9. SUFRIMIENTO,
CONDICIÓN DE VIDA
Olvídate. Renuncia a ti mismo. Descéntrate
de ti mismo. Te concedo la gracia. Pídemela porfiadamente. Te la concederé más
aún.
Si yo acepto incluirte en mi sufrimiento, es
para permitirte trabajar más eficazmente en la conversión, en la purificación,
en la santificación de muchas almas unidas con la tuya. Yo te necesito y es
normal que en esta fase meritoria de tu vida, efímera después de todo, tú
puedas comulgar en mi Pasión redentora. Estas son las horas más fecundas de tu
existencia. Los años pasan veloces. Lo que perdurará de tu vida es el amor con
el que hayas ofrecido y sufrido.
En la tierra, nada es fecundo sin el dolor
humildemente aceptado, pacientemente soportado, en unión conmigo que lo sufro
en vosotros, que lo siento en vosotros, que lo experimento por medio de
vosotros.
Orar, padecer, ofrecer, es pasar vuestra
vida ocupados en pasar a mi vida y, de esa manera, permitir que mi vida de amor
pase a vuestra vida.
Sufre con mi sufrimiento. Se trata no sólo
de los sufrimientos indescriptibles de mi estancia en la tierra y especialmente
de los de mi Pasión, sino también a todos los dolores que yo siento y asumo en
todos los miembros de mi cuerpo místico.
Gracias a esta oblación la humanidad se
purifica y se espiritualiza. Trata de entrar en el juego de i amor comulgando
por dentro en mi sufrimiento redentor.
Los tres queridos apóstoles que yo había
seleccionado cuidadosamente, que habían sido testigos de mi gloria en el Tabor,
se durmieron mientras yo sudaba sangre en Getsemaní.
No hay que juzgar de la fecundidad
espiritual con criterios humanos.
Yo quiero que tu amor sea más fuerte que tu
sufrimiento; tu amor por mí, pues lo necesito para dar eficacia al mío; tu amor
por los demás en cuyo favor desencadenas, por tu sufrimiento, mi acción
salvadora.
Si amas apasionadamente, tu dolor te
parecerá más soportable y me lo agradecerás. Ya me ayudas más de lo que
piensas, pero cuanto más amor pongas para soportar los sufrimientos que te
proporciono, más seré yo quien sufra en ti.
Los que sufren en unión conmigo son los
primeros misioneros del mundo.
Si tú vieses a la gente como la veo yo, por
dentro, te darías cuenta de que necesito encontrar en la tierra seres de buena
voluntad en los que yo pueda sufrir y morir continuamente para espiritualizar y
vivificar a la humanidad.
Frente a la suma de egoísmo, de lujuria, de
orgullo que vuelve las almas opacas a mi gracia, ni la predicación, ni siquiera
el testimonio son suficientes: es indispensable la cruz.
Para tener la fuerza de hacer un
sacrificio cuando en el día se presenta la ocasión, no te fijes en la privación
que te impone el sacrificio; mírame a mí, y aspira la fuerza que yo estoy
dispuesto a concederte por mi Espíritu.
Sentir mi presencia y mi paz no es
necesario; es la razón por la que algunas veces. Yo permito la prueba
espiritual y esa enojosa aridez, condición de purificación y de mérito. Tener,
no obstante, una percepción sensible de mi presencia, de mi bondad, de mi amor,
es un estímulo inestimable que no es bueno despreciar. Tú tienes, pues, el
derecho de desearlo y de pedírmelo. No te creas más fuerte de lo que eres. Sin
este estímulo, ¿guardarías mucho tiempo el valor de perseverar?
Ven a mí con confianza. Yo sé mejor que tú
lo que hay en ti, puesto que en ti vivo y que tú eres algo de mí. Pídeme ayuda:
yo te alentaré y tú aprenderás a alentar a los demás.
Ofréceme fielmente algunos sacrificios
voluntarios –por lo menos tres veces al
día- para Gloria de las Tres Divinas Personas. Poca cosa es, pero eso poco me
será sumamente valioso si lo haces con
fidelidad y te merecerá una mayor asistencia de mi gracia en la hora de un
sufrimiento mayor.
Que tu primer reflejo, cuando sufres, sea el
de unirte a mí que siento en ti el dolor que tú padeces. Que tu movimiento sea
el de ofrecérmelo con todo el amor del que te sientes capaz, uniéndolo a mi
oblación incesante. Y después, no pienses exageradamente en ti que no haces más
que pasar… Piensa en mí, que no dejo de asumir hasta el fin de los tiempos los
sufrimientos actuales de los hombres que viven sobre la tierra, pero que no
puedo utilizar para provecho de todos sino aquellos en los que pasa por lo
menos un hilillo de amor.
Cuando te sientas pobre y ruin, acércate más
a mí. Tal vez no se te ocurran lindas ideas, pero mi Espíritu te invadirá y lo
que inconsciente hayas asimilado, lo recordarás en el momento oportuno para
mayor provecho de muchas almas.
Repíteme, con todo el ardor del que te
sientas capaz, tu deseo de hacerme amar.
Repíteme tu deseo de no vivir más que para
mí al servicio de tus hermanos y el de ser poseído por mí.
Muéstrate generoso en la “búsqueda” de mí,
pues ésta presupone un mínimo de ascesis. Digan lo que digan, sin este mínimo
no es posible la vida contemplativa, y sin vida contemplativa, imposible la
vida misionera auténtica y fecunda. En tal caso, sobreviene la esterilidad, la
amargura, la decepción, el obscurecimiento del espíritu, el endurecimiento del
corazón… y la muerte.
