cada uno de ellos puedes encontrar la comunicación de la experiencia personal que puede llenar de luz tu pequeña historia de cada día.
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