lunes, 30 de julio de 2012

Cuando el Señor habla al corazón (9)

 
9. SUFRIMIENTO, CONDICIÓN DE VIDA
Olvídate. Renuncia a ti mismo. Descéntrate de ti mismo. Te concedo la gracia. Pídemela porfiadamente. Te la concederé más aún.
Si yo acepto incluirte en mi sufrimiento, es para permitirte trabajar más eficazmente en la conversión, en la purificación, en la santificación de muchas almas unidas con la tuya. Yo te necesito y es normal que en esta fase meritoria de tu vida, efímera después de todo, tú puedas comulgar en mi Pasión redentora. Estas son las horas más fecundas de tu existencia. Los años pasan veloces. Lo que perdurará de tu vida es el amor con el que hayas ofrecido y sufrido.
En la tierra, nada es fecundo sin el dolor humildemente aceptado, pacientemente soportado, en unión conmigo que lo sufro en vosotros, que lo siento en vosotros, que lo experimento por medio de vosotros.
Orar, padecer, ofrecer, es pasar vuestra vida ocupados en pasar a mi vida y, de esa manera, permitir que mi vida de amor pase a vuestra vida.
Sufre con mi sufrimiento. Se trata no sólo de los sufrimientos indescriptibles de mi estancia en la tierra y especialmente de los de mi Pasión, sino también a todos los dolores que yo siento y asumo en todos los miembros de mi cuerpo místico.
Gracias a esta oblación la humanidad se purifica y se espiritualiza. Trata de entrar en el juego de i amor comulgando por dentro en mi sufrimiento redentor.
Los tres queridos apóstoles que yo había seleccionado cuidadosamente, que habían sido testigos de mi gloria en el Tabor, se durmieron mientras yo sudaba sangre en Getsemaní.
No hay que juzgar de la fecundidad espiritual con criterios humanos.
Yo quiero que tu amor sea más fuerte que tu sufrimiento; tu amor por mí, pues lo necesito para dar eficacia al mío; tu amor por los demás en cuyo favor desencadenas, por tu sufrimiento, mi acción salvadora.
Si amas apasionadamente, tu dolor te parecerá más soportable y me lo agradecerás. Ya me ayudas más de lo que piensas, pero cuanto más amor pongas para soportar los sufrimientos que te proporciono, más seré yo quien sufra en ti.
Los que sufren en unión conmigo son los primeros misioneros del mundo.
Si tú vieses a la gente como la veo yo, por dentro, te darías cuenta de que necesito encontrar en la tierra seres de buena voluntad en los que yo pueda sufrir y morir continuamente para espiritualizar y vivificar a la humanidad.
Frente a la suma de egoísmo, de lujuria, de orgullo que vuelve las almas opacas a mi gracia, ni la predicación, ni siquiera el testimonio son suficientes: es indispensable la cruz.
Para tener la fuerza de hacer un sacrificio cuando en el día se presenta la ocasión, no te fijes en la privación que te impone el sacrificio; mírame a mí, y aspira la fuerza que yo estoy dispuesto a concederte por mi Espíritu.
Sentir mi presencia y mi paz no es necesario; es la razón por la que algunas veces. Yo permito la prueba espiritual y esa enojosa aridez, condición de purificación y de mérito. Tener, no obstante, una percepción sensible de mi presencia, de mi bondad, de mi amor, es un estímulo inestimable que no es bueno despreciar. Tú tienes, pues, el derecho de desearlo y de pedírmelo. No te creas más fuerte de lo que eres. Sin este estímulo, ¿guardarías mucho tiempo el valor de perseverar?
Ven a mí con confianza. Yo sé mejor que tú lo que hay en ti, puesto que en ti vivo y que tú eres algo de mí. Pídeme ayuda: yo te alentaré y tú aprenderás a alentar a los demás.
Ofréceme fielmente algunos sacrificios voluntarios –por lo menos  tres veces al día- para Gloria de las Tres Divinas Personas. Poca cosa es, pero eso poco me será sumamente valioso si  lo haces con fidelidad y te merecerá una mayor asistencia de mi gracia en la hora de un sufrimiento mayor.
Que tu primer reflejo, cuando sufres, sea el de unirte a mí que siento en ti el dolor que tú padeces. Que tu movimiento sea el de ofrecérmelo con todo el amor del que te sientes capaz, uniéndolo a mi oblación incesante. Y después, no pienses exageradamente en ti que no haces más que pasar… Piensa en mí, que no dejo de asumir hasta el fin de los tiempos los sufrimientos actuales de los hombres que viven sobre la tierra, pero que no puedo utilizar para provecho de todos sino aquellos en los que pasa por lo menos un hilillo de amor.
Cuando te sientas pobre y ruin, acércate más a mí. Tal vez no se te ocurran lindas ideas, pero mi Espíritu te invadirá y lo que inconsciente hayas asimilado, lo recordarás en el momento oportuno para mayor provecho de muchas almas.
Repíteme, con todo el ardor del que te sientas capaz, tu deseo de hacerme amar.
Repíteme tu deseo de no vivir más que para mí al servicio de tus hermanos y el de ser poseído por mí.
Muéstrate generoso en la “búsqueda” de mí, pues ésta presupone un mínimo de ascesis. Digan lo que digan, sin este mínimo no es posible la vida contemplativa, y sin vida contemplativa, imposible la vida misionera auténtica y fecunda. En tal caso, sobreviene la esterilidad, la amargura, la decepción, el obscurecimiento del espíritu, el endurecimiento del corazón… y la muerte.
Mis caminos son a veces desconcertantes, ya lo sé, pues trascienden la lógica humana. En la humilde sumisión a mi proceder es donde tú encontrarás cada día más la paz y, gracias a ella, te será concedida por añadidura la fecundidad misteriosa.
