Conferencia pronunciada
en el XXXI Congreso de Teología, y publicada en sus actas.
Me han asaltado muchas dudas sobre cómo
abordar este tema con sus numerosas facetas y perfiles. He optado por no
referirme a los aspectos históricos del fundamentalismo religioso (génesis,
evolución), a sus factores desencadenantes (psicológicos, políticos,
económicos, culturales), a la enorme diversidad de sus manifestaciones (en las
diferentes religiones y en el interior de cada religión).
¿Qué queda entonces? Aun a riesgo de
situarme en un plano demasiado desencarnado, formal y excesivamente genérico,
he optado por algo muy simple, incluso simplista: señalar algunos rasgos
básicos de los diferentes fundamentalismos religiosos, pero indicando cada vez
los resortes decisivos que las propias religiones poseen en sus fuentes para
superar la tentación fundamentalista.
Quiero destacar que ninguna religión carece
de antídotos propios para sus patologías fundamentalistas, mortales para la
religión.
He optado también por no ensañarme en la
descripción de las miserias, que seguramente son nuestras propias miserias, son
ciertamente las mías. No sería coherente ser fundamentalistas contra el
fundamentalismo.
No se trata con ello de edulcorar la
gravedad del fenómeno, empezando por el catolicismo. Está en juego el futuro de
la religión. Y no es eso lo grave. Está en juego el futuro de la comunión en el
planeta, este querido y frágil planeta que somos, que habitamos, que queremos
seguir habitando juntos.
El término "fundamentalismo"
propiamente dicho, se remonta como se sabe, a 1909 en EEUU, cuando la Iglesia
Presbiteriana del Norte, en reacción a la teología liberal desarrollada en la
Alemania protestante durante el siglo XIX, declaró como
"fundamentales" (Fundamentals), y por lo tanto intocables,
estos cinco principios:
• la inerrancia de la Biblia,
• el nacimiento virginal de Jesús,
• su poder de hacer milagros,
• su muerte expiatoria en la cruz a causa de nuestros pecados
• su resurrección física.
Ello dio lugar a la creación en 1919 de la
World’s Christian Fundamentals Association. Se llamaron a sí mismos
"fundamentalistas", lo cual indica que esta denominación no tenía
para ellos ninguna connotación peyorativa, sino al muy contrario.
Los tiempos han cambiado y hoy nadie dice
"Yo soy fundamentalista", aunque haberlos haylos. Cien años después
de aquella acta de nacimiento del fundamentalismo protestante norteamericano,
el catolicismo oficial de hoy sigue defendiendo sus mismos principios en los
mismos términos.
[Muchos
advierten, seguramente con razón, que habría que ser más rigurosos en el
lenguaje y reservar el concepto "fundamentalismo" para su significado
originario, ligado al protestantismo. El fenómeno análogo dentro del
catolicismo habría que denominarlo más propiamente "integrismo". El
fundamentalismo protestante apela a la Biblia absolutizada, mientras que el
integrismo católico se aferra a la tradición absolutizada. Así es, pero el uso
hace al lenguaje, y el término "fundamentalismo" está siendo
masivamente utilizado para designar el integrismo católico, sino también toda
clase de manifestaciones similares en otras religiones, movimientos e
ideologías. De modo que, para simplificar, utilizaré el término
"fundamentalismo" en este sentido general].
El fundamentalismo no es en modo alguno un
fenómeno exclusivamente cristiano.
• Hindúes radicales queman mezquitas en la India;
• budistas extremistas atacan a cristianos en Sri Lanka;
• judíos ortodoxos reivindican toda la tierra del "Gran Israel",
"desde Dan hasta Bersheba", como tierra regalada por Dios a Israel a
expensas de los cananeos de entonces y de los palestinos de hoy;
• musulmanes islamistas pretenden imponer la sharia como constitución allí
donde pueden.
Y no solamente existen fundamentalismos
religiosos. Padecemos también un "fundamentalismo político", un
"fundamentalismo económico", un "fundamentalismo
neoliberal".
La palabra "tiene una presencia
omnímoda en todos los debates, cualquiera que fuere el tema" (J.J. Tamayo,
Fundamentalismo y diálogo entre religiones, 74).
"El Fundamentalismo es el clima
ambiental de la época", escribe Mardones; "recorre la sociedad y la
cultura, aunque tenga un aposento especial en la religión" (10 Palabras
clave sobre Fundamentalismos, 9.10).
Es un tiempo de sensibilidad
fundamentalista, afirmaba René Girard en 1997. Y Samuel Huntington, el famoso
profesor del cambio social de Harvard, defiende la tesis de que el
fundamentalismo es la religiosidad adecuada a la modernidad tardía en que
vivimos.
Así se entiende la alianza moderna, puesta
en marcha a finales de los años 70, entre el fundamentalismo religioso (judío y
cristiano en este caso) con el fundamentalismo político-económico de corte
neoliberal; entre el conservadurismo político y el conservadurismo religioso.
Y no hay que ir muy lejos para verlo,
aunque la cosa empezó en los EEUU de Ronald Reagan, apoyado por el Reino Unido
de Margaret Thatcher.
