Por Gabriel Mª Otalora
La Iglesia
llamada misionera es la que trabaja en el Tercer Mundo. Mujeres y hombres,
sacerdotes, religiosos y laicos ayudan a los que no tienen lo necesario,
desposeídos muchas veces hasta de su dignidad. Se ha incardinado en sus culturas
para hacerse una más entre ellas asumiendo su misma realidad pero tratando de
dignificarla ayudándoles a salir de ella.
En ocasiones,
"solo" se trata de miseria, otras veces tiene que convivir con
amenazas y violencias; la Iglesia es profeta y testigo de Cristo desde su
compromiso por transformar los corazones a través de su implicación radical
para cambiar la realidad injusta con actitudes de amor comprometido. A la
manera del Maestro.
Por otra parte,
en el Primer Mundo las cosas ya no son como eran. Los índices de pobreza, paro,
exclusión social, soledad... crecen sin parar dejando cada vez más gente en la
marginación social, el desempleo, los desahucios, la desesperación.
La sociedad
posmoderna que hemos creado, superficial y materialista, no ofrece soluciones
vitales al desamparo integral de esta crisis. Al revés, recorta servicios
básicos. Pero a diferencia del Tercer Mundo, muchos de nuestros representantes
eclesiásticos no están centrados en la denuncia profética del pecado
estructural, sino en el culto, los ritos, el derecho canónico, la ortodoxia.
Existe una
resistencia a dejar de ser influyentes en lo que no deberíamos serlo, como la
inmunidad del Estado vaticano, sus nuncios y las relaciones de poder que Jesús
de Nazaret solo tuvo precisamente para transformarlo en amor; nunca para
reforzarse desde el poder humano.
¿Por qué
resulta fuera de lugar imaginarnos a obispos europeos haciendo labores como las
de Castellanos en Bolivia, Casaldáliga en Brasil o Abelardo Mata en Nicaragua,
a pie de calle, trabajando por los derechos humanos más elementales a riesgo de
perder estatus y la propia vida? Así vivieron Hélder Cámara o Romero, entre
otros muchos.
La realidad
misionera en India, Latinoamérica, África u Oriente, no debe tener un
fundamento diferente a la misión en Occidente: es la misma Buena Nueva. Los
recortes en el sur de Europa son tan fuertes que la situación real es
objetivamente mala, con grandes bolsas de marginación y precariedad en aumento
a las que Cáritas y otras instituciones admirables atienden a duras penas.
¿Pero es suficiente dejarlo todo en manos de estas instituciones solidarias?
¿No deberíamos los demás dar un paso al frente en la Iglesia, empezando por sus
rectores -Rouco y compañía- para cambiar el acento del apostolado y parecernos
todos más a Jesucristo?
En el Tercer
Mundo también dan importancia a la liturgia, a los ritos y signos, pero allí
son la expresión de una vivencia, y por eso sus celebraciones son más alegres,
sentidas y fraternas. Mientras que nuestras celebraciones, son mucho más
rutinarias y pomposas, con un boato oficial difícil de digerir.
Si en
"misiones" todos hacen de todo, incluida la denuncia y defensa de las
injusticias económicas, es tiempo de imitarles en la radicalidad de su apuesta
por la dignidad del ser humano, arriesgando como ellos.
Si el reino de
Dios no es de este mundo, es porque no es un reino de dominación sino de
servicio: "Dónde el ser humano padece dolor, injusticia, pobreza o
violencia, allí debe estar la Iglesia con su vigilante caridad y la acción de
los cristianos" (Juan Pablo II). En el Tercer Mundo igual que en el
Primero.
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