Por Teófilo Amores Mendoza
Comentario a Jn. 14, 1-6
El capítulo 14 del evangelio de Juan se inserta dentro de largo discurso que pronuncia Jesús durante la Última Cena.
Para entender este pasaje (inicio de dicho capítulo 14), tenemos que examinarlo dentro del contexto: poco después de llegar con sus discípulos a la sala donde van a cenar, Jesús se despoja del manto y lava los pies a los discípulos ante el asombro de éstos que, lejos de entender cuál es el lugar que Jesús quiere para quien se dice su discípulo —ocupe el lugar que ocupe, pero en especial si es un puesto de responsabilidad: el último, como ha repetido una y otra vez—, muestran su absoluta incomprensión por boca de Pedro, que se resiste a ver a Jesús actuando en consecuencia con lo que enseña.
Tras el lavatorio, Jesús les ha reiterado la posición de servicio que debe adoptar quien se haga llamar discípulo, e insiste en la enseñanza que les acaba de dar con su ejemplo otorgándoles un mandamiento nuevo: “Amaos unos a otros como yo os he amado”.
Pedro (¡pobre Pedro, instituido el primero entre los discípulos, pero que parece ser el que menos se entera de todo!) le expresa su fidelidad hasta dar su vida por Jesús, lo que es respondido con la advertencia de la, ya próxima, triple negativa.
Es en este contexto donde Juan inserta el episodio que comentamos hoy. Jesús acaba de decirles que debe dejarlos, que debe marcharse y que ellos no pueden seguirle por ahora. El ánimo de los discípulos se viene abajo pues Jesús les ha anunciado por tres veces lo que le espera y ellos intuyen que ya es algo inmediato. Por eso Jesús trata de tranquilizarlos: En la casa de mi Padre hay muchas moradas. Voy allá, os preparo sitio y luego regreso para llevaros conmigo. Además, para ir a donde yo voy, ya sabéis el camino.
Ahora es Tomás el que da señales inequívocas de que, a pesar del tiempo que han convivido con Jesús, a pesar de que han estado con Él desde el principio, a pesar de que le han escuchado su mensaje una y otra vez, no se han enterado de nada. Prácticamente lo mismo que sucede hoy, veintiún siglos después.
Jesús se lo dice con claridad: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mi”. Es una de las frases de Jesús con mayor densidad contenida en los evangelios, de las más profundas.
Jesús no se muestra como EL FIN, como el destino de la vida del hombre, sino que señala al Padre como fin. Jesús es el camino, el ejemplo, el espejo en el que debemos mirarnos para saber cómo actuar y comportarnos.
Jesús es el mismo Dios, que se ha hecho hombre para amar, para dar a sus semejantes comprensión, acogida y curación. Y ha venido dispuesto a darlo todo, hasta su propia vida. Nos dice que Él mismo y su modo de vivir sus días en la Tierra son el modelo (el “camino”) al que debemos amoldar nuestra propia forma de vivir
A continuación les dice, no que lo que Él les enseña sea la verdad, sino que ÉL MISMO es la Verdad. No se trata, pues, de una verdad lógica que nos llegue a través de su palabra, de su enseñanza, sino de una verdad ontológica que nos llega a través de su forma de ser y de existir. No es “lo que yo digo”. Es “lo que yo soy”. Jesús no nos pide, por tanto, repetir lo que Él dijo, sino que seamos y nos comportemos como Él fue: vivir como vivió, comprometernos como se comprometió, amar como amó, perdonar como perdonó. En definitiva: identificarnos con Él. No nos pide que seamos predicadores, sino que seamos testigos.
Y la finalidad de vivir recorriendo ese mismo camino que ES Jesús, comportándonos y viviendo como Él lo hizo, no es otra sino entrar en comunión total con Él, fundiéndonos en uno solo. Y si Él es la Vida, identificarnos con Él a través de nuestro modo de vivir nos permitirá plenificar nuestra propia existencia, convirtiéndonos, también nosotros, en VIDA.
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