(Reflexión a Mt. 15, 21-28)
Cuando, en los años ochenta, Mateo escribe su evangelio, la Iglesia tiene planteada una grave cuestión: ¿Qué han de hacer los seguidores de Jesús? ¿Encerrarse en el marco del pueblo judío o abrirse también a los paganos?
Jesús sólo había actuado dentro de las fronteras de Israel. Ejecutado rápidamente por los dirigentes del templo, no había podido hacer nada más. Sin embargo, rastreando en su vida, los discípulos recordaron dos cosas muy iluminadoras. Primero, Jesús era capaz de descubrir entre los paganos una fe más grande que entre sus propios seguidores. Segundo, Jesús no había reservado su compasión sólo para los judíos. El Dios de la compasión es de todos.
La escena es conmovedora. Una mujer sale al encuentro de Jesús. No pertenece al pueblo elegido. Es pagana. Proviene del maldito pueblo de los cananeos que tanto había luchado contra Israel. Es una mujer sola y sin nombre. No tiene esposo ni hermanos que la defiendan. Tal vez, es madre soltera, viuda, o ha sido abandonada por los suyos.
Mateo sólo destaca su fe. Es la primera mujer que habla en su evangelio. Toda su vida se resume en un grito que expresa lo profundo de su desgracia. Viene detrás de los discípulos «gritando». No se detiene ante el silencio de Jesús ni ante el malestar de sus discípulos. La desgracia de su hija, poseída por «un demonio muy malo», se ha convertido en su propio dolor: «Señor ten compasión de mí».
En un momento determinado la mujer alcanza al grupo, detiene a Jesús, se postra ante él y de rodillas le dice: «Señor socórreme». No acepta las explicaciones de Jesús dedicado a su quehacer en Israel. No acepta la exclusión étnica, política, religiosa y de sexos en que se encuentran tantas mujeres, sufriendo en su soledad y marginación.
Es entonces cuando Jesús se manifiesta en toda su humildad y grandeza: «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas». La mujer tiene razón. De nada sirven otras explicaciones. Lo primero es aliviar el sufrimiento. Su petición coincide con la voluntad de Dios.
¿Qué hacemos los cristianos de hoy ante los gritos de tantas mujeres solas, marginadas, maltratadas y olvidadas? ¿Las dejamos de lado justificando nuestro abandono por exigencias de otros quehaceres? Jesús no lo hizo.
José Antonio Pagola
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