Jon Sobrino
UCA de San Salvador
Ver a la Iglesia "en pobreza y sin poder" nunca ha tenido
mucho éxito, y si se hace de ello algo central ni siquiera en el Vaticano II,
tan importante y decisivo en muchas otras cosas. Sí lo tuvo en Medellín, y en
Puebla todavía pudo salir con bien ante graves maniobras en su contra.
Pero desde hace tres décadas el
deterioro es inocultable. Dice Comblin: "Después de Puebla comenzó la
Iglesia del silencio. La Iglesia empezó a no tener nada que decir". Y
aunque Aparecida ha supuesto un pequeño freno, en la Iglesia no ha ocurrido
todavía aquel "revertir la historia" que exigía Ellacuría para sanar
una sociedad gravemente enferma. La conclusión es que hay que volver a una
Iglesia de los pobres, y trabajar por ello. En El Salvador, después de Monseñor
Romero, el deterioro es claro, y de ahí la necesidad de recomposición eclesial.
El Vaticano II
Juan XXIII deseaba que el Concilio reconociese que
la Iglesia es "una Iglesia de los pobres". El cardenal Lercaro tuvo
un emotivo y lúcido discurso sobre ello al final de la primera sesión en 1962,
y Monseñor Himmer pidió con toda claridad: "hay que reservar a los pobres
el primer puesto en la Iglesia". Pero ya en octubre de 1963 el obispo
Gerlier se quejaba de la poca importancia que se estaba dando a los pobres en
el esquema sobre la Iglesia. También los obispos latinoamericanos más lúcidos
captaron pronto que a la inmensa mayoría del Concilio el tema les era muy
lejano, aunque siempre se mantuvo un grupo que querían seguir la inspiración de
Juan XXIII, entre ellos un buen número de latinoamericanos. Se reunieron
confidencialmente y con regularidad en Domus Mariae, para tratar el tema
"la pobreza de la Iglesia".
El 16 de noviembre de 1965, pocos días
antes de la clausura del Concilio, cerca de 40 padres conciliares celebraron
una eucaristía en las catacumbas de santa Domitila. Pidieron "ser fieles
al espíritu de Jesús", y al terminar la celebración firmaron lo que
llamaron "el pacto de las catacumbas".
El "pacto" es un desafío a
los "hermanos en el episcopado" a llevar una "vida de
pobreza" y a ser una Iglesia "servidora y pobre" como lo quería
Juan XXIII. Los signatarios -entre ellos muchos latinoamericanos y brasileños,
a los que después se unieron otros- se comprometían a vivir en pobreza, a
rechazar todos los símbolos o privilegios de poder y a colocar a los pobres en
el centro de su ministerio pastoral. El texto tendría un fuerte influjo en la
teología de la liberación que despuntaría pocos años después.
Uno de los propulsores del pacto fue
Dom Helder Camara. Este año celebramos el centenario de su nacimiento, el 7 de
febrero de 1909 en Fortaleza, Ceará, en el Nordeste de Brasil. Como homenaje a
su persona y exigencia a nosotros, publicamos a continuación el texto.
"El pacto de las
catacumbas: una Iglesia servidora y pobre"
Nosotros, obispos, reunidos en el
Concilio Vaticano II, conscientes de las deficiencias de nuestra vida de
pobreza según el evangelio; motivados los unos por los otros en una iniciativa
en la que cada uno de nosotros ha evitado el sobresalir y la presunción; unidos
a todos nuestros hermanos en el episcopado; contando, sobre todo, con la gracia
y la fuerza de nuestro Señor Jesucristo, con la oración de los fieles y de los
sacerdotes de nuestras respectivas diócesis; poniéndonos con el pensamiento y
con la oración ante la Trinidad, ante la Iglesia de Cristo y ante los
sacerdotes y los fieles de nuestras diócesis, con humildad y con conciencia de
nuestra flaqueza, pero también con toda la determinación y toda la fuerza que
Dios nos quiere dar como gracia suya, nos comprometemos a lo que sigue:
1. Procuraremos vivir según el modo
ordinario de nuestra población en lo que toca a casa, comida, medios de
locomoción, y a todo lo que de ahí se desprende. Cfr. Mt 5, 3; 6, 33s; 8-20.
2. Renunciamos para siempre a la
apariencia y la realidad de la riqueza, especialmente en el vestir (ricas
vestimentas, colores llamativos) y en símbolos de metales preciosos (esos
signos deben ser, ciertamente, evangélicos). Cfr. Mc 6, 9; Mt 10, 9s; Hech 3,
6. Ni oro ni plata.
3. No poseeremos bienes muebles ni
inmuebles, ni tendremos cuentas en el banco, etc, a nombre propio; y, si es
necesario poseer algo, pondremos todo a nombre de la diócesis, o de las obras
sociales o caritativas. Cfr. Mt 6, 19-21; Lc 12, 33s.