Los valores neoliberales (tradición, orden,
trabajo, ahorro, familia) y los valores supuestamente religiosos (fidelidad
acrítica a la tradición, obediencia sumisa a la jerarquía, centralidad obsesiva
de la moral sexual y familiar tradicional) se dieron la mano, y siguen de la
mano.
Pero no incidiré en todos esos aspectos tan
importantes. Me centraré, como he indicado, en algunos rasgos básicos del
fundamentalismo religioso, pero poniendo especial énfasis en los antídotos que
los propias religiones disponen en sus textos y tradiciones fundantes.
Señalaré siete rasgos del fundamentalismo y
sus correspondientes antídotos religiosos.
Y una limitación más de las páginas que
siguen: en ellas me referiré casi exclusivamente a las religiones de nuestra
tradición abrahámica (el judaísmo, el cristianismo, el Islam), privilegiando
además claramente las referencias judías.
1. Búsqueda de un fundamento inamovible
Los antiguos pensaban que la Tierra era el
centro del mundo, y que el mundo se hallaba sólidamente afianzado sobre cuatro
pilares firmes, o giraba establemente sobre un eje, el eje invariable del mundo
(axis mundi). Arriba brillaban los astros para iluminarnos de día y de noche.
Los dioses, siempre con un Dios Supremo o
el Sino a la cabeza de todos, dictaban las leyes, decidían lo que era bueno y
malo, imponían a cada uno el premio o el castigo correspondiente.
El mundo estaba creado, el destino estaba
escrito, y la religión se encargaba de mantener el orden (o el desorden)
establecido, para que todo siguiera su curso hasta el fin o hasta la eternidad.
También hoy, el mundo sigue su curso. La
Tierra sigue girando, el día y la noche se suceden, los equinoccios siguen a
los solsticios, los solsticios a los equinoccios, la luna crece y decrece cada
mes, y desaparece y aparece otra vez. Y no cesamos de sentirnos muy pequeños y
admirados de que así sea.
Pero el mundo en que habitamos poco tiene
que ver con el mundo que habitaban los antiguos: la Tierra no es el centro del
mundo, sino un pequeño planeta en el extrarradio de una estrella situada en los
arrabales de una galaxia mediana entre cien mil millones de galaxias en un
universo sin medida, en que estallan supernovas y se forman nuevas galaxias.
Y nada se parece más a lo infinitamente
grande que lo infinitamente pequeño, y apenas sabemos nada ni de lo uno ni de
lo otro.
Cada átomo es un universo que apenas
empezamos a explorar, y cuanto más sabemos –nos aseguran los científicos– más
aumenta nuestra ignorancia. Y el día que encuentren al bosón, si es que lo
encuentran, descubriremos que todo es aún más desconocido, mucho más
misterioso.
Nunca hemos sabido tanto, pero la Realidad
–hay que escribirla con mayúscula– se nos ha vuelto más incierta y enigmática
que nunca. La materia ya no es materia, ni el espíritu es espíritu.
El universo es una danza, como ya sabían
los sabios Vedas hace miles de años. Y en esa danza todo está ligado con todo,
desde el último electrón hasta la última galaxia, y todo se mueve. Todo se
mueve y todo se transforma. Todo cambia. Nada es estable. Nada permanece sino
la impermanencia, como ya enseñaron Heráclito y Buda hace 2.500 años.
Este es el mundo en que habitamos, más
incierto que nunca. Los rasgos fundamentales de la cultura en que vivimos son
la complejidad y la incertidumbre. No es el relativismo, sino la complejidad;
no es la indiferencia, sino la incertidumbre.
Disponemos de tanta información, que nunca
sabemos nada a ciencia cierta, y casi nunca sabemos a qué atenernos. Es como si
el eje del mundo se estuviera moviendo. De hecho, se está moviendo.
Una situación así es muy difícil de
gestionar para el individuo, los grupos, los pueblos y la aldea global que
somos. Esa situación resulta particularmente difícil de gestionar para unas
religiones que nacieron en un mundo sólido y estable, como guardianas y
garantes de la seguridad.
En un mundo que se ha vuelto tan complejo e
inseguro, es comprensible que las religiones quieran ofrecer orientación y
confianza. Es su gran misión. Pero cuando, para ofrecer orientación y
confianza, se aferran a fundamentos inamovibles, a principios absolutos, a
verdades eternas, a certezas indiscutibles, entonces aparece el
fundamentalismo.
Y el fundamentalismo tiene muy poco de
religioso: es simplemente una necesidad de seguridad personal y colectiva.
"Se trata de una reacción patológica ante la quiebra de la estabilidad del
mundo, de los cimientos de la religión, de la familia y de la sociedad. No se
acepta fácilmente vivir en una situación así de perplejidad e inseguridad y se
propende a absolutizar los fundamentos de la propia religión o de las propias
convicciones, creencias y metas, al tiempo que se rechazan las convicciones,
creencias y metas que no coinciden con las propias" (J.J. Tamayo, Fundamentalismos
y diálogo entre las religiones, 98)
El fundamentalismo religioso se equivoca de
mundo. No ve, o no acepta, que el mundo se ha movido y se mueve sin cesar.
Sigue empeñado en erigir o conservar las fronteras nítidas de siempre: entre la
verdad y el error, el bien y el mal, los buenos y los malos, los creyentes y
los increyentes, la herejía y la ortodoxia.
