(Reflexión a Mc. 6, 1-6)
Jesús no es un sacerdote del Templo, ocupado
en cuidar y promover la religión. Tampoco lo confunde nadie con un maestro de
la Ley, dedicado a defender la Torá de Moisés. Los campesinos de Galilea ven en
sus gestos curadores y en sus palabras de fuego la actuación de un profeta
movido por el Espíritu de Dios.
Jesús sabe que le espera una vida difícil y
conflictiva. Los dirigentes religiosos se le enfrentarán. Es el destino de todo
profeta. No sospecha todavía que será rechazado precisamente entre los suyos,
los que mejor lo conocen desde niño.
El rechazo de Jesús en su pueblo de Nazaret
era muy comentado entre los primeros cristianos. Tres evangelistas recogen el
episodio con todo detalle. Según Marcos, Jesús llega a Nazaret acompañado de un
grupo de discípulos y con fama de profeta curador. Sus vecinos no saben qué
pensar.
Al llegar el sábado, Jesús entra en la
pequeña sinagoga del pueblo y "empieza a enseñar". Sus vecinos
y familiares apenas le escuchan. Entre ellos nacen toda clase de preguntas.
Conocen a Jesús desde niño: es un vecino más. ¿Dónde ha aprendido ese mensaje
sorprendente del reino de Dios? ¿De quién ha recibido esa fuerza para curar?
Marcos dice que todo "les resultaba escandaloso". ¿Por qué?
Aquellos campesinos creen que lo saben todo
de Jesús. Se han hecho una idea de él desde niños. En lugar de acogerlo tal
como se presenta ante ellos, quedan bloqueados por la imagen que tienen de él.
Esa imagen les impide abrirse al misterio que se encierra en Jesús. Se resisten
a descubrir en él la cercanía salvadora de Dios.
Pero hay algo más. Acogerlo como profeta
significa estar dispuestos a escuchar el mensaje que les dirige en nombre de
Dios. Y esto puede traerles problemas. Ellos tienen su sinagoga, sus libros
sagrados y sus tradiciones. Viven con paz su religión. La presencia profética
de Jesús puede romper la tranquilidad de la aldea.
Los cristianos tenemos imágenes bastante
diferentes de Jesús. No todas coinciden con la que tenían los que lo conocieron
de cerca y lo siguieron. Cada uno nos hacemos nuestra idea de él. Esta imagen
condiciona nuestra forma de vivir la fe. Si nuestra imagen de Jesús es pobre,
parcial o distorsionada, nuestra fe será pobre, parcial o distorsionada.
¿Por qué nos esforzamos tan poco en conocer
a Jesús? ¿Por qué nos escandaliza recordar sus rasgos humanos? ¿Por qué nos
resistimos a confesar que Dios se ha encarnado en un Profeta? ¿Tal vez intuimos
que su vida profética nos obligaría a transformar profundamente su Iglesia?
José Antonio Pagola
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