4. En cuanto sea posible confiaremos la
gestión financiera y material de nuestra diócesis a una comisión de laicos
competentes y conscientes de su papel apostólico, para ser menos
administradores y más pastores y apóstoles. Cfr. Mt 10, 8; Hech 6, 1-7.
5. Rechazamos que verbalmente o por
escrito nos llamen con nombres y títulos que expresen grandeza y poder
(Eminencia, Excelencia, Monseñor…). Preferimos que nos llamen con el nombre
evangélico de Padre. Cfr. Mt 20, 25-28; 23, 6-11; Jn 13, 12-15.
6. En nuestro comportamiento y relaciones
sociales evitaremos todo lo que pueda parecer concesión de privilegios,
primacía o incluso preferencia a los ricos y a los poderosos (por ejemplo en
banquetes ofrecidos o aceptados, en servicios religiosos). Cfr. Lc 13, 12-14; 1
Cor 9, 14-19.
7. Igualmente evitaremos propiciar o
adular la vanidad de quien quiera que sea, al recompensar o solicitar ayudas, o
por cualquier otra razón. Invitaremos a nuestros fieles a que consideren sus
dádivas como una participación normal en el culto, en el apostolado y en la
acción social. Cfr. Mt 6, 2-4; Lc 15, 9-13; 2 Cor 12, 4.
8. Daremos todo lo que sea necesario de
nuestro tiempo, reflexión, corazón, medios, etc. al servicio apostólico y
pastoral de las personas y de los grupos trabajadores y económicamente débiles
y subdesarrollados, sin que eso perjudique a otras personas y grupos de la
diócesis.
Apoyaremos a los laicos, religiosos, diáconos o sacerdotes
que el Señor llama a evangelizar a los pobres y trabajadores, compartiendo su
vida y el trabajo. Cfr. Lc 4, 18s; Mc 6, 4; Mt 11, 4s; Hech 18, 3s; 20, 33-35;
1 Cor 4, 12 y 9, 1-27.
9. Conscientes de las exigencias de la
justicia y de la caridad, y de sus mutuas relaciones, procuraremos transformar
las obras de beneficencia en obras sociales basadas en la caridad y en la
justicia, que tengan en cuenta a todos y a todas, como un humilde servicio a
los organismos públicos competentes. Cfr. Mt 25, 31-46; Lc 13, 12-14 y 33s.
10. Haremos todo lo posible para que los
responsables de nuestro gobierno y de nuestros servicios públicos decidan y
pongan en práctica las leyes, estructuras e instituciones sociales que son
necesarias para la justicia, la igualdad y el desarrollo armónico y total de
todo el hombre y de todos los hombres, y, así, para el advenimiento de un orden
social, nuevo, digno de hijos de hombres y de hijos de Dios. Cfr. Hech 2, 44s;
4, 32-35; 5, 4; 2 Cor 8 y 9; 1 Tim 5, 16.
11. Porque la colegialidad de los obispos
encuentra su más plena realización evangélica en el servicio en común a las
mayorías en miseria física cultural y moral -dos tercios de la humanidad- nos
comprometemos:
* a compartir, según nuestras
posibilidades, en los proyectos urgentes de los episcopados de las naciones
pobres;
* a pedir juntos, al nivel de
organismos internacionales, dando siempre testimonio del evangelio, como lo
hizo el papa Pablo VI en las Naciones Unidas, la adopción de estructuras
económicas y culturales que no fabriquen naciones pobres en un mundo cada vez
más rico, sino que permitan que las mayorías pobres salgan de su miseria.
12. Nos comprometemos a compartir nuestra
vida, en caridad pastoral, con nuestros hermanos en Cristo, sacerdotes,
religiosos y laicos, para que nuestro ministerio constituya un verdadero
servicio. Así,
* nos esforzaremos para "revisar
nuestra vida" con ellos;
* buscaremos colaboradores para poder
ser más animadores según el Espíritu que jefes según el mundo;
* procuraremos hacernos lo más
humanamente posible presentes, ser acogedores;
* nos mostraremos abiertos a todos, sea
cual fuere su religión. Cfr. Mc 8, 34s; Hech 6, 1-7; 1 Tim 3, 8-10.