Sigue tenazmente aferrado a un fundamento
inamovible. Eso sí, en un mundo supuestamente inamovible, los fundamentalistas
echan mano de los últimos artilugios de la informática y de la tecnología, sin
darse cuenta de que precisamente así contribuyen a cambiar un mundo que no
quieren que cambie.
Esta simbiosis entre el fundamentalismo de
las creencias y la modernidad tecnológica es una llamativa característica de
todos los fundamentalistas religiosos de hoy (diversos estudios han comprobado
que entre los comandos terroristas islamistas abundan sobre todo los
ingenieros).
Pero ¿acaso la religión conlleva
necesariamente la imagen de un mundo ya creado y estable, un orden inalterable
y un fundamento inamovible? Nada es más falso que eso.
Me referiré solamente al relato de la
creación en la Biblia hebrea: "Hágase", dice el Génesis. No dice:
"Aparezca el mundo ya hecho y acabado" sino "Hágase". Egénneto.
Como si dijera: "Que la luz, los
mares, la tierra, las aves del cielo, los peces del mar, los animales de la
tierra… se hagan a sí mismos". O "que lleguen a ser, que vayan
haciéndose".
"Al crear, Dios creó primero el
devenir", reza un dicho judío. La creación no es un acontecimiento del
pasado, sino la capacidad creadora inherente al mundo, la posibilidad de que
los seres vayan emergiendo y haciéndose a sí mismas por las relaciones y el
devenir.
Dios ha dotado a las cosas de capacidad
para llegar a ser, les ha dado "orden de suceder". Dios ha creado
"un devenir creador". "Un mundo capaz de inventar", insiste
A. Gesché (Dios para pensar II. Dios–El cosmos, 206.247 ss).
La creación no está hecha, no tuvo lugar en
un pasado remoto. Se está haciendo en un mundo creador y en devenir. Es un
mundo en "santa evolución", como dijo Teilhard de Chardin.
"El mundo es un sistema abierto",
define J. Moltmann (Dios en la creación, 220).
Todo fundamentalismo queda ahí
desautorizado, pues el mundo está en plena creación desde dentro y nada debe
cerrarse ni quedar inmóvil.
2. Lectura literal de los textos sagrados
El mundo cambia, pero el texto, una vez
establecido, no cambia. El mundo se mueve girando sobre innumerables ejes, pero
las escrituras permanecen siempre ahí, sostenidas por las mismas letras,
siempre juntitas y en el mismo orden. En lo infinitamente grande y en lo
infinitamente pequeño, el universo escapa a nuestras medidas, pero el libro
podemos tomarlo en la mano, medirlo por fuera y leerlo por dentro.
Así, cuando todo en el mundo se vuelve
móvil e inseguro, el creyente se siente tentado de recurrir al libro para
fundar certezas y seguridades. Los libros sagrados constituyen el argumento más
fuerte de casi todos los fundamentalismos religiosos, especialmente judío,
cristiano y musulmán.
Se hace fácilmente comprensible que las
religiones necesiten algo a lo que agarrarse, y nada mejor para ello que el
libro sagrado, cuando...
• la religión pierde peso social y relevancia cultural,
• todas las instituciones religiosas se ven privadas de credibilidad y
autoridad,
• tradiciones seculares son discutidas o relegadas sin más,
• las viejas creencias tambalean,
• los dogmas entran en colisión con la razón y la cosmovisión comunes,
• la invisibilización de la religión (T. Luckmann) avanza y su privatización
y "desinstitucionalización" (D. Hervieu-Léger) se extiende,
• "los individuos pasan de la postura de meros receptores o clientes a
ser diseñadores del tipo de religiosidad que quieren vivir" (J.M.Mardones,
10 Palabras clave sobre sobre fundamentalismos, 30),
• la libertad interpretativa aumenta "peligrosamente" (para la
pervivencia de la institución), cualquiera se siente competente para criticar y
actualizar las fórmulas dogmáticas o las normas morales,
• una profunda "reconfiguración de la creencia" (M. de Certeau) o
una "metamorfosis de lo religioso" (J. Martín Velasco) están en
marcha y avanzan.
"Está escrito": creen los
fundamentalistas que con ese argumento pueden prescindir de todos los demás. En
el fondo, no importa tanto el contenido del escrito, sino la pervivencia del
sistema con sus creencias y prácticas.
Por lo demás, no hay nadie, por
fundamentalista que sea, que lea sus textos fundacionales siempre a la letra,
sin glosa ni interpretación.
Quien quisiera hacerlo, pronto se verá
abocado a situaciones imposibles. Así, el cristiano, siguiendo al Evangelio de
Juan o la Carta de Pedro (Jn 3,29; 1 P 1,19), tendría que creer que Jesús es
realmente un "cordero" como los que corren en nuestras praderas.
Y debería abstenerse rigurosamente de comer
toda clase de embutidos, como decidió solemnemente el Concilio de Jerusalén y
se recoge en los Hechos de los Apóstoles (Hch 15,29).
Y no debería haber ningún obispo no casado,
como ordena la primera carta a Timoteo (1 Tm 3,2).
Y cosas infinitamente más difíciles de
cumplir a la letra: cada vez que le pegan en una mejilla, debería poner la otra
(Mt 5,39).
