Juan G. Bedoya
EL PAIS
“Cualquiera
es libre de contradecirme”. Esta advertencia de Benedicto XVI figura en el
prólogo del segundo tomo de su jaleada biografía sobre Jesús. Conviene no
olvidarla para entender el tercero y último, que acaba de publicarse con el
título La infancia de Jesús. El cardenal Antonio María Rouco lo presenta mañana
en la Biblioteca Nacional. “No he intentado escribir una cristología”, confiesa
el Papa, como justificándose. Efectivamente, el libro no es una biografía al
uso, ni de lejos, sino una exhibición de elaboraciones teológicas, “una
cristología desde arriba”, por citar el precedente famoso de El Señor, de
Romano Guardini, tan admirado por el Papa.
El
lanzamiento del libro ha contado con una polémica en torno a la presencia, o no, de un buey
y un asno en el establo donde nació el fundador cristiano. También se ha
discutido la insistencia del Papa en que todo empezó en un pesebre de Belén,
adonde el matrimonio José y María habría acudido para cumplir con un censo
decretado por Roma. Historiadores antiguos y modernos desmienten esa tesis con
toda certeza. En realidad, al Papa le importa poco el debate sobre los hechos.
Partiendo de su idea de que se saben pocas cosas sobre Jesús, a Benedicto XVI
le motiva más el que los hechos coincidan con profecías de la Biblia. Si no
coinciden, peor para los hechos.
Benedicto
XVI conoce el terreno que pisa. Por ejemplo, descarta a Nazaret como el lugar
del pesebre porque le venía mal a profecías que va a manejar. Si Jesús hubiera
nacido en Nazaret, una pequeña ciudad de Galilea antes de él sin ninguna
celebridad, ¿cómo casar el que descendiese de la casa de David? También se
derrumbaría con estrépito la larga genealogía de José, el padre legal de Jesús,
que remonta hasta Adán pasando por David y Salomón. El fundador del
cristianismo, qué menos que emparentarse con reyes y compararse con el
emperador Augusto. Los Evangelios —del griego, buena noticia— son relatos para
endiosar a un fundador, como habían hecho antes —y hacen después— los escribas
de otras tradiciones.
El
Papa intenta mantenerse "al margen de las controversias"
Ha
pensado Ratzinger en esa circunstancia cuando escribe (página 11) que “Nazaret
no era un lugar que hubiera recibido promesa alguna”. Recuerda, por eso, la
respuesta que un futuro discípulo de Jesús, Felipe, ha dado a su compañero
Natanael cuando este le comunica que “aquel de quien escribieron los profetas,
lo hemos encontrado: Jesús, hijo de José, de Nazaret”. La respuesta de Felipe
es conocida, y al Papa le gusta subrayarla: “¿De Nazaret puede salir algo
bueno?”.
<p
>Como si hubieran leído esta frase del libro, dos tuiteros reflexionaban
graciosamente estos días, en medio del belén que se ha armado con las dudas
sobre si había, o no, bueyes y burros en el dichoso establo. “¿Para qué nacer
en Lepe, pudiendo ser de Bilbao?”, decía uno. Contestaba otro: “Seamos
universales: ¿para qué ser de Idaho pudiendo nacer en California?”. Un tercero
pregunta: “¿Y dónde aparcó su mula José? ¿O es que la virgen María, a punto de
parir, tuvo que viajar a patita de Nazaret a Belén?”.
Benedicto
XVI, de civil Joseph Ratzinger, de 85 años, empezó a escribir esta obra antes
de encumbrarse en el pontificado romano, en 2005. Eso quiere decir que el
primer tomo, y probablemente el segundo, son obra del teólogo Ratzinger, a la
sazón gran inquisidor romano. Fueron obras sólidas, de peso, incluso
físicamente (447 páginas el primer tomo; 396, el segundo). El que ahora se
presenta (apenas 137 páginas, editadas por Planeta), lo ha escrito como Papa,
en medio de las imponentes parafernalias del cargo. El autor parece reconocerlo
en el prólogo: “Espero que, a pesar de sus límites, este pequeño libro pueda
ayudar a muchas personas en su camino hacia Jesús y con él”. Lo firma el 15 de
agosto pasado, festividad de la Asunción de María al cielo, en su palacio de
veraneo, Castel Gandolfo, a orillas del lago Albano.
