sábado, 12 de mayo de 2012

Somos alegría


9  Igual que el Padre me demostró su amor, os he demostrado yo el mío. Manteneos en ese amor mío. 10 Si cumplís mis mandamientos, os mantendréis en mi amor, como yo vengo cumpliendo los mandamientos de mi Padre y me mantengo en su amor.
11 Os dejo dicho esto para que llevéis dentro mi propia alegría y así vuestra alegría llegue a su colmo.
12 Éste es el mandamiento mío: que os améis unos a otros igual que yo os he amado. 13 Nadie tiene amor más grande por los amigos que uno que entrega su vida por ellos.
14 Vosotros sois amigos míos si hacéis lo que os mando. 15 No, no os llamo siervos, porque un siervo no está al corriente de lo que hace su señor; a vosotros os vengo llamando amigos, porque todo lo que le oí a mi Padre os lo he comunicado.
16 Más que elegirme vosotros a mí, os elegí yo a vosotros y os destiné a que os pongáis en camino, produzcáis fruto y vuestro fruto dure; así, cualquier cosa que le pidáis al Padre en unión conmigo, os la dará.
17 Esto os mando: que os améis unos a otros.
(Jn 15, 9-17)

Por Enrique Martínez Lozano
Me parece profundamente sabia y significativa la frase de este texto evangélico que coloca la alegría como “objetivo” del mensaje de Jesús: “Os he hablado para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a la plenitud”.
Probablemente, todo sería muy diferente si fuera esa la motivación de los padres, educadores y líderes religiosos: “que vuestra alegría llegue a la plenitud”. Querer la alegría de alguien es desear profundamente su bien y poner la vida y el bien de la persona por encima de cualquier otro valor.
Cuando, sin embargo, instalamos la “norma” como criterio supremo, no deseamos la vida ni la alegría de las personas, sino que sean “cumplidoras”, observantes dóciles de los principios que les mostramos.
Al hilo de las palabras de Jesús –como criterio de verificación-, podríamos preguntarnos si las religiones buscan realmente la alegría de las personas u otros intereses, por más “religiosos” que sean.
La autoridad religiosa de la Palestina del siglo I no parecía buscar la alegría de las personas, sino el cumplimiento estricto de la ortodoxia. Por eso condenó a tantas personas a la marginalidad religiosa (declarándolos “pecadores”) y por eso también terminó eliminando al propio Jesús.
La alegría es un signo palpable de salud mental y emocional, tanto en las personas como en los colectivos. La ausencia de alegría, a la vez que denota algún malestar no resuelto, suele traducirse en rigidez y dureza hacia los otros. Como si, al no poder estar yo alegre, no puedo permitir que nadie lo esté.
Es así: la alegría únicamente puede favorecerla la persona que vive en ella. Porque no es algo que pueda transmitirse teóricamente; sólo es creíble cuando la vemos fluir.
Ese debía ser el caso de Jesús, al que una cierta tradición, para la que la risa era signo de imperfección, ha presentado como el hombre que “nunca se rió” (Bossuet). No; la alegría se da en la misma medida que la vitalidad. De hecho, es su primer signo. Cuando no hay nada que “aplasta” la vida del niño, automáticamente experimenta alegría de vivir. Solo cuando la vida se ve bloqueada –generalmente, por falta de amor-, la alegría se apaga, hasta el punto de creerla desaparecida.
Jesús es un hombre vital y alegre. Y por eso no tiene otros “intereses” que imponer a las personas. No es un moralista que buscara algún tipo de comportamiento específico. Solo le interesa que la persona pueda experimentar la Alegría de fondo.
Esta Alegría no está reñida con la presencia de dificultades, problemas, malestares… Todo esto forma parte de nuestra condición y del lote de la existencia. Pero la Alegría de que habla Jesús es aquella que abraza los “buenos” y “malos” momentos, del mismo modo que la calma profunda del océano permanece estable, haya calma u oleaje en su superficie. Se trata de una Alegría no-dual, que experimentamos cuando estamos en contacto con nuestra verdadera identidad.