Cabría hacer aplicaciones similares para el
judío y el musulmán. Pero dejemos de lado ese argumento ad hominem o ad
absurdum.
La cuestión decisiva que hay que formular
al fundamentalista es otra: ¿qué es un texto sagrado? ¿Acaso el texto escrito
como tal es lo revelado por Dios, y no más bien allí donde Dios se revela y nos
llama más allá de lo escrito, siempre más allá?
La cuestión es saber leer. El
fundamentalista no sabe leer poemas ni relatos. O al menos lo olvida cuando lee
el texto sagrado. ¿Qué es la lectura? ¿Cómo leer? Esa es la cuestión.
El texto dice siempre más que lo dicho. Y
en ese más, que no se puede encerrar en ningún significado objetivo y que
transciende también toda interpretación, en eso consiste la revelación del
texto.
Marc Alain Ouaknin es un rabino poeta. En
el texto bíblico sucede –nos dice– que Dios "pasa de lo infinito a lo finito",
encerrándose en los diminutos trazos de la letra. Pues bien, la lectura
consiste precisamente en la operación inversa: consiste en devolver al texto su
infinitud (La historia más bella de Dios, 66). Reconocer la infinitud de
Dios en la finitud del texto, y devolver a Dios su infinitud y cuidarla: ésa es
la grandeza de la lectura, la tarea insustituible de cada lector.
Leer la Biblia es hacer que la palabra de
Dios reviva en el texto como palabra viva, actual, inagotable. Solamente así la
Biblia se convierte en acontecimiento, en revelación. La revelación tiene lugar
en la lectura. Esa revelación se da precisamente en la lectura. "A la
espera de su lectura, un texto, en definitiva, permanece cerrado" (A.
Gesché, Jesucristo, 124).
¿Qué otra cosa han hecho los judíos sino
releer y reinterpretar para encontrar la luz de la revelación en cada momento?
¿Qué otra cosa es la Mishna y la Guemará que conforman el Talmud? [Mishná:
comentarios rabínicos de la Biblia. Guemará: comentarios de la Mishná. Talmud:
repilación de ambos].
Y la multiplicación de las interpretaciones
no es ahí un riesgo, sino una oportunidad. Rabbi Hillel, poco posterior a
Jesús, solía decir: "A más escuelas, más ciencia; a más opiniones, más
comprensión" (Talmud, tratado Pirké Avot 11.8). Y San Gregorio
Magno afirma que "la Escritura crece en sus lectores".
La lectura consiste en hacer estallar la
letra, de modo que se libere la revelación divina. El fundamentalista que
encierra la revelación divina en la letra traiciona la letra y su inagotable
potencial revelador.
3. Pretensión de verdad absoluta
El fundamentalismo pretende ofrecer
"certezas absolutas, sostén firme, auxilio permanente y orientación
incuestionable" (A. Moliner, en Nuevo Diccionario de teología,
396).). Y para ello necesita creer que posee la verdad que los demás no poseen:
"Nosotros estamos bañados en la luz de la verdad, vosotros camináis a
tientas en las tinieblas de la noche. Y es nuestra misión conduciros a la luz,
y es vuestro interés dejaros conducir".
Ninguna religión necesita, de por sí, la
seguridad de poseer la verdad indiscutible, como demuestran las corrientes
místicas de todas las religiones. La mística es la seguridad que no necesita
certezas ni verdades absolutas.
Pero rara es la religión que no haya sucumbido
a la tentación de creerse en posesión exclusiva de la verdad, por la gracia de
la revelación y por el mérito del esfuerzo.
Y rara es la religión que de ese modo, y
cuando ha dispuesto del poder necesario, no haya fomentado el fanatismo y la
intolerancia, la inquisición y la guerra. La violencia hacia dentro y, cuando
la correlación de fuerzas lo permite, también hacia fuera.
Estremece pensar que, el 23 del pasado mes
de julio, el joven ultraderechista noruego, Anders Behring Breivik, mató a 80
personas porque quería defender una Europa cristiana.
La violencia significa el fin de la
religión. Las guerras de religión y el fundamentalismo religioso en general son
el origen del ateísmo europeo.
Lo reconoció nada menos que el Concilio
Vaticano II, a pesar de que el discurso oficial católico haya vuelto luego a
presentar la increencia y el ateísmo como producto de una cultura sin memoria y
sin raíz, sin corazón y sin rumbo.
No se trata de renunciar a la verdad. Hay
verdades científicas sin las cuales no podríamos comer, ni curar las
enfermedades ni montar en los trenes. Hay convicciones profundas sin las que no
podríamos confiar, ni respirar ni convivir.
Pero todas nuestras verdades y convicciones
son parciales; estamos abiertos al Todo, pero solo podemos observar una parte,
apenas una ínfima partecita de una partecita ínfima. Y el ojo lo sabe, porque
ve otros ojos que le miran desde otro lugar.
Las grandes religiones místicas y
sapienciales del Oriente han enseñado siempre que la Realidad Absoluta no se
deja aprehender en la mente y en la palabra.
El Dao De Jing empieza con estas
palabras: "El Dao que puede ser expresado no es el verdadero Dao".
