(Reflexión a Lc. 9, 18-24)
La escena es conocida.
Sucedió en las cercanías de Cesarea de Filipo. Los discípulos llevan ya un
tiempo acompañando a Jesús. ¿Por qué le siguen? Jesús quiere saber qué idea se
hacen de él: “Vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Esta es también la
pregunta que nos hemos de hacer los cristianos de hoy. ¿Quién es Jesús para
nosotros? ¿Qué idea nos hacemos de él? ¿Le seguimos?
¿Quién es para nosotros
ese Profeta de Galilea, que no ha dejado tras de sí escritos sino testigos? No
basta que lo llamemos “Mesías de Dios”. Hemos de seguir dando pasos por el
camino abierto por él, encender también hoy el fuego que quería prender en el
mundo. ¿Cómo podemos hablar tanto de él sin sentir su sed de justicia, su deseo
de solidaridad, su voluntad de paz?
¿Hemos aprendido de Jesús
a llamar a Dios “Padre”, confiando en su amor incondicional y su misericordia
infinita? No basta recitar el “Padrenuestro”. Hemos de sepultar para siempre
fantasmas y miedos sagrados que se despiertan a veces en nosotros alejándonos
de él. Y hemos de liberarnos de tantos ídolos y dioses falsos que nos hacen
vivir como esclavos.
¿Adoramos en Jesús el
Misterio del Dios vivo, encarnado en medio de nosotros? No basta confesar su
condición divina con fórmulas abstractas, alejadas de la vida e incapaces de
tocar el corazón de los hombres y mujeres de hoy. Hemos de descubrir en sus
gestos y palabras al Dios Amigo de la vida y del ser humano. ¿No es la mejor
noticia que podemos comunicar hoy a quienes buscan caminos para encontrarse con
él?
¿Creemos en el amor
predicado por Jesús? No basta repetir una y otra vez su mandato. Hemos de
mantener siempre viva su inquietud por caminar hacia un mundo más fraterno,
promoviendo un amor solidario y creativo hacia los más necesitados. ¿Qué
sucedería si un día la energía del amor moviera el corazón de las religiones y
las iniciativas de los pueblos?
¿Hemos escuchado el
mandato de Jesús de salir al mundo a curar? No basta predicar sus milagros.
También hoy hemos de curar la vida como lo hacía él, aliviando el sufrimiento,
devolviendo la dignidad a los perdidos, sanando heridas, acogiendo a los
pecadores, tocando a los excluidos. ¿Dónde están sus gestos y palabras de
aliento a los derrotados?
Si Jesús tenía palabras
de fuego para condenar la injusticia de los poderosos de su tiempo y la mentira
de la religión del Templo, ¿por qué no nos sublevamos sus seguidores ante la
destrucción diaria de tantos miles de seres humanos abatidos por el hambre, la
desnutrición y nuestro olvido?
José Antonio Pagola
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