Comentario a Lc 3, 1-6
Por Enrique Martínez Lozano
De
una manera solemne, al estilo de los historiadores de la época, Lucas abre el
relato de la actividad pública de Jesús, con la presencia de Juan el Bautista
como “precursor”, el que –utilizando palabras de Isaías- “prepara el camino”.
Preparar
el camino, allanar los senderos, elevar los valles, descender las
colinas, enderezar lo torcido, igualar lo escabroso… Todas estas imágenes
poéticas quizás puedan condensarse en una sola expresión: Sed veraces.
Todos
esos vericuetos retorcidos y escabrosos son obra del ego, con sus apegos y sus
miedos. A través de ellos, busca afianzarse o protegerse, aunque no consigue
otra cosa que prolongar y agudizar el sufrimiento.
“El
espíritu endereza lo que el ego tuerce y desbarata”, ha escrito Halil
Bárcena. Porque así como el ego tiende a moverse en la oscuridad y el engaño,
el espíritu no conoce otra ley que la verdad. Y ese reconocimiento de la verdad
–eso es la humildad- se convierte en luz, descanso y libertad.
Matthieu
Ricard, el conocido biólogo y monje budista, en un libro sumamente interesante
(En defensa de la felicidad, Urano, Barcelona 2005), nos recuerda que,
como escribiera Nicolas Chamfort, “el placer puede apoyarse en la ilusión,
pero la felicidad reposa sobre la verdad”. En la misma línea se expresaba
Stendhal: “Creo que toda desdicha proviene del error y que toda dicha nos es
proporcionada por la verdad”.
Únicamente
la verdad allana el camino; solo a partir de ella es posible el crecimiento de
la persona; nada más que en ella podemos dar pasos de unificación y de
reconocimiento de nuestra verdadera identidad.
Cuando
hablamos de “ser veraces” o de “vivir en la verdad”, nos estamos moviendo en
dos niveles, no excluyentes ni enfrentados, si bien cada uno de ellos posee un
significado peculiar.
En el
primer nivel, significa, sencilla y llanamente, reconocer nuestra verdad
completa, sin negar, ocultar o maquillar aquellos aspectos de nuestra persona,
actitudes o comportamientos, que no nos agradan.
Somos
verdaderos cuando aceptamos nuestras luces y nuestras sombras, sin desfigurar
unas ni otras. La aceptación humilde de todo lo que vemos en nosotros
constituye la puerta que hace posible adentrarnos progresivamente en espacios
de mayor verdad.
Al
hacer así, percibimos que no estamos llamados a ser “perfectos”, sino
“completos”. La perfección, tal como la entiende nuestro ego, no se halla al
alcance de los humanos. No solo eso: los mensajes perfeccionistas, que suelen
estar grabados en nuestro inconsciente desde edades tempranas, nos convierten
en personas rígidas, exigentes y orgullosas, tal como han sido representadas
–en los escritos evangélicos- en el arquetipo del “fariseo”.
Presume
de ser cumplidor, observante y perfecto –como el hermano mayor del parábola del
“hijo pródigo”-, pero interiormente está endurecido, y dirige su resentimiento
en forma de reproche hacia el padre y de desprecio hacia los otros.
El
“ideal de perfección” va asociado a sentimientos –más o menos ocultos- de
culpabilidad. En realidad, se trata de las dos caras de la misma moneda:
incluso si la persona no lo advierte, perfeccionismo y culpabilidad van de la
mano.
Así
se explica que el perfeccionismo –nunca exento de orgullo neurótico- nos impida
reconocer nuestros fallos, errores y defectos, y nos haga redoblar los
esfuerzos para sostener –aun a costa de una tensión exagerada- la imagen
idealizada que el propio perfeccionismo nos exige.
Quizás
tengamos que empezar por abandonar el perfeccionismo, negándonos a ser
“perfectos”. Pues mientras no lo hagamos, nos resultará imposible caminar en la
verdad.
Como
decía más arriba, no estamos llamados a ser perfectos, sino “completos”.
“Completitud” –“cualidad de completo”, la define el diccionario de la Real
Academia- es sinónimo de unificación, y evoca la imagen del abrazo y de la
totalidad. Y la verdad solo puede ser tal cuando no deja nada fuera, no niega,
oculta, ni selecciona, sino que se abre a acoger absolutamente todo lo que
aparece.
La
persona veraz no se exige hacer todo bien; se sabe imperfecta, falible,
condicionada y limitada. Cuenta con sus propios fallos y es capaz de
reconocerlos y de vivirse reconciliada en medio de ellos.
Pero
“vivir en la verdad” incluye un segundo nivel más profundo, que tiene que ver
con el reconocimiento y la vivencia de nuestra verdadera identidad. No se niega
ningún “vericueto” del ego, pero cesa la identificación con él. Continúa la inercia
de los funcionamientos egoicos, pero es posible adoptar una distancia que
libera de encerrarnos o encastillarnos en las exigencias del ego.
La
persona veraz, por tanto, reconoce toda su verdad, con todos sus claroscuros,
sin renegar de los límites de su condición humana. Pero, al mismo tiempo, se
percibe como infinitamente más que esa “personalidad” psicológica en la que
ahora aparece.
Si
dejamos de ser veraces en el primer nivel, nos fracturamos neuróticamente, al
negar una parte de nosotros. Si dejamos de serlo en el segundo, nos reducimos
al ego, sumiéndonos en la ignorancia y el sufrimiento.
Ser
veraces –vivir en la verdad de lo que ocurre y en la Verdad de lo que somos- es
el único modo de “preparar el camino al Señor”. Y entonces –como dice el
texto-, “todos verán la salvación de Dios”.
“Salvación”
es sinónimo de plenitud: abrazando todos los elementos que nos constituyen,
reconocemos nuestra identidad última como Plenitud compartida y no-dual. Porque
la plenitud no es “algo” que debamos alcanzar o que nos llegue desde “fuera” y
en el “futuro”. Plenitud es lo que ya somos… y siempre hemos sido.
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