El Absoluto se revela en todas las formas,
pero transciende todas las formas, todos los significados y, por lo tanto, todo
aquello que nosotros denominamos verdad y error.
Las religiones monoteístas han sido más
proclives a la pretensión de la verdad absoluta. Pero la fe en un único Dios
puede ser también el mejor antídoto contra todo absolutismo, pues solo Dios es
absoluto. Así lo han visto y enseñado los mayores creyentes y sabios judíos,
cristianos y musulmanes.
El gran rabino Löwe de Praga del s. XVI
decía "que en la vida no hay realmente contrarios, sino solo dos aspectos
distintos de la verdad". Y lo ilustraba con una hermosísima parábola: la
Biblia hebrea comienza con la palabra bereshit, cuya primera letra es bet.
¿Por qué no comienza la Biblia, como sería lógico, por la letra alef, la
primera del alfabeto hebreo, y lo hace con bet, que va en segundo lugar?
Después de leer por tres veces la primera página de la Biblia, he aquí el
descubrimiento: el número dos es la clave de toda la creación. Dios creó el
mundo en parejas. Se comienza con luz y tinieblas, cielo y tierra, sol y luna,
tierra firme y mar, fauna y flora. Pero ¿por qué todo consta de esta
duplicidad, que en el fondo es una unidad dual? Porque cada mitad necesita la
otra mitad, no sólo como contraste sino para la propia autocomprensión".
(P. Lapide, Búsqueda de Dios y sentido de la vida, 61-62).
Antes del rabino Löwe, el gran cardenal
pensador del siglo XV,, Nicolás de Cusa, se refería a Dios como coincidentia
oppositorum.
En cuanto a los musulmanes, un estribillo
recurrente en su boca cuando enseñan algo es el siguiente: "Y Allah sabe
más". Que es como decir: nosotros no lo sabemos, todo nuestro saber es
parcial, solo Él lo sabe, y todo lo que decirnos no es sino un incierto
balbuceo. Un musulmán que cree de verdad que "Dios sabe más" no puede
incurrir en el fundamentalismo. En su propia fe tiene el antídoto y el
correctivo.
4. Dependencia de una autoridad
indiscutible
Es otra de las notas características de
todo fundamentalismo: la sumisión incondicional a un líder fuerte e
indiscutible.
En el fondo se trata siempre del mismo
mecanismo psicológico personal y grupal: la necesidad de seguridad. Y, para
estar siempre seguro, la necesidad de una autoridad que tenga la última palabra
en todo.
La fidelidad a la propia conciencia
responsable por encima de toda instancia exterior crea inseguridad. El
conflicto de interpretaciones crea inseguridad. El diálogo hasta el alba
buscando un consenso prolonga la inseguridad durante toda la noche, y hasta más
allá del alba.
El fundamentalista quiere eludir todas
estas inseguridades recurriendo a una autoridad externa: el gurú, el maestro,
el rabino, el obispo, el imán.
Pero, en realidad, nada hay más contrario a
la religión que la sumisión servil a un ser humano y el abuso del poder por
parte de quien lo detenta, a pesar de que lo uno y lo otro abunden tanto en
todas las religiones.
Las propias religiones, todas ellas,
desautorizan de raíz el autoritarismo y el servilismo. Es buena e incluso
necesaria la docilidad hecha de confianza en un maestro espiritual
experimentado.
El que ha recorrido un camino puede ayudar
a otro a recorrerlo. Pero quien haya recorrido realmente el camino espiritual
difícilmente exigirá a nadie obediencia ciega y sumisión.
Y el que renuncia a su propia libertad y
desiste de correr su propio riesgo difícilmente será peregrino, y de peregrinar
se trata, no de llegar.
Es lo que enseñan los grandes maestros. Es
verdad que algunos de ellos, como Francisco de Asís o Ignacio de Loyola,
insisten en la obediencia –Francisco de Asís llega a proponer como modelo la
obediencia la de un cadáver–, pero creo que hay que distinguir el lenguaje de
la época y la experiencia profunda. Aunque se expresaron en los esquemas de la
obediencia absoluta, propio de la teología de la época, en realidad fueron
fieles al Espíritu que les guiaba por dentro, y vivieron la aventura de la
libertad.
Es verdad que el secreto fundamental del
camino del camino espiritual es liberarse del propio yo, pero a eso solamente
llega el que de una forma u otra corre el riesgo de la libertad.
Es conocido el aforismo budista: "Si
encuentras a Buda en el camino, mátalo". Si no has de venerar ni someterte
ni al mismísimo Buda, ¡cuánto menos a cualquier maestrillo de oficio y
beneficio!
¡Y cuánto menos a señores absolutos que se
presentan como elegidos de Dios! Jesús los denunció con palabras muy duras:
"Les gustan los primeros puestos y que los saluden por la calle y los
llamen maestros. Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar maestro, porque uno
es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos. Ni llaméis a nadie padre
vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre: el del cielo" (Mt
23,6-9).
Y recordemos la severísima crítica
profética contra los reyes y los sacerdotes, es decir, contra el doble poder
absoluto establecido, casi siempre aliado.
San Pablo no carecía de rasgos de
autoritarismo, pero su criterio es claro: "Para que seamos libres nos ha
liberado Cristo. Permaneced, pues, firmes y no os dejéis someter de nuevo al
yugo de la esclavitud" (Ga 5,1).