La
advertencia no ha espantado la polémica. Poner en duda la presencia de un burro
en la cuadra donde nació el fundador de su religión hubiera sido apenas noticia
si saliese de la pluma de un teólogo, por famoso que fuese. Dicho por el Papa
ha suscitado mil controversias. Por eso la noticia ha armado el belén. En
España existe esta expresión —¡Y se armó el belén!— para definir una
escandalera de este tipo, que ha desatado en las redes sociales execraciones o
bromas sin cuento.
¿Qué
ha escrito, realmente, Benedicto XVI? Parece obligado empezar por la noche en
que la Virgen dio a luz y “envolvió al niño en pañales” sobre un pesebre.
“Podemos imaginar sin sensiblería con cuánto amor preparaba el nacimiento”,
escribe. Apenas dos párrafos después aborda la escena completa. ¿Quién más
había en el establo? Este es el texto: “Como se ha dicho, el pesebre hace
pensar en los animales, pues es allí donde comen. En el Evangelio de Lucas no
se habla en este caso de animales. Pero la meditación guiada por la fe, leyendo
el Antiguo y el Nuevo Testamento relacionados entre sí, ha colmado muy pronto
esta laguna, remitiéndose a Isaías 1, 3: ‘El buey conoce a su amo, y el asno el
pesebre de su dueño; Israel no me conoce, mi pueblo no comprende”.
Sitúa
el nacimiento de Jesús en Belén, y no en Nazaret, por una profecía
San
Francisco de Asís toma esa profecía para construir en la Navidad de 1223, por
primera vez en la historia de la cristiandad, una casita de paja a modo de
portal y explicar a sus fieles el misterio del nacimiento de un Jesús pobre
entre los pobres. Ahí empezó la tradición del belén, no antes. La imponente
autoridad moral del franciscano, patrono de los animales y que da nombre a la
gran ciudad de California, extendió pronto el mito por Europa y América. El
Vaticano está construyendo el suyo estos días, impresionante, como cada año en
la plaza de San Pedro. Por cierto, el Evangelio lucano no habla de animales en
el establo, pero tampoco dice nada de la (se supone que indiscutible) presencia
de José, el padre legal del recién nacido.
Más
metáforas. Dedica el Papa cuatro páginas a subrayar cómo Jesús, “el realmente
Poderoso” (la mayúscula es suya) nace “en un pesebre, en un ambiente poco
acogedor, incluso indigno”, pero, inmediatamente, hace una pirueta que deja al
lector descolocado. “En realidad, el pesebre es una especie de altar y se
convierte en una referencia a la mesa de Dios”. Naciendo entre pastores (si
aquello era un establo, “habría pastores y animales”, remacha), podrá
remontarse a David, pastor de ovejas antes que rey, y a la profecía de Miqueas,
según la cual de un pesebre de Belén “había de salir el que un día apacentaría
al pueblo de Israel”. Resumen papal: “Jesús es el Gran Pastor de los hombres”.
Después
de esa que el Papa llama “pequeña divagación”, el libro vuelve al texto del
Evangelio de Lucas, donde se lee: “María dio a luz a su hijo primogénito”, y
entra en el debate sobre si la Virgen fue madre de otros hijos (y también
hijas), y si san Pablo entró al trapo cuando llama a Jesús “el primogénito de
muchos hermanos”. Conclusión del teólogo Ratzinger, esforzado a demostrar la
virginidad de la madre: “El primogénito no es necesariamente el primero de una
descendencia sucesiva. La palabra “primogénito” no se refiere a una numeración
sucesiva, sino que indica una cualidad teológica”. Conclusión: “En el humilde
pesebre está ya este esplendor cósmico: ha venido entre nosotros el verdadero
Primogénito del Universo”. Vaya por Dios.
Hay
cientos de miles de libros sobre Cristo y 10.000 biografías serias
Sobre
Jesús hay cientos de miles de libros y en torno a 10.000 biografías
consideradas serias. Es lógico si se tiene en cuenta que su nacimiento, pese a
tener fecha dudosa, parte en dos la historia de una porción del mundo desde que
el monje Dionisio el Exiguo propuso en el siglo VI —y el Papa impuso—
reemplazar la cronología romana, que contaba los días a partir de la fundación
de Roma, por una cronología cristiana. Desde entonces, se cuentan los años por
un antes y después de Cristo. Ratzinger entra en el asunto para anotar lo que
está sobradamente constatado: la insólita circunstancia de que Jesús nació
antes de la era cristiana. “Evidentemente”, escribe, “Dionysius Exiguus se
equivocó algunos años en sus cálculos”.
