miércoles, 2 de mayo de 2012

Cuando el Señor habla al corazón (7)

 
7. QUÉDATE EN ESTADO DE OFRENDA
Yo soy el que ofrece. A la ofrenda que yo hago al Padre, une, como un homenaje de alabanza, todas las alegrías humanas: alegrías de la amistad, alegrías del arte, alegrías del descanso, alegrías de la labor lograda, alegrías sobre todo de la intimidad conmigo y de la abnegación a mi servicio en la persona del prójimo.
Ofréceme la mirra de todos los sufrimientos humanos: sufrimientos del espíritu, sufrimientos del cuerpo, sufrimientos del corazón, sufrimientos de los agonizantes, de los encarcelados, de los accidentados, de los desamparados en su soledad.
Despacito, con calma, amorosamente, pídeme ayuda para cuantos sufren, y así harás fructíferos sus dolores uniéndolos a los míos, y les conseguirás gracias de alivio o, por lo menos, de aliento.
Ofréceme el oro de todos los actos de caridad, de bondad, de mansedumbre, de amabilidad, de abnegación que, de una u otra manera, son prodigados sobre la tierra. Yo veo las cosas con los ojos del amor y lo que considero son las tentativas humanas del amor verdadero basado en el olvido de sí mismo.
Ofrécemelos para que yo los estimule y pueda alimentarme con ellos para provecho de mi crecimiento en el mundo.
La oblación es una llave que desencadena ondas de gracias para las almas.
Poca cosa es, aparentemente, el gesto, el pensamiento de ofrecerme los que sufren, los solitarios, los abatidos, los que luchan, los que caen, los que lloran, los que mueren –como también los que me ignoran, o los que me abandonaron después de haber sido mis adeptos…
Ofréceme el mundo entero…
Todos los sacerdotes del mundo…
Todas las religiosas del mundo…
Todas las almas fervorosas del mundo…
Todas las almas de oración…
Todos los tibios, todos los pecadores,
Todos los que sufren.
Ofréceme todos los días de este año –todas las horas jubilosas y todas las horas dolorosas.
Ofrécemelas para que a través de todas ellas yo haga pasar un rayo de esperanza- y para que así yo crezca en muchas almas que, libremente, se adherirán al Único que puede colmar sus aspiraciones profundas a la inmortalidad, a la justicia y a la paz que sólo yo puedo procurar.
Gradualmente vete viviendo en nombre de los demás, en unión con todos. Recapitúlalos interiormente cuando vayas a orar y cuando vayas a descansar. En ti y por ti Yo atraigo a mí las almas que a mis ojos tú representas. En su nombre, desea ardientemente que yo sea su luz, su salvación y su alegría. Créeme, ninguno de tus deseos, si procede de lo más profundo de tu ser, será ineficaz. Con tales deseos y otros semejantes multiplicados a través del mundo se va elaborando paso a paso mi Cuerpo Místico.
No me basta con que me ofrezcan los sufrimientos de los hombres para que yo los alivie o los tome por mi cuenta para provecho suyo. De igual modo, ofréceme todas las alegrías de la tierra para que yo las purifique, las intensifique uniéndolas a las mías y a las de los Santos del cielo.
No me basta con que me ofrezcas los pecados del mundo para que yo los perdone y se esfumen como si nunca hubieran sido cometidos. Ofréceme asimismo todos los actos de virtud, todas las opciones realizadas por mí o por los demás para que yo les conceda dimensión de eternidad.
No me basta con que me ofrezcas todo lo que anda mal sobre la tierra –¿No sé yo mejor que nadie las deficiencias de los seres y de las cosas?- para que yo lo componga y tapone las brechas. Ofréceme también todo lo que anda bien, principiando por la pureza de los niños, la intrepidez del joven, el pudor exquisito de la doncella, la abnegación de la madre, la ecuanimidad del padre, la benignidad del anciano, la paciencia del enfermo, la oblación del moribundo y, en general, todos los actos de amor que brotan del corazón de los hombres.