Viene a cuento aquí un chiste judío
bastante mordaz:
Dos
piadosos judíos discuten sobre las excelencias de sus respectivos rabinos. Uno
dice: "Dios conversa con nuestro rabino todas las noches".
"¿Cómo lo sabes?", pregunta el otro. "El propio rabino nos lo ha
dicho". "¿Y si miente?" "Cómo va a mentir un hombre con el
que Dios habla todos las noches?".
A pesar de todo ello, las religiones –sobre
todo las religiones monoteístas– han propendido a sacralizar toda clase de
poderes absolutos seculares o religiosos, como representantes divinos. Y la
divinización del poder ha llevado a la imposición de regímenes teocráticos.
La teocracia ya no se lleva entre nosotros,
pero no faltan indicios de cierto "retorno al imperialismo religioso"
(Jean Daniel), que se manifiesta en algunas críticas obsesivas del llamado
"laicismo" y el afán más o menos disimulado por imponer a toda la
sociedad algunos criterios morales, ya no directamente, por pudor, en nombre de
Dios, sino en nombre de una supuesta "ley natural".
Se impone aquí una referencia al Islam, más
allá de los tópicos. Es evidente que el Islam se halla en una encrucijada
histórica: un nuevo paradigma, que es en realidad el más originario, trata de
abrirse paso en medio de grandes resistencias internas y de enormes intereses
externos.
Es el momento de recordar la máxima
recurrente en el Corán: "Solo Allah es poderoso" (y "Solo Él
sabe", "Solo Él posee") (cf. Sura 55,1-6). Es la desautorización
más radical de todo autoritarismo. Si solo Allah es todopoderoso, nadie más lo
es, nadie más debe querer serlo. Si solo Allah es poderoso, y nadie más lo es,
los musulmanes del mundo entero debieran apresurarse a proclamar bien alto y a
una voz: "Todo poder absoluto y todo régimen teocrático son una blasfemia,
un atentado contra el Único".
5. Defensa de una moral inmutable
El fundamentalista soporta mal la
incertidumbre en general, y la incertidumbre moral en particular. Quisiera que
todo estuviese resuelto y claro en todos los casos. La opción de conciencia es
un riesgo, y el riesgo crea inseguridad.
El fundamentalista quiere seguridad, y
prefiere sacrificar la conciencia a asumir la inseguridad. Todo ha de estar
claramente regulado, y las reglas de conducta han de ser universales e
inmutables, caiga quien caiga. Y el argumento ha de ser igualmente claro y
rotundo: "Está escrito" (en la Torá de Moisés, en el Evangelio de
Jesús o en los hadizes del Profeta).
En realidad, no se conoce ningún
fundamentalista que lleve su lógica hasta el fin y se atenga al pie de la letra
a todas las normas supuestamente absolutas escritas en sus escrituras sagradas.
Toda moral fundamentalista es muy selectiva.
Los judíos ortodoxos que se niegan a
encender o apagar el aire acondicionador porque la ley del descanso sabático
así lo ordena olvidan –hace muchos siglos que olvidaron– la santa ley del año
sabático que ordena otorgar cada siete años un año entero de descanso a toda la
tierra, a todos los animales y a todos los seres humanos.
Los cristianos que condenan en los términos
más absolutos el aborto y la eutanasia en nombre del "No matarás", e
incluso los anticonceptivos en nombre de una supuesta "ley natural",
se muestran más que comprensivos con la pena de muerte y la guerra, y no
digamos con la especulación financiera y los intereses bancarios, tajantemente
prohibidos por la Biblia (y la gran tradición cristiana).
Los musulmanes que justifican los atentados
más sangrientos olvidan que el Corán les ordena ante todo vivir
"plenamente en paz" (2,208) y saludar a todos con una única palabra:
"¡Paz!" (10,10) y que Allah invita a todos a la "morada de la
paz" (10,25).
Una simple mirada a la historia de
cualquiera de esas religiones y de todas las demás basta para ver cuán incierta
y cambiante ha sido la aplicación concreta de todas las normas morales, incluso
de las aparentemente más inmutables y absolutas como "el no matarás".
La historia es testigo de todas las contradicciones.
Los grandes principios son universales,
pero sus aplicaciones concretas son siempre particulares, y cuanto más
concretas tanto más relativas son todas las normas.
Viktor Frankl, uno de los grandes
psicoterapeutas del siglo XX, que estuvo cautivo en Auschwitz y que allí perdió
a toda su familia, recuerda que él, un judío profundamente creyente y por eso
mismo nada fundamentalista, en el campo de concentración infringió
conscientemente tres de los diez mandamientos, porque así se lo demandaban las
circunstancias y la conciencia: el "No robarás", robando trozos de
patata para poder sobrevivir; el "No mentirás", mintiendo en sus
informes médicos para poder salvar a otros judíos; el "No cometerás
adulterio", diciendo a su mujer –y éstas fueron las últimas palabras que
le dijo en vida– en el momento en que les separaron en Auschwitz:
"Conserva la vida a cualquier precio, óyeme bien, a cualquier
precio". Y comenta: "Le había dado anticipadamente mi absolución por
si tenía que romper la fidelidad conyugar viéndose obligada a prostituirse con
un oficial de las SS". (Búsqueda de Dios y sentido de la vida, 64)
¿No es ésa la máxima fidelidad a la ley de Dios que es la vida, tan frágil, tan
azarosa, siempre tan amenazada?