Somos Alegría, aunque nos “toque” pasar momentos de oscuridad, dolor, aflicción… Nuestra sensibilidad puede sentirse alborotada; podemos reconocer el malestar como un objeto que ha aparecido en nuestro campo de conciencia. Pero eso no impide que sigamos reconociéndonos como Alegría, que no está a merced de los vaivenes de las circunstancias siempre cambiantes, ni de nuestra mente etiquetadora.
Nuestra mayor dificultad no es otra que la identificación con la mente, que nos saca del “aquí y ahora”. Y la reducción al yo (o ego), que piensa la alegría como sinónimo de que todo le vaya bien (cosa imposible para el pobre ego eternamente insatisfecho porque es vacío). Si acallas la mente, aunque sea solo por un instante, ¿no percibes la Alegría de fondo? ¿Qué te impide, por tanto, estar conectado a ella, sino el continuar recluido en tus propios pensamientos?
Es profundamente significativo que Jesús pronuncie esas palabras en el marco de su “único mandamiento”. Alegría y Amor son dos nombres de la Realidad que somos. Y no pueden ir separados. No se trata de ninguna creencia, ni tampoco de una exigencia moral.
Todos podemos hacer la experiencia –o ya la tenemos- de que, cuando nuestra capacidad de amar se halla liberada, la alegría fluye espontáneamente. Y que cuando nos sentimos conectados a la alegría, el amor fluye en la misma medida.
La Vida, a pesar de los disfraces que pueda adoptar en la realidad manifiesta, es Alegría y Amor.
Por eso, vamos en la dirección adecuada en la medida en que permanecemos conscientemente conectados a ambas realidades. Y no –es necesario repetirlo- por una exigencia moral, sino porque hemos descubierto que se trata de nuestra verdadera identidad.
El Amor, la Alegría, la Vida…, otros tantos nombres de lo Innombrable, donde nos encontramos con el propio Jesús como “amigo”, en el magnífico Territorio de la No-dualidad.
Os dejo un poema del Lama Guendum Rimpoché (1918-1997), con el deseo de que podamos vivir en la Alegría, que no está en el futuro, sino que ya somos. 
La felicidad no se consigue
con grandes sacrificios y fuerza de voluntad;
ya está presente en la relajación abierta y en el dejar ir.
No te esfuerces,
no hay nada que hacer o deshacer.
Todo lo que aparece momentáneamente en el cuerpo-mente
no tiene ninguna importancia;
sea ​lo que sea, tiene poca realidad.
¿Por qué identificarnos y después aferrarse a ello?
¿Por qué emitir juicios al respecto y después sobre nosotros mismos?
Es mucho mejor dejar
simplemente que todo el juego suceda por sí mismo,
surgiendo y replegándose como las olas
-sin alterar ni manipular nada-
y observar cómo todo se desvanece
y reaparece mágicamente, una y otra vez, eternamente.
Es nuestra búsqueda de felicidad
lo único que nos impide verlo.
Es como perseguir un arco iris de colores vivos
que no conseguirás nunca,
o como un perro que intenta atrapar su propia cola.
Aunque la paz y la felicidad no existen
como una cosa o un lugar reales,
están siempre disponibles
y te acompañan en cada instante.
No creas en la realidad
de las experiencias buenas y malas,
pues son tan efímeras como el buen tiempo
y el mal tiempo, como los arcoiris en el cielo.
Deseando aferrarse a lo inasible,
te agostas en vano.
En el instante en que abres y relajas
el puño cerrado del apego,
allí está el espacio infinito, abierto, seductor y confortable.
Haz uso de esta espaciosidad,
de esta libertad y tranquilidad naturales.
No busques más.
No te adentres en la inextricable selva
siguiendo el rastro del gran elefante despierto,
pues ya se encuentra en casa descansando plácidamente
ante tu propio hogar.
Nada que hacer o deshacer,
nada que forzar,
nada que desear,
no falta nada.
¡Míralo! ¡Maravilloso!
Todo sucede por sí mismo.

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