En
este punto, hace afirmaciones que los historiadores niegan. Dice, por ejemplo,
que Jesús “nació en Belén” porque sus padres habían viajado hasta allí para
cumplir “con un censo ordenado por los romanos”. Frente a la tesis de que para
ese censo, de haber existido, no habría sido necesario un viaje de cada cual a
su ciudad, el Papa replica, apelando a “diversas fuentes”, que los interesados
“debían presentarse allí donde poseyeran tierras”. Según el Papa, José, de la
casa de David, disponía de una propiedad en la comarca de Belén. El
terrateniente, no hace falta decirlo, es carpintero en Nazaret y marido de
María, virgen y la madre de Jesús.
No es
verdad que hubiera revisión catastral alguna en ese tiempo. El Papa parece
aceptarlo cuando empieza el párrafo siguiente afirmando que “siempre se podrá
discutir sobre muchos detalles porque sigue siendo difícil escudriñar en la
vida cotidiana de un organismo tan complejo y lejos de nosotros como el del
Imperio romano”.
La
afirmación es temeraria. La Roma de Augusto ha sido estudiada con detalle por
los mejores historiadores romanos, relativamente contemporáneos de Jesús, como
Tácito (año 50 a 120), Suetonio (hacia el 120) y Plinio el Joven (61-120), y en
la modernidad por todo tipo de especialistas, entre otros el gran Ernest Renan
y ahora Jesús Pagola, que vivieron en Israel antes de ponerse a escribir. Está
demostrado que no hubo censo ni catastro alguno en aquel tiempo, y que cuando
el fundador cristiano nació, el rey Herodes llevaba muerto más o menos dos
años, lo que derrota el bulo cristiano de que el monarca judío, cuando se
enteró por los Reyes Magos del nacimiento de Cristo, “mandó matar a todos los
niños de Belén y su comarca de dos años para abajo”.
¿Por
qué el Papa se aferra a la idea de que el conocido como Jesús el nazareno nació
en Belén? Lo explica como teólogo, es decir, trazando “un cuadro teológico”
(sic). Un supuesto (pero irreal) decreto de Augusto para registrar fiscalmente
a todos sus ciudadanos habría cumplido la profecía de Miqueas, según la cual
“el Pastor de Israel habría de nacer en aquella ciudad”. Y había que dar
cumplimiento a otra promesa: la de que “la historia del Imperio Romano y la
historia de la salvación, iniciadas por Dios en Israel, se compenetran
recíprocamente”. Así alcanza a emparejar la grandeza de Augusto y la grandeza
de Jesús, “una conexión interplanetaria”, dice el Papa. Lo escribe en un
espectacular palacio levantado en el corazón de aquel Imperio, hoy centro
neurálgico del imperio cristiano, que lo sustituyó.
La
mayoría de las biografías de Jesús han sido escritas por historiadores, pero
abundan las firmadas por teólogos (en griego, personas que dicen “palabras
sobre Dios”), o estudiosos de los incontables textos conocidos como Evangelios.
Son decenas, pero la Iglesia romana, cuando se asentó en el poder imperial y
pudo podar a placer lo que no convenía a sus intereses, incluso con violencia,
los redujo a cuatro verdaderos. Como la gente seguía interpretando, llegó el
tiempo en que la autoridad eclesiástica prohibió leer la Biblia, salvo la
podada por Roma. Así siguen sus fieles, ahora por mala costumbre.
Benedicto
XVI, que antes de ser papa ejerció de inquisidor, advierte ahora, generoso, que
su vida de Jesús “no es en modo alguno un acto magisterial, sino únicamente
expresión de búsqueda personal del rostro del Señor”. Se le puede contradecir,
asume. “No he intentado escribir una cristología”. El teólogo anuncia una vida
de Jesús, pero la escribe más desde la fe que desde la razón. Lo llama “toques
de fe”. Todo ello pese a escribir también que “no se pueden atribuir a Dios
cosas absurdas o insensatas o en contraste con su creación”.
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