Estar, cuando así lo dispongo. Yo, disminuido, abandonado, inutilizado, no equivale a ser inútil, muy al contrario. Yo nunca soy tan eficiente como cuando mi servidor ignora lo que realizo por él.
En la medida de lo posible, piensa en todos los sufrimientos humanos actualmente experimentados sobre la tierra. La mayor parte de las víctimas no entienden su significado, ni intuyen el tesoro de purificación, de redención, de espiritualización que los sufrimientos constituyen. Relativamente raros son los que han recibido la gracia de comprender el poder salvífico del dolor cuando se confunde con el mío.
Por todos los que sufren en la tierra, yo estoy en agonía hasta el fin del mundo; pero que mis apóstoles no dejen inutilizado todo este caudal de  la oblación humana que permite a mi oblación divina apresurar, en favor de la humanidad, la lluvia de mercedes espirituales que tanto necesita.
Yo te había prevenido que tendrías que sufrir mucho -pero que yo estaría ahí, a tu lado, en ti- y que el dolor no sería superior a tus fuerzas sostenidas por mi gracia.
¿No soy yo el que te ha sostenido sugiriéndote sin cesar este tríptico: “Yo asumo…yo me reúno con…yo desencadeno…?”
Sí, asumir en ti todos los sufrimientos humanos con todo lo que pueden tener de ambiguo -¿por qué no?- todos los insomnios, todas las agonías, todas las muertes- acto seguido, unirlos con los míos; según el principio de las confluencia, desembocar en el gran río purificador y divinizador que soy yo para el mundo; -por fin, estar totalmente convencido de que por el hecho de esta tu unión conmigo, tú desencadenas para numerosos hermanos desconocidos un sinnúmero de favores espirituales.
¡Cuántas almas desconocidas son, de esa manera, pacificadas, consoladas, reconfortadas! De la misma manera, ¡cuántos espíritus puedes tú abrir a mi luz!, ¡cuántos corazones a mi llama! –los cuales nunca sospecharán de dónde les viene este suplemento de gracia.
¿Puede alguien ser totalmente sacerdote sin ser por lo menos un poco hostia? El espíritu de inmolación es parte integrante del espíritu sacerdotal- y el sacerdote que no lo llegue a comprender, nunca  dispondrá más que de un sacerdocio mutilado. Encarándose con la primera dificultad, irá de frustración en amargura y prescindirá del tesoro que yo le ponía en las manos. Sólo el sacrificio remunera. Sin él, la actividad más generosa se vuelve estéril. Es evidente, no todos los días son Getsemaní –no todos los días son el Calvario- pero el sacerdote digno de este nombre ha de saber que encontrará el uno y el otro, bajo una forma proporcionada a sus posibilidades, en ciertos momentos de su existencia. Tales instantes son los más preciosos y los más fecundos.
No es con buenos sentimientos como se salva al mundo; es comulgando en todo mi yo, incluida mi oblación redentora.
Los últimos años, cuando más limita al ser humano la vejez con su cortejo de achaques, son los más fecundos para el servicio de la iglesia y del mundo. Acepta ese estado y enseña a los que te rodean que en él poseen el secreto de un poder espiritual insospechado.
El que sufre conmigo gana por de contado.
El que sufre solo es muy digno de lástima. Por eso te he pedido tantas veces que recapitules todos los sufrimientos humanos y los unas a los míos para que puedan adquirir valor y eficacia. Esa confluencia es asimismo el gran medio para conseguir su alivio-
Lejos de replegar tu corazón sobre ti mismo, tu sufrimiento debe dilatarlo sobre todos los sufrimientos que encuentres y también sobre todas las miserias humanas que tú ni siquiera sospechas. En ello no cabe la menor ambigüedad, ni la menor búsqueda de ti mismo –sino por el contrario una disponibilidad total a la sabiduría de mi Padre.
Si la oración es la respiración del alma, la asfixia manifiesta claramente la falta de llamada al oxígeno divino que se consigue en mí.
Desde hace casi un mes tú te hallas con frecuencia sobre la cruz, pero has podido notar que, a pesar de los inconvenientes grandes y pequeños que de ella se originan, nunca te ha faltado mi presencia, para rematar en tu carne lo que falta a mi Pasión por mi cuerpo que es la iglesia. Por de pronto nunca has sufrido más allá de lo soportable, y si te sientes, principalmente en ciertos momentos, algo disminuido, yo suplo en ti tus insuficiencias: muchas cosas se arreglan mejor que si tú mismo te ocupases de ellas.
Aprecio esas largas horas de insomnio en las que te afanas por unirte a mi oración en ti. Aun cuando tus ideas son confusas, aun cuando encuentras con dificultad las palabras para expresarlas, yo leo en lo profundo de ti lo que tú me quieres decir y te hablo silenciosamente a mi manera.
Actualmente necesitas mucha calma, mucha comprensión y mucha bondad. Sea éste el recuerdo que guarden de ti.
Estás viviendo la hora en la que lo esencial viene a ocupar el lugar de lo urgente y, con mayor razón, de lo accesorio. Ahora bien, lo esencial, soy yo, y mi libertad de acción en el corazón de los hombres.
Tal vez importe recordar que estas líneas fueron escritas por el Padre dos días antes de su muerte, acaecida en la noche del 22 al 23 de septiembre de 1970.

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