6. Fe en un Dios supuestamente conocido
El fundamentalismo no es ni mucho menos
patrimonio exclusivo de las religiones monoteístas. Pero la figura de un Dios
exterior y único fácilmente se convierte en instancia suprema que legitima las
peores perversiones y los peores abusos sin réplica posible.
Dios es la palabra más polisémica y
contradictoria de todas las palabras. Cuando decimos Dios, podemos estar
evocando lo más bello y consolador, pero también lo más terrible y opresor.
Si yo pregunto a alguien "¿Crees en
Dios?", sin más precisiones, él no puede entender lo que realmente le
pregunto; tendría que saber qué significa "Dios" para mí.
Y lo mismo si me responde que cree que sí o
me responde que no, yo no puedo entender sin más lo que me está diciendo,
mientras no sepa qué es "Dios" para él.
Es más: si alguien cree que entiende lo que
dice al decir "Dios", es seguro que no es Dios de quien habla, y se
engaña si así lo cree. Es seguro que lo que él entiende no es Dios, tanto si lo
afirma como si lo niega.
Los creyentes fundamentalistas y los ateos
fundamentalistas, pues de todo hay en la viña de Dios, creen saber qué o quién
es Dios, pero ese es su error. Con una diferencia decisiva: un creyente se
equivoca siempre al creer en un Dios que entiende; en cambio, un ateo acierta
siempre al negar al Dios que entiende.
El Dios que entendemos no es Dios, sino una
idea humana más o menos sutil, una imagen humana más o menos bella, más o menos
deforme.
Y todo esto no me lo estoy inventando yo,
sino que lo dijo San Agustín: "Si comprendes, no es Dios". Y Santo
Tomás de Aquino lo remachó: no sabemos de Dios lo que es, sino lo que no es, y
no creo que se refiriera solamente a la "teología natural", sino
también a la sobrenatural, si es que alguien se siente todavía capaz de
distinguir lo "natural" y lo "sobrenatural".
Cuando comprendes a Dios, no es Dios
aquello que comprendes, sino justamente lo que no comprendes en aquello que comprendes.
Todo eso que piensas cuando piensas a Dios, no es Dios. Todo lo que la teología
más sabia, tradicional o moderna o incluso posmoderna, enseña acerca de Dios no
es Dios.
Más todavía: todo lo que la Biblia afirma
acerca de Dios como revelación divina, eso precisamente no es Dios.
P. Lapide, uno de los grandes teólogos
judíos, especialmente interesado en el acercamiento entre judíos y cristianos,
escribe que "la Biblia de ambos Testamentos no se cansa de acentuar que
Dios es incognoscible, indescriptible y, en una palabra, que de Él no se puede
hacer ciencia".
De modo que nadie con la Biblia en la mano
debiera decir: "Yo conozco a Dios, porque Él se nos ha revelado aquí, en
la Biblia". Debiera pensar más bien que lo que la Biblia nos revela es que
Dios es siempre más, Dios es el "más" de toda la Realidad, el
"exceso" y la gracia que se da en todo sin encerrarse en nada.
Y así nos salva de nosotros mismos.
"Yo soy el que soy", dijo la Zarza Ardiente. Yo soy el que seré,
corazón y fuente de vuestro futuro. Soy el Todo, pero no la suma de las partes.
Soy el Fondo, el Horizonte. Soy el Yo en el fondo de todo yo, soy el Tú en el
fondo de todo tú y de toda criatura hija y hermana.
Es sabido que los judíos nunca pronuncian
el nombre sagrado revelado por la Zarza Ardiente, que es el nombre propio del
Dios bíblico, formado por cuatro letras: JHVH. Y los judíos más
fundamentalistas son los más celosos en no pronunciar ese nombre sagrado, para
no profanarlo. Pues está escrito: "No te harás una imagen de Dios".
Ni una imagen de piedra, ni una imagen de palabra. Los judíos nunca pronuncian
el nombre propio y singular, sino solamente el nombre común, "Dios",
que en hebreo tiene forma plural: Elohim (literalmente, "dioses";
"Dios" en hebreo significa "dioses").
De modo que en la base misma del judaísmo
nos encontramos con una situación paradójica: el nombre propio singular es
impronunciable, pues nadie lo puede conocer; por otra parte, el nombre común
pronunciado, Elohim (Dios), es un nombre plural, "dioses",
pues Dios tiene todos los nombres: Dios, Allah, Krishna, Dao, Brahman o
Shunyata, es decir, Vacío. Y los nombres que lo niegan, son también nombres de
Dios.
¿Qué fundamentalismo puede caber ahí? Dios
es siempre más. O es siempre menos, pues nuestras medidas de más y de menos no
valen de nada con el misterio de Dios. Dios es menos Señor, menos omnipotente,
menos omnisciente, menos impasible.