Hay bondad, mucho más y mejor de lo que se cree, en el alma de tus hermanos, y es tanto más excelente que muchas veces no la notan ni los propios interesados. Pero yo que descubro hasta lo más recóndito de cada uno y que a todos juzgo con benevolencia y ternura, encuentro muchas veces, bajo rescoldos de cenizas, verdaderas pepitas de oro. A ti te corresponde ofrecérmelas para que yo las pueda valorar. Así es, por tu gesto de ofrenda, como el amor irá aumentando en el corazón de los hombres y saldrá finalmente vencedor del rencor.
No te desanimes de vivir, de obrar y de sufrir en nombre de los demás, conocidos o desconocidos. Tú no ves aquí, en la tierra, lo que logras, más yo te puedo asegurar que nada se pierde de lo que tú haces cuando, ofreciéndome tu aportación, ya sea lo modesta que sea, te unes a mi propia oración, a mi propia oblación, a mi propia acción de gracias. Así tú facilitas a un sinnúmero de almas desconocidas esta convergencia conmigo que, a través del traqueteo de su terrestre caminar, facilitará, en el momento oportuno, su asunción definitiva. Frente a esa muchedumbre inmensa y anónima, que desalentaría las voluntades más entusiastas sin la ayuda de mi gracia, yo te ofrezco el medio de colaborar eficazmente a su espiritualización, más seguramente que por el ministerio de la predicación o de la confesión. Déjame libre de mis movimientos. Soy yo quien fija a cada uno el modo de colaboración que espero de él.
Sé cada día más un tributario fiel –depositando en mí todas las oraciones, todas las actividades, todos los gestos de bondad, todas las alegrías y todas las penas, todos los sufrimientos y todas las agonías de los hombres, para que, asumidos por mí, puedan ser purificados y sirvan para vivificar el mundo.
El mundo actual cuenta felizmente con muchas almas generosas –y con otras muchas más que bien quisieran llegar a serlo por poco que encontrasen protección y aliento. Estas, entonces, ayudarían a las demás a encontrarme, a reconocerme, y a escucharme. Mis llamadas serían mejor oídas y muchos, volviéndose hacia mí en lo íntimo de sus corazones, al topar conmigo, encontrarán su salvación y su contento.
Pierdan menos su tiempo en reuniones estériles y acudan a mí con más frecuencia.
Yo soy el Oblato substancial. Yo me doy totalmente a mi Padre y el Padre se da totalmente a mí. Yo soy al mismo tiempo el que se da y el que recibe en un arrebato de amor que es, El también, substancial y que se llama el Espíritu Santo. Yo quisiera arrebatar, asumir a todos los hombres en este ofertorio inmenso y gozoso. Si te he escogido, ha sido precisamente para que te unas a mi oblación y para que contribuyas a granjearle a muchos de tus hermanos.
Ven a mí y mantente en paz frente a mí. Asun cuando no percibas mis ideas, mi radiación llega a ti y te penetra. Ésta influirá en tu vida entera y eso es lo esencial.
Ven a mí, pero no vengas solo. Piensa en todas esas muchedumbres de las que yo tanto me compadecí porque podía distinguir en cada uno de los elementos que las componían el desamparo, las preocupaciones, las necesidades profundas.
No hay ni uno solo de sus miembros que no me interese, más yo no quiero hacer nada por ellos sin la colaboración de los que he especialmente consagrado a su servicio.
La tarea es inmensa —la mies, no obstante, es abundante— más los obreros, los auténticos obreros fieles y avisados, los que anteponen a todas sus preocupaciones la búsqueda por amor de mi Reino y de mi Santidad, son pocos en demasía. Que tu oración al Padre, dueño de la mies, se inserte más íntimamente en la mía –entonces verás crecer y multiplicarse el número de apóstoles contemplativos al mismo tiempo que educadores espirituales. Por todas partes, Yo voy inspirando la misma petición a las almas generosas en las comunidades y en el mundo.
Sin duda, las que comprenden y corresponden no son sobradas en cantidad, pero compensan su escasez con la calidad de sus llamadas.
Lo esencial es que todas oren en Mí y que se unan profundamente a la oración que yo mismo hago en ellas.


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