Mis caminos son a veces desconcertantes, ya
lo sé, pues trascienden la lógica humana. En la humilde sumisión a mi proceder
es donde tú encontrarás cada día más la paz y, gracias a ella, te será
concedida por añadidura la fecundidad misteriosa.
Estar, cuando así lo dispongo. Yo,
disminuido, abandonado, inutilizado, no equivale a ser inútil, muy al
contrario. Yo nunca soy tan eficiente como cuando mi servidor ignora lo que
realizo por él.
En la medida de lo posible, piensa
en todos los sufrimientos humanos actualmente experimentados sobre la tierra.
La mayor parte de las víctimas no entienden su significado, ni intuyen el
tesoro de purificación, de redención, de espiritualización que los sufrimientos
constituyen. Relativamente raros son los que han recibido la gracia de
comprender el poder salvífico del dolor cuando se confunde con el mío.
Por todos los que sufren en la tierra, yo
estoy en agonía hasta el fin del mundo; pero que mis apóstoles no dejen
inutilizado todo este caudal de la oblación
humana que permite a mi oblación divina apresurar, en favor de la humanidad, la
lluvia de mercedes espirituales que tanto necesita.
Yo te había prevenido que tendrías que
sufrir mucho -pero que yo estaría ahí, a tu lado, en ti- y que el dolor no
sería superior a tus fuerzas sostenidas por mi gracia.
¿No soy yo el que te ha sostenido
sugiriéndote sin cesar este tríptico: “Yo asumo…yo me reúno con…yo
desencadeno…?”
Sí, asumir en ti todos los sufrimientos
humanos con todo lo que pueden tener de ambiguo -¿por qué no?- todos los
insomnios, todas las agonías, todas las muertes- acto seguido, unirlos con los
míos; según el principio de las confluencia, desembocar en el gran río
purificador y divinizador que soy yo para el mundo; -por fin, estar totalmente
convencido de que por el hecho de esta tu unión conmigo, tú desencadenas para
numerosos hermanos desconocidos un sinnúmero de favores espirituales.
¡Cuántas almas desconocidas son, de esa
manera, pacificadas, consoladas, reconfortadas! De la misma manera, ¡cuántos
espíritus puedes tú abrir a mi luz!, ¡cuántos corazones a mi llama! –los cuales
nunca sospecharán de dónde les viene este suplemento de gracia.
¿Puede alguien ser totalmente sacerdote sin
ser por lo menos un poco hostia? El espíritu de inmolación es parte integrante
del espíritu sacerdotal- y el sacerdote que no lo llegue a comprender,
nunca dispondrá más que de un sacerdocio
mutilado. Encarándose con la primera dificultad, irá de frustración en amargura
y prescindirá del tesoro que yo le ponía en las manos. Sólo el sacrificio
remunera. Sin él, la actividad más generosa se vuelve estéril. Es evidente, no
todos los días son Getsemaní –no todos los días son el Calvario- pero el
sacerdote digno de este nombre ha de saber que encontrará el uno y el otro,
bajo una forma proporcionada a sus posibilidades, en ciertos momentos de su existencia.
Tales instantes son los más preciosos y los más fecundos.
No es con buenos sentimientos como se salva
al mundo; es comulgando en todo mi yo, incluida mi oblación redentora.
Los últimos años, cuando más limita al ser
humano la vejez con su cortejo de achaques, son los más fecundos para el
servicio de la iglesia y del mundo. Acepta ese estado y enseña a los que te
rodean que en él poseen el secreto de un poder espiritual insospechado.
El que sufre conmigo gana por de contado.
El que sufre solo es muy digno de lástima.
Por eso te he pedido tantas veces que recapitules todos los sufrimientos
humanos y los unas a los míos para que puedan adquirir valor y eficacia. Esa
confluencia es asimismo el gran medio para conseguir su alivio-
Lejos de replegar tu corazón sobre ti mismo,
tu sufrimiento debe dilatarlo sobre todos los sufrimientos que encuentres y
también sobre todas las miserias humanas que tú ni siquiera sospechas. En ello
no cabe la menor ambigüedad, ni la menor búsqueda de ti mismo –sino por el
contrario una disponibilidad total a la sabiduría de mi Padre.
Si la oración es la respiración del alma, la
asfixia manifiesta claramente la falta de llamada al oxígeno divino que se
consigue en mí.
Desde hace casi un mes tú te hallas con
frecuencia sobre la cruz, pero has podido notar que, a pesar de los
inconvenientes grandes y pequeños que de ella se originan, nunca te ha faltado
mi presencia, para rematar en tu carne lo que falta a mi Pasión por mi cuerpo
que es la iglesia. Por de pronto nunca has sufrido más allá de lo soportable, y
si te sientes, principalmente en ciertos momentos, algo disminuido, yo suplo en
ti tus insuficiencias: muchas cosas se arreglan mejor que si tú mismo te
ocupases de ellas.
Aprecio esas largas horas de insomnio en las
que te afanas por unirte a mi oración en ti. Aun cuando tus ideas son confusas,
aun cuando encuentras con dificultad las palabras para expresarlas, yo leo en
lo profundo de ti lo que tú me quieres decir y te hablo silenciosamente a mi
manera.
Actualmente necesitas mucha calma, mucha
comprensión y mucha bondad. Sea éste el recuerdo que guarden de ti.
Estás viviendo la hora en la que lo
esencial viene a ocupar el lugar de lo urgente y, con mayor razón, de lo
accesorio. Ahora bien, lo esencial, soy yo, y mi libertad de acción en el
corazón de los hombres.
Tal vez importe
recordar que estas líneas fueron escritas por el Padre dos días antes de su
muerte, acaecida en la noche del 22 al 23 de septiembre de 1970.
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