13. Cuando regresemos a nuestras diócesis
daremos a conocer estas resoluciones a nuestros diocesanos, pidiéndoles que nos
ayuden con su comprensión, su colaboración y sus oraciones.
Que Dios nos ayude a ser
fieles / La Iglesia de Monseñor Romero
Leído hoy el pacto, llama la atención
que, en lo fundamental, trata un solo tema: la pobreza. Pero por ser ése el
quicio alrededor del cual giraba todo -no, por ejemplo, la administración de
los sacramentos-, el pacto de las catacumbas produjo frutos importantes en
Medellín y, poco a poco, en otras Iglesias. Históricamente, llevó a la lucha
por la justicia y la liberación. Eclesialmente, a la opción por los pobres.
Teologalmente, al Dios de los pobres. Todo eso llegó a El Salvador, y Monseñor
Romero lo puso a producir y lo bendijo, junto a la novedad salvadoreña de los
mártires.
Monseñor conoció en Puebla a aquellos
obispos del pacto y de Medellín y regresó muy contento. "Me acuerdo de una
de las primeras noches de la reunión de Puebla, cuando conocí a Monseñor Helder
Cámara y a Monseñor Proaño y al Cardenal Arns del Brasil. Cuando supieron que
yo era el arzobispo de San Salvador me decían: ‘Usted tiene mucho que
contarnos. Sepa que lo sabemos y que ese pueblo es admirable, y que sigan
siendo fieles al Evangelio como han sido hasta ahora’". Es evidente la
admiración que sentían por Monseñor, y la que Monseñor sentía por ellos.
En la actualidad también hay
"pactos". Pedro Casaldáliga en es su portavoz más elocuente. En su
circular del 2009 escribe: "pacto".
Dom Hélder Câmara era uno de los
principales animadores del grupo profético. Hoy, nosotros, en la convulsa
coyuntura actual, profesamos la vigencia de muchos sueños, sociales, políticos,
eclesiales, a los que de ningún modo podemos renunciar. Seguimos rechazando el
capitalismo neoliberal, el neoimperialismo del dinero y de las armas, una
economía de mercado y de consumismo que sepulta en la pobreza y en el hambre a
una gran mayoría de la Humanidad. Y seguiremos rechazando toda discriminación
por motivos de género, de cultura, de raza. Exigimos la transformación
sustancial de los organismos mundiales (ONU, FMI, Banco Mundial, OMC…). Nos
comprometemos a vivir una "ecológica profunda e integral",
propiciando una política agraria-agrícola alternativa a la política depredadora
del latifundio, del monocultivo, del agrotóxico. Participaremos en las
transformaciones sociales, políticas y económicas, para una democracia de
"alta intensidad".
Como Iglesia queremos vivir, a la luz
del Evangelio, la pasión obsesiva de Jesús, el Reino. Queremos ser Iglesia de
la opción por los pobres, comunidad ecuménica y macroecuménica también. El Dios
en quien creemos, el Abbá de Jesús, no puede ser de ningún modo causa de
fundamentalismos, de exclusiones, de inclusiones absorbentes, de orgullo
proselitista. Ya basta con hacer de nuestro Dios el único Dios verdadero.
"Mi Dios, ¿me deja ver a Dios?". Con todo respeto por la opinión del
Papa Benedicto XVI, el diálogo interreligioso no sólo es posible, es necesario.
Haremos de la corresponsabilidad eclesial la expresión legítima de una fe
adulta.
Exigiremos, corrigiendo siglos de
discriminación, la plena igualdad de la mujer en la vida y en los ministerios
de la Iglesia. Estimularemos la libertad y el servicio reconocido de nuestros
teólogos y teólogas. La Iglesia será una red de comunidades orantes,
servidoras, proféticas, testigos de la Buena Nueva: una Buena Nueva de vida, de
libertad, de comunión feliz. Una Buena Nueva de misericordia, de acogida, de
perdón, de ternura, samaritana a la vera de todos los caminos de la Humanidad.
Seguiremos haciendo que se viva en la
práctica eclesial la advertencia de Jesús: "No
será así entre vosotros" (Mt
21, 26). Sea la autoridad servicio. El Vaticano dejará de ser Estado y el Papa
no será más Jefe de Estado. La Curia habrá de ser profundamente reformada y las
Iglesias locales cultivarán la inculturación del Evangelio y la ministerialidad
compartida. La Iglesia se comprometerá, sin miedo, sin evasiones, en las
grandes causas de la justicia y de la paz, de los derechos humanos y de la
igualdad reconocida de todos los pueblos. Será
profecía de anuncio, de denuncia, de consolación.
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