Dios no es Dios, como nosotros lo
imaginamos. Pensar que es como lo imaginamos, aunque sea en nombre de la
Biblia, o precisamente por eso, eso es ser fundamentalista. Dios nos libre de
ese Dios, para abrirnos al Misterio, a la anchura y el consuelo, a la humildad
y la mansedumbre, a la paz y el refrigerio (Fracisco de Asís).
7. Una visión maniquea del mundo
Una visión y una división maniquea. El
fundamentalista mira y divide el mundo en dos: "Nosotros y todos los
demás". Nosotros, los puros y rectos; todos los demás, la gran mayoría,
heréticos y desviados. Nosotros, los fieles creyentes; los otros, increyentes
secularizados. Nosotros, el resto elegido; los otros, la masa amorfa.
También aquí hay que insistir: no es esa la
experiencia religiosa más originaria. En el Talmud judío se recogen diversas
respuestas a la pregunta de por qué, al principio, fue creado un solo hombre,
Adán. Naturalmente, la pregunta carece hoy de sentido, pero las respuestas son
muy interesantes, buena muestra de cómo el lector hace crecer el texto.
Una de las respuestas tiene mucho que ver
con la cuestión del maniqueísmo a la que me estoy refiriendo, y dice así:
"Dios creó un solo hombre a causa de los justos y de los malvados: para
que los justos no puedan decir: ‘Descendemos de un justo’. Y para que los
malvados no puedan decir tampoco: ‘Descendemos de un malvado’ " (Talmud,
Tratado Sanhedrín 38a). Que es como decir: "Nadie se crea solamente
justo; nadie se crea solamente malvado". O: "Nadie mire al otro como
solamente malo" (apenas nos sucede que miremos a alguien como solamente
bueno).
Y hablando de tentaciones maniqueas,
procuremos no dividir el mundo entre fundamentalistas y no fundamentalistas.
Nadie se mire a sí mismo como no fundamentalista solamente. Y nadie mire al
otro como solamente fundamentalista.
En conclusión: ¿de quién es el futuro?
¿El futuro de la religión pertenece al
fundamentalismo o pertenece más bien al paradigma crítico-liberador? Tampoco
esta pregunta, así formulada, tiene mucho sentido. Pero hemos de procurar dar
una respuesta que sí tenga sentido.
La respuesta no puede consistir en hacer
una predicción. Nadie conoce el futuro, y hoy lo sabemos mejor que nunca en el
pasado. La respuesta no puede consistir en una predicción, sino en un acto de
esperanza, que es como decir un acto de compromiso: ¿cuál es el futuro que
esperamos, es decir, el futuro por el que apostamos, aunque fracasemos, como
hemos fracasado casi siempre hasta ahora?
Apostamos por un futuro crítico-liberador
de las religiones. Todas las religiones han inspirado las creaciones más
sublimes y, a la vez, han generado las creencias más absurdas, los miedos más
irracionales, las supersticiones más insensatas, los tabúes más opresivos.
Es preciso discernir y depurar sin cesar.
Es preciso liberar a la religión, para que la religión nos libere. Es preciso
liberar a la religión de todas las formas de fundamentalismo, para que la
religión nos ofrezca un fundamento de consuelo, un suelo nutricio, un horizonte
inspirador.
Apostamos por un nuevo paradigma religioso
coherente con el nuevo paradigma cultural. El nuevo paradigma cultural está
definido por dos elementos que se han vuelto irrefutables: todo está en
relación y todo se transforma.
Todas las grandes religiones monoteístas
hoy vigentes –el caso de las religiones orientales es distinto–, han nacido y
se han desarrollado dentro de un paradigma dualista, antropocéntrico y también
exclusivista/inclusivista: pueblo elegido, religión revelada, cumplimiento de
la salvación, valores parcialmente presentes en las otras religiones. Ese
paradigma religioso hace aguas por todos los lados y será insostenible salvo en
círculos marginales.
Si estas religiones quieren tener algo que
decir y que aportar a la sociedad actual, tendrán que asumir el paradigma
holístico (no dualista), ecológico (no antropocéntrico) y pluralista (no
exclusivista ni inclusivista).
El nuevo paradigma les está requiriendo...
• que revisen a fondo el estatuto de las creencias y de los dogmas
tradicionales;
• que reinterpreten a fondo los viejos lenguajes, imágenes y fórmulas;
• que superen la imagen de un Dios Ente supremo, separado y omnipotente, que
interviene en el mundo desde fuera y en ocasiones de modo
"milagroso";
• que superen todo esquema exclusivista (único camino de revelación y
salvación) o inclusivista (único camino en el que convergen y llegan a plenitud
todos los demás);
• que apliquen los principios democráticos a todos los niveles
institucionales;
• que acepten que todas las normas morales, en cuanto normas, son históricas
y relativas.
• que asuman los principios de una sociedad laica, es decir, plural y asuman,
en definitiva, el no saber, la complejidad, la incertidumbre, el pluralismo y
el diálogo.
Por este paradigma apostamos. Apostamos
por...
• el Espíritu que anima el universo y lo recrea sin cesar;
• el Espíritu que habita en todos los seres, también en la piedra;
• el Espíritu que habla y se revela en todas las Escrituras, religiosas o no;
• el Espíritu que gime en todos los corazones, y también en los átomos,
anhelando la liberación y la comunión.
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